Estaban a salvo y ya pertenecían a la Historia. Pero, en la Tierra, nadie sabía si la Historia habría de continuar. Todo lo que las computadoras de GUARDIÁN ESPACIAL podían garantizar ahora era que Kali 2 no haría impacto directo sobre alguna masa continental importante. En cierta medida, eso significaba una tranquilidad, pero no la suficiente como para evitar pánicos en masa, miles de suicidios, y la desintegración parcial de la ley y del orden. Unicamente la pronta asunción de poderes dictatoriales por parte del Consejo Mundial evitó desastres peores.
Los hombres y mujeres que estaban a bordo de la Goliath observaban con preocupación y compasión y, aun así, con una sensación de indiferencia, casi como si estuvieran contemplando acontecimientos que ya pertenecían al pasado lejano. Fuera lo que fuere que ocurriera en la Tierra, ellos sabían que, dentro de poco, seguirían sus caminos separados en sus diversos mundos… marcados para siempre por el recuerdo de Kali.
Ahora, el enorme cuarto creciente de la Luna cubría todo el cielo, los afilados picos montañosos que estaban a lo largo del límite de iluminación ardían con la violenta luz del amanecer lunar. Pero las polvorientas llanuras todavía intactas por el Sol no estaban completamente a oscuras: brillaban débilmente bajo la luz reflejada por las nubes y los continentes de la Tierra. Y dispersas por aquí y por allá, de un extremo al otro de ese otrora muerto paisaje, estaban las incandescentes luciérnagas que señalaban los primeros asentamientos permanentes que la Humanidad había erigido más allá del planeta natal. El capitán Singh pudo ubicar con facilidad la Base Clavius, Puerto Armstrong, Ciudad Platón… Hasta pudo ver el collar de tenues luces a lo largo del FerrocarrilTranslunar, que trasportaba su preciosa carga de agua desde las minas de hielo, en el Polo Sur. Y ahí estaba el Golfo del Iridio, en el que había alcanzado su breve momento de fama, hacía ya una vida.
La Tierra estaba a nada más que dos horas de distancia.
ENCUENTRO INESPERADO CUATRO
Kali 2 entró en la atmósfera inmediatamente antes que saliera el Sol, cien kilómetros por encima de Hawaii. Al instante, la gigantesca bola de fuego creó un falso amanecer en el Pacífico, despertando las formas de vida silvestre de sus innumerables islas. Pero pocos seres humanos… no muchos estuvieron durmiendo esta noche de las noches, salvo aquellos que habían buscado el olvido que dan las drogas.
Sobre Nueva Zelanda, el calor del horno que estaba en órbita incineró bosques y fundió la nieve de las simas montañosas, desencadenando avalanchas en los valles que estaban abajo. Debido a una gran buena suerte, el principal impacto térmico se produjo sobre la Antártida, el único continente que lo podría absorber mejor. Ni siquiera Cali pudo arrancar todos los kilómetros de hielo polar, pero el Gran Deshielo iba a modificar los litorales de todo el mundo.
Nadie que hubiera sobrevivido al cirio podría describir jamás el sonido del paso de Kali; ninguna de las grabaciones fue más que un débil eco. La cobertura de televisión fue, por supuesto, soberbia, y se Cabria de mirar con temor reverencial durante las generaciones venideras. Pero nada podría compararse jamás con la temible realidad.
Dos minutos después de haber perforado la atmósfera, Kali volvió a entrar en el espacio. Su aproximación máxima a la Tierra Babia sido de sesenta kilómetros. En esos dos minutos se llevó cien mil vidas y ocasionó mil billones de dólares de daños.
La especie humana Sabia tenido mucha, pero mucha, suerte.
La próxima vez iba a estar mucho mejor preparada. Aunque el encontronazo Sabia alterado la órbita de Kali de manera tan drástica que nunca más volverla a representar un peligro para la Tierra, existían otros mil millones de montañas volantes en órbita alrededor del Sol.
Y el cometa Swift-Tuttle ya estaba acelerando hacia su perihelio. Todavía había mucho tiempo para que volviera a cambiar de opinión…
Fuentes de información y agradecimiento
Mi relación con el tema de los impactos de asteroides ahora está empezando a parecerse a una molécula de ADN: los filamentos de verdad y de ficción se están entrelazando hasta formar una maraña. Permítaseme intentar desenredarla adoptando el enfoque cronológico.
Allá por 1973, Cita con Rama comenzaba con estas palabras:
Más tarde o más temprano, tenía que suceder. El 30 de junio de 1908, Moscú escapó de la destrucción por tres horas y cuatro mil kilómetros, un margen invisiblemente pequeño según las pautas del universo. Una vez más, el 12 de febrero de 1947, otra ciudad rusa se escapó por un margen aun menor, cuando el segundo gran meteorito del siglo XX detonó a menos de cuatrocientos kilómetros de Vladivostok, produciendo una explosión que rivalizaba con la recientemente inventada bomba de uranio.
En aquellos tiempos, nada había que pudieran hacer los hombres para protegerse contra los últimos disparos al azar, en el bombardeo cósmico que una vez dejó cicatrices en la faz de la Luna. Los meteoritos de 1908 y 1947 habían caído en yermos, pero, a fines del siglo XXI en la Tierra no quedaba región alguna que se pudiera utilizar con seguridad como polígono de tiro celeste: la especie humana se había extendido de un Polo hasta el otro. Y, por eso, fue inevitable…
A las 09:46 GMT de la mañana del 11 de septiembre, en el excepcionalmente bello verano del 2077, la mayoría de los habitantes de Europa vio aparecer, en el cielo del este, una deslumbrante bola de fuego. En cuestión de segundos fue más brillante que el Sol y, a medida que se desplazaba por los cielos — al principio en absoluto silencio—, dejaba detrás de sí una agitada columna de polvo y humo.
En algún sitio sobre Austria empezó a desintegrarse, produciendo una serie de concusiones tan violentas que más de un millón de personas quedó con el oído permanentemente dañado. Esas fueron las que tuvieron suerte.
Desplazándose a cincuenta kilómetros por segundo, mil toneladas de roca y metal chocaron contra las llanuras del norte de Italia, destruyendo en unos pocos instantes de fulgor el trabajo de siglos. A las ciudades de Padua y Verona se las borró de la faz de la Tierra, y las últimas glorias de Venecia se hundieron para siempre debajo del mar, cuando las aguas del Adriático vinieron tonantes hacia el continente, después del martillazo que cayó del espacio.
Seiscientas mil personas murieron, y el total de daños fue de más de mil billones de dólares. Pero las pérdidas infligidas al arte, a la historia, a la ciencia, a toda la especie humana durante el resto de los tiempos, trascendía todo cálculo. Era como si una inmensa guerra se hubiera librado y perdido en una sola mañana, y pocos podían encontrar mucho placer en el hecho de que, cuando el polvo de la destrucción se asentó lentamente, durante meses el mundo entero presenció los más espléndidos amaneceres y ocasos desde Krakatoa.
Después de la conmoción inicial, la humanidad reaccionó con una determinación y una unidad que ninguna era anterior había exhibido. Un desastre de esa clase, así se comprendió, podría no volver a suceder durante mil años… pero podría ocurrir mañana. Y, la próxima vez, las consecuencias podrían ser todavía peores.
Muy bien pues: no habría una próxima vez.
Cien años antes, un mundo mucho más pobre, con recursos mucho más débiles, había malgastado sus riquezas intentando destruir armas lanzadas, de manera suicida, por la humanidad contra sí misma. El esfuerzo nunca alcanzó el éxito, pero los conocimientos adquiridos entonces no se habían olvidado. Ahora se los podía utilizar para un propósito más noble, y en una escala infinitamente más vasta. A ningún meteorito suficientemente grande como para causar una catástrofe se le volvería a permitir que se filtrase por las defensas de la Tierra.
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