David Brin - Tiempos de gloria

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos,
se une a obras ya clasicas como
de Ursula K. Le Guin.

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El viejo asintió.

—Debe de ser… Todos creíamos que se había perdido. Que lo tenía el Consejo. O que había sido destruido.

—¿Qué? —preguntó Maia, asombrada por el tono reverente del hombre—. ¿Qué se perdió?

—El Formador —susurró él, como si temiera estropear un sueño—. El Formador Jellicoe.

Maia sacudió la cabeza.

—¿Qué es un formador?

Mientras caminaban, el doctor la miró, luchando por encontrar las palabras.

—Un formador… fabrica cosas. ¡Puede fabricarlo todo!

—¿Quieres decir como una autofactoría? ¿Donde producen radios y…?

Él se encogió de hombros.

—El Consejo mantiene en funcionamiento algunos menores, para no olvidar cómo. Pero las leyendas hablan de otro, del Gran Formador, atendido por la gente de Jellicoe.

Parpadeando, Maia comprendió lo que quería dar a entender.

—¿Esto lo crearon los hombres?

—No los hombres como tales. Los Antiguos Guardianes. Hombres y mujeres. Todos desterrados tras la Revuelta de los Reyes, aunque los Guardianes no tuvieron nada que ver con esos traidores.

»El Consejo y el Templo se asustaron, ¿sabes? Se asustaron de tanto poder. Usaron a los reyes como excusa para expulsar a todo el mundo de Jellicoe y de los otros lugares. Siempre pensamos que Caria se guardó los instrumentos para sí.

—Lo hicieron con algunos. —Y Maia le habló brevemente del Centro de Defensa, ubicado en otro lugar de aquella isla hueca, mantenido por clanes especializados.

—Justo lo que pensábamos —dijo el doctor, taciturno—. ¡Pero parece que nunca encontraron esto!

Hasta ahora , se dijo Maia tristemente. Habría sido mejor que todos hubieran muerto en el santuario. A corto plazo, aquel descubrimiento daría a Baltha y a sus saqueadoras más poder, dinero e influencia de la que necesitaban para establecer sus propias dinastías; suficiente para escalar altas posiciones en la pirámide social de Stratos. Sin embargo, una vez establecidas, se convertirían rápidamente en defensoras del status quo , como cualquier clan conservador. A la larga, no importaría que unas criminales se hubieran apoderado de aquel trofeo. El Consejo y el Templo lo controlarían.

Esto debe de ser lo que fabricó las armas que vimos Brod y yo, las que fueron utilizadas contra el Enemigo. Ahora Caria podrá manufacturar todo lo que quiera, para derribar la nave de Renna y cualquier otra que se arriesgue a acercarse.

Oh, Lysos, ¿qué he hecho?

—Si al menos tuviéramos tiempo —continuó el doctor—, podríamos fabricar cosas. Armas para defenderlo. Radios para llamar a nuestra cofradía y a algunos clanes honorables.

Mientras recorrían la instalación, el hombre se volvió para observar la fila de zonas de almacén situadas a la derecha.

—Tal vez los Guardianes dejaron algo detrás. ¿Ves algo útil?

Maia suspiró. La mayoría de los enclaves contenían máquinas u otros artículos que eran completamente irreconocibles. Sin embargo, aprendió algo de lo que acababa de ver y oír. Lysos y las Fundadoras no abandonaron completamente la ciencia. Consideraron necesario conservar esta instalación. Fue una generación posterior, asustada, la que se echó atrás, aterrada ante lo que podían hacer mentes entrenadas e independientes.

Aquello la enfureció. Las consejeras de Caria no conocían aquel lugar… todavía no. Pero sin duda las sabias de la universidad tenían libros que contenían la sabiduría básica sobre la que se había construido toda aquella tecnología. ¿Cómo? , se preguntó. ¿Cómo podía la gente con acceso a tanto conocimiento renunciar a él?

La cuestión subrayaba mucho de su dolor por la muerte y la fútil lucha. Como un rastro de piezas rotas, había dejado en su estela primero a Brod, luego a Leie y a muchos otros. Y por delante… ¿Dónde estaba Renna? ¿Era una traidora que estaba estropeando su brillante huida?

Ahora los huecos de la derecha revelaron restos de cortinas que colgaban de ajadas barras. Había camas, sillas, ropa.

—La leyenda dice que después del destierro, una logia secreta permaneció con el Formador. —El doctor suspiró—. Nadie sabe para qué. Con el tiempo, los que conocían el secreto murieron.

En Stratos, la continuidad estaba reservada a los clanes. Las compañías comerciales, los gobiernos, e incluso las cofradías marinas tenían que reclutar miembros entre los hijos de las colmenas, que controlaban la educación y la religión. Aquellos barracones, aquella triste muestra de perseverancia, había sido condenada a la futilidad. Quizás el esfuerzo durara muchas generaciones… demasiado poco tiempo para que supusiera ninguna diferencia.

Maia se preguntó si Renna habría dormido en alguna de las alcobas. ¿Había combatido el hastío, y saciado su curiosidad, completando el melancólico relato de aquel refugio perdido? ¿Había encontrado algo de comer? Maia temía descubrir su cadáver, y saber por tanto que todo aquello (perderlo todo) no había servido de nada.

Habían cruzado más de tres cuartas partes de la enorme cámara cuando el grumete oyó un sonido.

—¡Escuchad! —pidió. Se detuvieron, y Maia lo detectó. Un grave rumor que procedía de las alturas.

—Vamos —dijo.

El doctor miró anhelante la gigantesca máquina, el Formador.

—Podríamos intentar…

Se oyó otro sonido, un leve choque de metal tras ellos, acompañado de agudos y excitados gritos.

—Vamos —los apremió el marinero grande. Continuaron avanzando y atravesaron unas puertas situadas al fondo de la cámara. Justo a tiempo de mirar atrás y ver a un grupo de guerreras asomar por la lejana entrada. El tiempo conseguido por la valiente retaguardia se había acabado.

Los fugitivos se zambulleron en un nuevo corredor, esta vez oscuro como una mina. Un único resplandor los ayudaba en su camino. A medida que Maia y los demás se acercaron, vieron que se trataba de un agujero en la pared derecha del pasadizo. Ella suspiró ante el agradable contacto de la luz solar y el aire fresco. Por un momento, a pesar del temor de la persecución, los cuatro se detuvieron a contemplar la laguna y cada uno, a su modo, expresó su asombro.

Muy por debajo, donde antes había dos veleros atracados a un estrecho embarcadero, ahora sólo había uno parcialmente intacto: el Intrépido , con las velas quemadas y el mástil chamuscado. Del Manitú sólo quedaba la popa carbonizada, atada todavía al muelle cubierto de humo. El marinero y el grumete gimieron ante el espectáculo. Pero había más.

La bahía albergaba ahora otros barcos. Uno, según vio Maia claramente, llevaba en su proa puntiaguda la figura de un león marino. Unos botes de remos que transportaban a hombres de rostro ceñudo zarparon mientras los contemplaban hacia la entrada del santuario. Quizá, deseó, uno de ellos fuera Brod, que de algún modo había conseguido escapar y llamar a sus compañeros de cofradía.

—¡Mirad! —El grumete señaló mucho más alto. Maia giró la cabeza y pudo distinguir las puntas de los esbeltos monolitos de piedra. Abrió la boca ante aquella imagen de poder y belleza. Un zep’lin, mucho más grande y más potente que los correos que había visto, flotaba sobre uno de los picos, atado a un tenso cable.

Su presencia ha sido advertida … Recordó el cartel del Centro de Defensa. Habría sido aconsejable creer en la palabra del Consejo.

Mientras tanto, el sonido aumentaba, tan trepidante era que notaban sus vibraciones en las plantas de los pies.

—Tenemos que irnos —les recordó el marinero grande. A pesar de su fascinación por el espectáculo exterior, Maia asintió.

—Sí, démonos prisa.

Corrieron con la luz ahora a sus espaldas, esforzándose por alcanzar el otro extremo del pasadizo antes de que las desesperadas piratas, con sus largos rifles, aparecieran tras ellos. Sin embargo, tardaron algún tiempo en acercarse a los graves sonidos procedentes de delante. Ahora distinguían dos tonos, uno bajo, grave, rugiente, que sacudía los huesos, y otro que subía de tono y se hacía más penetrante a cada segundo que pasaba.

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