Que el primer deseo sea la caótica condena de la frenética Phylum Civitas. Las que partimos en esta búsqueda hemos elegido una relación más amable con el Cosmos y menos contraria a él.
LYSOS,
Mi vida
La pérdida de consciencia no fue el resultado de sus heridas, ni siquiera del gaseoso y punzante olor de la anestesia. Lo que la hizo dejarse llevar esta vez fue una moral agotada más allá del cansancio. Sensaciones distantes le decían que el mundo continuaba. Había ruidos: gritos ansiosos y los ecos reverberantes de los disparos. Cuando cesaron, fueron seguidos por fuertes gritos de triunfo y desesperación. Nuevos sonidos se interpusieron, rodeándola, asomándose a ventanas y puertas, pero ninguno consiguió que lo tuviera en cuenta.
Unos pasos resonaron. Unas manos tocaron su cuerpo, retirando objetos para que el dolor de una cura sustituyera el de las heridas aplastantes. Maia permaneció indiferente. Unas voces hablaron a su alrededor, tensas, argumentando. Se daba cuenta, sin que le importara, de que más de dos facciones se enzarzaban en un fiero debate, cada una demasiado débil o insegura para imponer su voluntad, ninguna de ellas lo bastante confiada para dejar a la otra actuar por su cuenta.
No había indicios de venganza en la forma en que la levantaron y la retiraron de la brillante cámara empapada de ozono. Agitándose en una camilla, gimiendo a cada sacudida, sabía en abstracto que no pretendían hacerle daño. La trataban bien. Eso debería significar algo.
Sólo deseó que se fueran y la dejaran morir.
La muerte no vino. En cambio, Maia fue tratada, atendida, drogada, cortada, cosida. Con el tiempo, fue la más elemental de las sensaciones la que le devolvió un deseo parcial de vivir.
Tortitas.
El olor de tortas frescas inundó su nariz. Las heridas y la anemia no fueron suficientes para contener el flujo que aquel leve aroma desató en su boca. Maia abrió los ojos.
La habitación era blanca. Un techo color marfil se unía a unas hermosas molduras blancas y a unas paredes pálidas de color nieve. A través del estupor producido por los soporíferos químicos, Maia tuvo dificultades para enfocar las llanas superficies. De forma inconsciente, su mente empezó a jugar con una extensión blanca, imaginando una capa de pautas granulosas, abstractas, rítmicas. Gimió y cerró los ojos.
No pudo cerrar la nariz. Los atractivos olores insistieron. Lo mismo hicieron los gruñidos de su estómago. Y el sonido de voces.
—Bien, ¿lista para unirte a los vivos por fin?
Maia volvió la cabeza a la izquierda, y entreabrió un ojo. Una pequeña figura morena apareció ante ella, con una sonrisa amarga.
—¿No te dije que dejaras de darte golpes, pequeña var? Al menos esta vez no te has ahogado.
Tras varios intentos, Maia recuperó la voz.
—Tendría… que haber sabido… que lo conseguirías.
Naroin asintió.
—Mm. Ésa soy yo. Una superviviente nata. Tú también, muchacha. Aunque te encanta demostrarlo a la tremenda.
Maia dejó escapar un suspiro involuntario. La presencia de la contramaestre—policía le evocaba sentimientos dolorosos, a pesar de la inmovilidad producida por las drogas.
—Supongo que… contactaste con tu jefa.
Naroin sacudió la cabeza.
—Cuando nos recogieron, decidí tomar la iniciativa. Pedí favores, hice tratos… Lástima que no pudiéramos llegar antes.
Los pensamientos de Maia se negaron a centrarse con claridad.
—Sí, lástima.
Naroin sirvió un vaso de agua y ayudó a Maia a alzar la cabeza para beber.
—Por si te lo estás preguntando, los médicos dicen que te pondrás bien. Tuvieron que cortar y remendar un poco. Tienes una ventosa agónica conectada a la cabeza, así que no te revuelvas ni te la golpees, ahora que estás despierta.
—… ¿ventosa?
Con pesada inercia, el brazo de Maia obedeció a su deseo de alzarlo y doblarlo. Palpó con los dedos el objeto cuadrado que había sobre su frente, más pequeño que su pulgar.
—Yo no la tocaría si fuera… —empezó a decir Naroin, cuando Maia dio un golpecito a la caja. Por un instante, todo lo que parecía confuso y borroso se lleno de claridad y color. Junto con la viveza llegó una descarga de dolor. La mano de Maia retrocedió, de vuelta a las sábanas.
—¿No te lo he advertido? Mm. Nunca he visto a nadie que no lo intentara la primera vez. Supongo que a mí me pasó lo mismo, a tu edad.
El aturdimiento regresó (y esta vez fue de agradecer) extendiéndose desde el cuero cabelludo de Maia por su cuerpo, como un bálsamo líquido. Había visto anteriormente a mujeres heridas con ventosas, aunque normalmente las ocultaban entre el cabello. Debo de estar más malherida de lo que me siento , comprendió, sin lamentar ya el aturdimiento. Aquella breve pausa en el funcionamiento de la ventosa había revelado otra sensación bloqueada, más temible que el dolor físico. Por un instante, se había visto abrumada por oleadas de pesar.
—Te hace sentir como un zombie, ¿verdad? —comentó Naroin—. La irán retirando a medida que mejores. Ya deberías estar recuperando algunos sentidos.
Maia inhaló profundamente.
—Yo… puedo oler…
Naroin sonrió.
—Ah, el desayuno. ¿Tienes hambre?
Era extraño. Su insistente estómago parecía ajeno a la náusea que inundaba el resto de su cuerpo.
—Sí. Yo…
—Ésa es una buena señal. Las Gentilleschi dan muy bien de comer. Espera, voy a ver.
La policía se levantó y se dispuso a marcharse; sus movimientos fueron demasiado rápidos y difusos para que Maia los siguiera con claridad. Maia los percibía como una serie de imágenes en retroceso mientras sus ojos permanecían cerrados a intervalos cada vez más largos. Luchaba por mantenerlos abiertos cuando Naroin se detuvo, se dio la vuelta y habló una vez más, la voz perdiéndose en la bruma de su cerebro.
—Oh… casi lo olvidaba. Hay una nota de… tu amigo y tu hermana sobre… la mesa, junto a tu cama. Pensé… ría saber que están bien.
Las palabras contenían significado. Maia estuvo segura de ello mientras la cubrían, inundándola a través de sus oídos y poros, y encontraban una resonancia interior. En algún lugar, una aplastante carga de preocupación se convirtió en alegría. Sin embargo, aquella emoción le resultó demasiado agotadora. El sueño acudió a reclamarla, de modo que apenas fue consciente de las últimas palabras de Naroin.
—Me temo que no muchos más lo consiguieron.
Los ojos de Maia se cerraron y el mundo permaneció oscuro durante un tiempo largo, silencioso, inconmensurable.
Despertó para encontrar a una mujer de mediana edad inclinada sobre ella, tocándole amablemente la cabeza. Hubo leves chasquidos, y la visión pareció aclarársele un poco. Se envaró debido a una oleada de mareo.
—No está demasiado mal, ¿verdad? —preguntó la mujer. Por su aspecto, debía de ser médico.
—Yo… supongo que no.
—Bien. Lo dejaremos así durante un tiempo. Ahora echemos un vistazo a nuestro trabajo.
La doctora abrió rápidamente la bata de Maia, dejando al descubierto una zona de piel púrpura que ambas observaron con desapasionado interés. Cicatrices lívidas asomaban en las zonas donde la habían intervenido; un semicírculo bordeaba su rodilla izquierda. La doctora chasqueó la lengua, emitiendo sonidos tranquilizadores y algo maternalistas y al final ruidos que nada querían decir; luego se marchó.
Cuando la puerta se abrió, Maia vio a una mujer alta de aspecto militar que montaba guardia, vestida con el uniforme de alguna milicia de tierra. Más allá se encontraban los paneles aflautados de recolectores solares. Maia oyó el suave rumor del agua a lo largo de un casco laminado. El firme balanceo del barco indicaba que hacía buen tiempo, y la presencia de tecnología. Era un navío dedicado normalmente al transporte de personalidades.
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