Bob Shaw - Los astronautas harapientos

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Los astronautas harapientos: краткое содержание, описание и аннотация

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Los mundos gemelos, Land y Overland, sólo estan separados por unos miles de kilómetros; y sus órbitas son tales que Overland siempre aparece situado en el mismo lugar en el cielo, llenando gran parte de él y visible en todos sus detalles, cuando se asoma sobre Land. Los humanos que habitan Land, al carecer de metales, sólo han podido desarrollar una tecnología de bajo nivel. Durante siglos, han vivido de forma bastante estable; pero en el momento en que comienza esta historia, su existencia está amenazada. Los pterthas, una especie de burbujas llenas de humo que flotan en el aire y que siempre han sido peligrosas, parecen haber declarado la guerra a la humanidad. Ni los filósofos, que tienen a su cargo la investigación científica además de ser los elaboradores de las teorías y sustentadores de las ideas, ni los militares dirigidos por el príncipe Leddravohr, ni el Industrial supremo, príncipe Chakkell, ni aun el mismo rey Prad, comprenden la magnitud del peligro y la acuciante necesidad de encontrar una solución. Sólo Glo, el gran Filósofo, viejo, decadente, borracho y menospreciado por todos, incluidos los de su clase, propone una solución audaz y aparentemente inaceptable.

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Toller pasó casi inadvertido por las secciones de almacenaje y talleres, pero al llegar a un camino cubierto que conducía por el este hacia la ciudad, encontró la entrada protegida por un gran destacamento de soldados. Los oficiales que había entre ellos interrogaban a todo aquel que intentaba pasar. Toller se hizo a un lado y usó su telescopio para examinar la distante salida. La corta perspectiva producía una imagen difícil de interpretar, pero pudo ver muchos soldados de a pie y algunos grupos montados; y detrás de ellos a la multitud llenando las empinadas calles donde empezaba propiamente la ciudad. Había pocos indicios de movimiento, pero era obvio que se produciría una confrontación y que el camino normal hacia la ciudad estaba intransitable.

Seguía pensando en cómo actuar, cuando le llamaron la atención unas manchas de color moviéndose en la tierra cubierta de matorrales que se extendía hacia el sureste, en dirección al barrio periférico de Monteverde. El telescopio le reveló que eran civiles corriendo hacia el centro de la base. Por la alta proporción de mujeres y niños, dedujo que se trataba de emigrantes que habían cruzado la cerca del perímetro en algún punto distante de la entrada principal. Se volvió por el túnel, buscó un paso entre las dobles redes anti — ptertha s y salió cabalgando hacia los ciudadanos que se aproximaban. Cuando llegó junto a los cabecillas, éstos blandieron sus salvoconductos blanquiazules de migración.

— Dirigíos hacia los recintos de los globos — les gritó —. Os sacaremos.

Los hombres y mujeres de rostros ansiosos le dieron las gracias y corrieron hacia allí, algunos llevando en brazos o arrastrando a los niños. Volviéndose para seguirlos con la mirada, Toller vio que la llegada de éstos había sido advertida y que se acercaban unos hombres montados para detenerlos. El cielo tras los jinetes era un espectáculo único. Ahora había quizá veinte naves en el aire sobre los recintos, agrupándose peligrosamente en los niveles bajos y dispersándose al alejarse hacia el cenit.

Sin detenerse a ver qué tipo de recibimiento daban a los emigrantes, Toller azuzó al cuernoazul hacia Monteverde. A lo lejos, a su izquierda, en Ro-Atabri, el fuego parecía haberse extendido. La ciudad estaba construida en piedra, pero las vigas de madera y cuerdas con las que se había revestido para protegerla de los pterthas, eran altamente inflamables y los incendios empezaban a ser lo bastante grandes como para crear sus propios sistemas de transmisión, ganando terreno sin ayuda de los elementos. Sólo haría falta, y Toller lo sabía, que se levantase una leve brisa, y la ciudad ardería en cuestión de minutos.

Hostigó al cuernoazul para que galopase, eligiendo su camino basándose en los grupos de refugiados que encontraba y divisando finalmente un lugar donde la barricada del perímetro había sido derribada. Atravesó la abertura, ignorando las miradas recelosas de la gente que trepaba entre las estacas, tomando un camino directo hacia la montaña de la Casa Cuadrada. Las calles por las que había correteado siendo un niño estaban sucias y abandonadas, como un extraño territorio del pasado.

Un minuto más tarde, ya en el barrio de Monteverde, al dar la vuelta a una esquina encontró una partida de cinco civiles armados con palos. Aunque obviamente no eran emigrantes, se dirigían a toda prisa hacia la base. Toller adivinó enseguida que su intención era acosar y quizá robar a algunas de las familias de emigrantes que había visto antes.

Se separaron para bloquear la estrecha calle y el líder, un hombre robusto de mandíbula caída ataviado con una capa, le preguntó:

— ¿Qué te crees que estás haciendo, chaqueta azul?

Toller, que fácilmente podría haber derribado al hombre desde su montura, tiró de las riendas para detenerse.

— Ya que me lo preguntas con tanta amabilidad, no me importa decirte que estoy dudando entre si matarte o no.

— ¡Matarme! — El hombre golpeó el suelo imperiosamente con su palo, en la creencia de que los tripulantes espaciales no iban armados —. ¿Y cómo vas a hacerlo?

Toller sacó su espada con un movimiento horizontal, haciendo saltar el garrote de la mano del hombre.

— Eso podría haber sido tu muñeca o tu cuello — dijo suavemente —. ¿Alguno más desea seguir con el asunto?

Los cuatro se miraron entre sí y retrocedieron.

— No tenemos nada contra usted — dijo el hombre de la capa, acariciándose la mano resentida por el violento impacto en el garrote —. Seguiremos nuestro camino.

— No lo haréis. — Toller usó la hoja de brakka para señalar un callejón que conducía en dirección contraria a la base espacial —. Seguiréis ese camino, y volveréis a vuestras guaridas. Dentro de pocos minutos pasaré de nuevo hacia la base, y juro que si me encuentro a cualquiera de vosotros otra vez, será mi espada quien hable. ¡Ahora marchaos!

En cuanto los hombres desaparecieron de su vista, guardó la espada y reemprendió el ascenso hacia la montaña. Dudó de que su aviso tuviese un efecto definitivo en los rufianes, pero ya había perdido demasiado tiempo ayudando a los emigrantes, quienes deberían aprender a afrontar muchos rigores en los días venideros. Una mirada al semicírculo que se estrechaba sobre el disco de Overland, le dijo que no quedaba mucho más de una hora para la llegada de la noche breve, y era necesario que llevase a Gesalla a la base antes de que ocurriera.

Al llegar a la cima de Monteverde, galopó por las silenciosas avenidas de la Casa Cuadrada y desmontó en el recinto amurallado. Se dirigió al vestíbulo de entrada y allí se encontró con Sany, la gorda cocinera, y a un criado calvo que le era desconocido.

— ¡Amo Toller! — gritó Sany —. ¿Tiene noticias de su hermano?

Toller sintió que su dolor se renovaba. La rápida sucesión de los acontecimientos había detenido su proceso emocional normal.

— Mi hermano está muerto — dijo —. ¿Dónde está tu señora?

— En su dormitorio. — Sany se llevó las manos a la garganta —. Éste es un día terrible para todos nosotros.

Taller corrió hacia la escalera principal, pero se detuvo ante el primer escalón.

— Sany, volveré a la Base de Naves Espaciales en pocos minutos. Te aconsejo encarecidamente a ti y a… — miró interrogativamente al criado.

— Harribend, señor.

— …a ti y a Harribend, y a los otros sirvientes que aún queden, que vengáis conmigo. La migración ha comenzado antes de tiempo en una gran confusión, y aunque no tengáis salvoconductos, creo que os encontraré un lugar en alguna nave.

Ambos criados retrocedieron.

— Yo no podría ir al cielo antes de que me llegue mi hora — dijo Sany —. No es natural. No está bien.

— Hay revueltas por toda la ciudad y las pantallas anti — ptertha se están quemando.

— Que sea lo que deba ser, amo Toller. Correremos el riesgo aquí, en el lugar a que pertenecemos.

— Pensadlo bien — dijo Toller.

Subió hasta el rellano y atravesó el conocido pasillo que conducía a la parte sur de la casa, incapaz de aceptar del todo que ésta era la última ocasión en que vería las figuritas de cerámica brillando en sus vitrinas, o su reflejo fantasmagórico sobre los paneles de madera de vidrio pulida. La puerta del dormitorio principal estaba abierta.

Gesalla se hallaba de pie junto a la ventana que servía de marco a una vista de la ciudad, cuyos rasgos dominantes eran las columnas de humo negro y blanco intersectando las bandas horizontales azul y verde de la bahía de Arle y el golfo de Tronom. Iba vestida como nunca antes la había visto, con chaleco y pantalones grises de sarga complementados con una blusa de tela más fina, también de color gris. En conjunto era casi una réplica de su propio uniforme de hombre del espacio. Una repentina timidez le impidió hablar o llamar a la puerta. ¿Cómo debían comunicarse el tipo de noticias que llevaba?

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