Pero el personaje para el que fue enviado hizo lo que nadie esperaba. Se hizo con su propio medio de transporte, y casi se escapó.
Aquella herida era todavía demasiado fuerte, demasiado grande para poder soportarla. Lo que más le dolía de la imagen que conservaba en su mente era lo hermosa que había sido la explosión. Una maravillosa convulsión de chispas y espirales deslumbrantes, que esparció brillantes fragmentos por un cielo limpio y azul. ¡No tenía derecho a ser tan hermosa! El recuerdo le llenó los ojos de lágrimas, que se le acumularon en los párpados y le marcaron surcos salinos y silenciosos por las mejillas.
Su último momento consciente no parecía más real que un sueño. ¿Había visto de verdad a Naroin? Recordó que la ex contramaestre dijo algo acerca de una carta. Al volverse y mirar hacia la mesa, Maia vio un papel doblado, sellado con cera. Con un gran esfuerzo consciente extendió la mano para cogerlo torpemente, debatiéndose contra oleadas de dolor. Alzó la carta y reconoció su nombre escrito en ella.
De Brod y Leie , recordó. Ahora pudo sentir alegría… de un tipo abstracto y descolorido. Alegría porque aún vivían dos personas a las que amaba. Aquello contribuyó a aliviar la sensación de desolación y abandono que se alojaba en su corazón, dispuesta a salir en cuanto la doctora redujera un poco más la presencia de la ventosa agónica.
Su visión era aún demasiado borrosa para poder leer, así que permaneció inmóvil, acariciando el papel hasta que llamaron a la puerta. Se abrió y Naroin entró en la habitación.
—Ah, has vuelto con nosotras. Te perdiste el desayuno. ¿Dispuesta a intentarlo otra vez?
Se marchó de nuevo sin esperar la respuesta de Maia. Así que no lo imaginé , pensó, empezando a preguntarse por las implicaciones de aquello. ¿Por qué estaba allí Naroin? ¿Dónde estaba? ¿Y por qué ayudaba Naroin a cuidarla? Sin duda la mujer policía tenía cosas más importantes que hacer que jugar a enfermeras con una veraniega insignificante.
A menos que tenga que ver con todas las leyes que he quebrantado… los lugares en los que he estado cuando se suponía que no estaba permitido… Cosas que he visto y que el Consejo no quiere que se sepan.
Otra vez llamaron a la puerta. Esta vez entró una mujer joven que llevaba una bandeja cubierta. Maia se frotó los ojos, y entonces los abrió de par en par, sorprendida.
—¿Dónde quiere que le ponga esto, señora? —preguntó la muchacha. Su voz era más suave, un poco más aguda, pero por lo demás casi idéntica a la última que Maia había oído. La cara era una versión más joven de la última que había visto. Comprendió rápidamente.
—Clónicas —murmuró—. ¿Un clan de policías?
La joven ni siquiera tenía la edad de Maia. Una invernal de cinco años, entonces. Sin embargo, había algo en su sonrisa… Un atisbo de la relajada seguridad de Naroin. Colocó la bandeja a un lado de la cama, y se dedicó a arreglar las almohadas antes de ayudar a Maia a incorporarse.
—De detectives, en realidad. Por libre. Nuestro clan es pequeño a propósito. Nos especializamos en trabajo de campo individual. Normalmente, nunca se ve a dos de nosotras juntas fuera de la mansión, pero me convocaron cuando recibimos la llamada urgente de Naroin.
Era difícil de creer. La muchacha hablaba con un fuerte acento de clase alta. No tenía ninguna de las cicatrices de Naroin. Sin embargo, en sus ojos brillaba el mismo celo vigoroso, la misma desafiante ansiedad.
—Supongo que no me consideraréis una amenaza para vuestra tapadera —sugirió Maia.
—No, señora. He recibido instrucciones de ser franca con usted.
Claro. ¿Qué daño puedo hacer? Maia confiaba en Naroin hasta cierto punto, lo suficiente para creer que tiraría de los hilos a fin de que la próxima jaula de Maia fuera más agradable que ninguna de las que había ocupado antes. Eso no significaba que fueran a dejarla suelta por Stratos para que comentara lo que había visto.
La muchacha colocó la bandeja sobre el regazo de Maia y alzó la tapa. No había tortitas, sino el predecible cuenco de gachas por prescripción médica. Sin embargo, olían tan fuerte que Maia se mareó. Ríos de zumo de naranja corrieron por sus dedos cuando agarró el vaso con ambas manos temblorosas. El líquido rojizo sabía a cielo refinado y exprimido.
—Esperaré fuera —dijo la joven invernal—. Llámeme si necesita algo.
Maia se limitó a soltar un gruñido. Concentrándose para controlar los temblores, se metió una cucharada de gachas en la boca. Mientras su cuerpo tiritaba con los placeres sencillos y animales de sabor y hartazgo, una pequeña parte de ella permaneció apartada, preguntándose: ¿Cuál será el apellido de su familia? Tendría que haberme dado cuenta. Naroin siempre fue demasiado competente para tratarse de otra var única.
Maia sabía que, tarde o temprano, debía empezar a catalogar sus numerosas pérdidas en contraposición a sus escasos logros. Cuanto más tarde, mejor. Paso a paso… así era como planeaba vivir a partir de ahora. Maia no tenía ninguna intención de dejarlo, pero tampoco estaba preparada todavía para pensar linealmente.
A pesar de su anterior apetito, apenas pudo terminarse la mitad de la comida. Sintiéndose súbitamente fatigada, dejó que la versión más joven de Naroin se llevara la bandeja. Ni una sola vez miró directamente la carta cerrada, pero continuó en contacto físico con ella, como una mujer que se ahoga podría agarrarse a una tabla de un barco naufragado.
Cuando despertó de nuevo, fuera estaba oscuro. Los fragmentos del sueño se evaporaron, como tímidos fantasmas que huyeran de la lámpara eléctrica que tenía junto a la cama. Tenía el cuerpo perlado de sudor, la carne de gallina. Sus pensamientos aún parecían dispersos, enfocados y coherentes un momento, y a continuación desbocados, como hojas arrastradas por el viento.
Eso le hizo recordar al viejo Bennett y su escoba, allá en el patio de la Casa Lamatia. ¿Qué pensaría de donde he estado… de lo que he visto? Probablemente, el anciano ya no vivía. Lo que tal vez sería mejor, dado lo que había hecho Maia: entregar inadvertidamente a las archirreaccionarias manos de la Iglesia y el Consejo los últimos restos de aquella secreta esperanza que el anciano había guardado en su corazón. Un sueño que se había vuelto difuso al ser transmitido de generación en generación a través de logias secretas… como si los hombres pudieran conocer alguna vez la constancia de las clones.
Renna, Bennett, Leie, Brod, las rads, los hombres del Manitú … había espacio de sobras para todos en el cuadro de honor de aquellos a quienes había abandonado.
Basta , se dijo aturdida. La cubierta fue aprestada hace tiempo. No te eches la culpa de cosas que no podías impedir.
Pero combatir aquella sensación de fracaso, que resultaba menos evitable por ser tan vaga, era como pedir a los vientos y a las mareas que se detuvieran.
Maia vio que aún aferraba con fuerza la carta. Pedazos rojos de cera arrugada se esparcían sobre la colcha. Intentó alisar el papel con las manos. Alzándolo a la luz, se esforzó por distinguir, entre las arrugas, una escritura menuda y fluida.
Querida Maia,
Ojalá pudiera estar contigo, pero dicen que hacemos falta aquí. Tengo que hacer de guía turístico, mostrando a toda clase de gente importante el Centro de Defensa. (Actúan como unas locas, así que supongo que esto era un secreto para un montón de altas madres de Caria, no sólo para el público.) Leie también tiene un trabajo…
Naroin había dicho que ambos vivían, pero aquella confirmación era más sólida. Maia sollozó bruscamente, y se le nubló la vista cuando la emoción la abrumó.
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