El grumete atravesó las puertas del fondo y la luz se desparramó a su alrededor. Más luz del sol, esta vez cayendo desde arriba. Se encontraron en una enorme sala cilíndrica con las paredes cubiertas de maquinaria. En lo alto descubrieron la fuente del rumor: un arco iris de metal escarlata se ensanchaba poco a poco.
Pero lo que asombró a los cuatro fugitivos era un objeto que llenaba el centro de la sala, una espiral vertical de material cristalino y transparente, que empezaba en las alturas y bajaba hasta una cavidad central. La espiral latía con la luz aprisionada en su interior. Dentro de aquellas volutas, vieron una forma fina, puntiaguda y dorada, que ya había empezado a descender lentamente por el tubo. En segundos, la punta desapareció de la vista.
—¡Vamos! —Maia llamó a los otros, y se adelantó, cojeando.
Llegaron a la espiral, pero fueron detenidos por una fuerza que no podían ver, y que resistía de manera palpable todos los esfuerzos por seguir aproximándose. El pelo se les erizó. Maia pudo ver entonces que el pozo caía vertiginosamente hasta profundidades insondables, espiral tras espiral.
Dentro de aquel tenso abrazo, la fina forma de jabalina continuaba su descenso.
—¡Espera! —gritó—. ¡Oh, espéranos!
Le era casi imposible oír su propia voz por encima del ruido. Alguien le tiró del brazo. Se resistió, y entonces parpadeó sorprendida al divisar un objeto extraño y diminuto. Un cilindro de metal, no más grande que su dedo meñique, había llegado por la izquierda, avanzado hacia el inexorable campo y perdido velocidad rápidamente. Se detuvo, invirtió el rumbo, acelerando velozmente por donde había venido, para ser expulsado con un estampido de aire hendido.
Volvió a suceder lo mismo. Esta vez, Maia reconoció una bala antes de que también fuera expulsada hacia atrás, hacia su fuente. Dejó de luchar contra el tirón de su brazo. Acompañados por un rugido y una sensación de vértigo, los cuatro corrieron tangencialmente a la espiral y el impenetrable campo que la rodeaba. A su izquierda, Maia vio a las tiradoras arrodilladas que les disparaban, mientras otras mujeres, armadas con bastones y cuchillos, se acercaban cautelosamente, los rostros arrebolados encendidos con emociones en conflicto: ira y temeroso asombro.
—¡Ah! —gimió el marinero grande, y se desplomó, agarrándose el muslo. Maia y el grumete lo cogieron por los brazos y lo ayudaron a avanzar hacia otro conjunto de puertas situadas al fondo de la cámara. Mientras más balas picoteaban a su alrededor, pudieron sentir un horrible poder acumulándose cerca, intensificándose hacia algún titánico clímax.
Las puertas estaban aún a treinta metros de distancia cuando el gran marinero volvió a desplomarse.
—¡Seguid! —gritó roncamente—. ¡Sacadla de aquí! —urgió a los otros hombres. Pero las balas golpeaban ya las puertas de metal.
—¡Por allí! —señaló Maia.
Arrastraron al herido hacia lo que parecía ser un montón de basura. Una mezcla de cajas, embalajes y máquinas rotas y descartadas. Detritus de algún proyecto que había creado aquel increíble y misterioso edificio. Cuando estaban a punto de zambullirse tras el montón de escombros más cercano, Maia dejó escapar un gemido. Una punzada de dolor había arañado su pantorrilla derecha, como un atizador caliente.
El doctor la arrastró el resto del camino. Una bala le había rozado la piel, marcando sobre ella un largo sendero rojo.
—¡No tiene importancia! —instó al médico—. ¡Cuide de él! —El marinero estaba sin duda mucho peor.
Ignorando su propia herida, Maia buscó a su alrededor algún arma que poder emplear. Había trozos de metal, pero ninguno tenía una forma útil. A falta de otra cosa mejor, se sacó del bolsillo de la casaca el pequeño cuchillo que había encontrado a bordo del Manitú . El grumete la ayudó a levantarse, y los dos se agazaparon bajo la pila de escombros. Oyeron gritos. Pasos acercándose.
De repente, el agudo ruido cesó. El rumor se había detenido momentos antes, cuando el arco iris del techo terminó de abrirse. El brusco silencio se cargó de expectación. Entonces, como si Maia lo hubiera sabido todo el tiempo, se produjo una combinación de sonido, visión y otras sensaciones que parecían las trompetas del Día del Juicio Final. El mundo se estremeció, mientras que poderes parecidos, pero mucho más potentes que los que había experimentado cerca de la espiral, intentaban llenar todo el espacio. Eso incluía el espacio que antes había ocupado ella sola, obligando a cada una de sus moléculas a luchar por el derecho a existir. El aire necesario para respirar voló como una presencia que pasa a terrible velocidad, en busca del cielo.
A su espalda, Maia apenas pudo ver cómo un estilizado objeto se lanzaba hacia las alturas, dejando una llamarada de aire encendido en su estela.
Una flecha de fuego …, pensó, aturdida. Entonces, con apenas algo más de coherencia, le dirigió una silenciosa llamada.
¡Renna!
El aire regresó, acompañado por un sonido similar a un trueno. La montaña de escombros se estremeció, y luego se desplomó, lanzando pesados y afilados fragmentos contra sus piernas. Sin embargo, pudo continuar mirando, de pie. Sin hacer caso a un lejano dolor, Maia tuvo una clara visión de la chispa que se perdía en el cielo, y deseó con todo su corazón formar parte de ella… que él hubiera esperado sólo un poquito más, y se la hubiese llevado consigo.
¡Pero lo consiguió! , pensó, abrumada por la alegría. No lo capturarán. Ahora está fuera de su alcance. Vuelve a…
Su alegría se cortó en seco. Arriba, casi en los límites de la visión, la chispeante luz viró bruscamente a la izquierda, resplandeció, y explotó en medio de una orgía de caos, de fuego ardiente, lanzando ascuas por el oscuro firmamento azul de la estratosfera.
¿Es un veneno la ambición? ¿Es la búsqueda y la consecución de poder por parte de la sociedad del Phylum sinónimo de condena?
Las culturas antiguas advertían a su gente contra la soberbia: ese impulso innato de los seres humanos de perseguir el poder del propio Dios a cualquier precio. Los sabios pueblos tribales se abstenían de tan fervorosas búsquedas, excepto a través del espíritu y el arte, la aventura y la canción. No forzaban y acosaban incesantemente la Naturaleza a su capricho.
Cierto, esos antepasados vivían apenas mejor que los animales, en los bosques primigenios de la Vieja Tierra. La vida era dura, sobre todo para las mujeres, aunque tenía sus recompensas: armonía, estabilidad, conocimiento seguro de quién eras, de dónde encajabas en el diseño del mundo.
Esos tesoros se perdieron cuando nos embarcamos en el «progreso».
¿Hay una relación inversa entre conocimiento y sabiduría? En ocasiones parece que cuanto más sabemos, menos comprendemos.
No soy la primera en advertir este conflicto. Un erudito escribió recientemente: «Lysos y sus seguidoras persiguen el canto de sirena del pastoralismo, como incontables románticos antes que ellas, idealizando una Era Dorada pasada que nunca existió, persiguiendo una serenidad posible sólo en la imaginación.»
Comprendo su punto de vista. Sin embargo, ¿no deberíamos intentarlo?
No se me escapa la paradoja: pretendemos emplear avanzadas herramientas mecánicas para crear las condiciones de un mundo estable… un mundo que, a partir de entonces, no volverá a necesitar de esas herramientas.
Así que volvemos al tema en cuestión. ¿Están los seres humanos verdaderamente condenados al descontento?
Pillados entre ansias en conflicto, nos esforzamos por convertirnos en dioses aunque ansiamos seguir siendo los hijos amados de la Naturaleza.
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