Arthur Clarke - El martillo de Dios

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En el siglo XXII, los humanos habitan la Luna y Marte; una veterana de guerra ha fundado Crislam, doctrina religiosa impartida a través de módulos de realidad virtual; no queda comida natural, pero reciclando desechos se consigue cualquier plato; los pisos son pequeños, pero el Papa se opone a cada nuevo avance…
La aparición de un asteoide que amenaza con caer sobre la tierra plantea el gran dilema de fondo: ¿hay que destruirlo en el espacio? ¿No será mejor dejar que caiga y contribuya a arreglar el problema de la superpoblación de la tierra?
Con esos elementos, Clarke recupera las dotes que lo convirtieron en maestro del género: perspicacia para plantear un futuro lejano pero ya visible, capacidad de retar al intelecto del lector al tiempo que lo entretiene, y una ironia cargada de ingenio contundente.

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Sin embargo, una y otra vez, furiosos comandantes de submarinos informaban a Washington que los torpedos no habían llegado a detonar. (No hay duda de que otros comandantes habrían hecho lo mismo, de no haber sido que sus abortados ataques desencadenaban su propia destrucción.) El cuartel central de la Armada rehusaba creerles. Su puntería debió de haber sido mala: al maravilloso torpedo nuevo se lo había ensayado extensamente antes de entrar en operación, etcétera…

Las tripulaciones de los submarinos tenían razón. El arma tuvo que regresar a la mesa de diseño: una avergonzada junta de investigaciones descubrió que el percutor que estaba en la nariz del torpedo se quebraba antes de poder llevar a cabo su bastante tonto trabajo.

El proyectil que se apuntó a Kali chocó, no a unos triviales pocos kilómetros por hora, sino que a más de cien kilómetros por segundo: a una velocidad así, un percutor mecánico era inútil: la ojiva explosiva se estaba desplazando muchas veces más rápido de lo que la noticia del contacto, que se arrastraba a la velocidad del sonido en el metal, podría trasmitir su letal mensaje. Huelga decir que los diseñadores estaban perfectamente al tanto de eso, y habían empleado un sistema puramente eléctrico para detonar la ojiva explosiva.

Tuvieron una excusa mejor que la del Departamento de Artillería de la Armada de los Estados Unidos de Norteamérica: resultaba imposible someter al sistema a prueba en condiciones reales.

Así que nadie sabría jamás por qué falló el funcionamiento del proyectil.

45

El cielo imposible

«Si esto es el Cielo o el Infierno», se dijo el capitán Robert Singh, «se parece notablemente a mi cabina a bordo de la Goliath.»

Todavía estaba tratando de aceptar el increíble hecho de que aún estaba vivo, cuando recibió la muy placentera confirmación de David:

— Hola, Bob. No fue fácil despertarte.

—¿Qué… qué pasó?

Nadie jamás había programado a David para que vacilara como una persona humana: esa era una de las muchas mañas propias de la conversación que había aprendido por experiencia.

— Con franqueza, no lo sé. Es evidente que la bomba falló y no detonó. Pero algo muy extraño ha sucedido. Creo que es mejor que vayas al puente.

El capitán Singh, súbitamente devuelto al mando de la nave, sacudió violentamente la cabeza varias veces, y quedó algo sorprendido al descubrir que se mantenía unida a los hombros. Todo parecía estar perfecta, increíblemente normal. Hasta sintió una leve sensación de fastidio, aunque difícilmente de decepción: parecía un anticlímax haber desperdiciado tanta energía emocional, haber llegado a un acuerdo con la muerte, y, aun así, seguir estando vivo.

Cuando llegó al puente ya había aceptado la realidad de la situación. Su compostura no duró mucho tiempo.

La pantalla principal de observación todavía daba la ilusión de que nada había entre él y el familiar paisaje de Kali. Eso estaba inalterado, pero lo que se hallaba más allá de ese paisaje llenó al capitán Singh con uno de los pocos momentos de verdadero terror que hubiera conocido jamás. No cabía duda de que el peculiar estado emocional en el que se hallaba era en parte responsable. Aun así, nadie podía mirar el cielo que estaba por encima de la Goliath sin experimentar una abrumadora sensación de pavor:

Alzándose por encima del empinadamente curvo horizonte de Kali, trepando de modo perceptible, aun mientras Singh lo miraba, estaba el paisaje picado de viruela de otro mundo. Durante un instante, Robert Singh sintió que estaba de vuelta en Fobos, mirando, en lo alto, a la gigantesca cara de Marte. Pero esa aparición era todavía más grande, y Marte, por supuesto, estaba fijo para siempre en el cielo de Fobos, no desplazándose resueltamente hacia el cenit, como lo estaba haciendo este objeto imposible… ¿O era que se estaba acercando? Habían tratado de impedir que un nómada cósmico cayera sobre la Tierra. ¿Había otro a punto de chocar con Kali?

— Bob, Sir Colin quiere hablar contigo.

Singh se había olvidado por completo de sus compañeros. Al mirar en derredor se sorprendió al descubrir que la mitad de la tripulación se había reunido con él en el puente, y que también estaba contemplando el cielo con asombro.

— Hola, Colin — se forzó a decir: no resultaba fácil hablar con alguien que debería estar muerto—. ¿Qué ocurrió, por Dios?

— Espectacular, ¿no? — La voz del científico era calma y reconfortante—. Tuvimos una vista privilegiada desde aquí arriba, en el trineo. ¿No lo reconoce? Pues debería: ¡está mirando a Kali! La bomba puede haber sido un fiasco, pero así y todo tenía megatoneladas de energía cinética; suficientes como para hacer que Kali se escindiera como una amiba. E hizo un buen trabajo también. Espero que la Goliath no haya sufrido daños: la necesitaremos como hogar durante un tiempito más… pero, ¿cuánto más? Como señaló Hamlet, «Esa es la pregunta».

La fiesta de reunión fue más un servicio de acción de gracias que una celebración: los sentimientos eran demasiado profundos como para eso. De vez en cuando, el zumbido de la conversación en el comedor de oficiales se detenía de pronto y se producía un silencio absoluto, mientras todos compartían un solo pensamiento: ¿Estoy vivo realmente, o estoy muerto y tan sólo sueño que estoy vivo? ¿Y cuánto va a durar este sueño? Entonces, alguien hacía un débil chiste y se reanudaban las discusiones y los debates.

La mayoría giraba en torno de Sir Colin que, tal como afirmaba, en verdad había gozado de una vista privilegiada. El proyectil que se aproximaba había golpeado cerca del punto más estrecho del asteroide, la cintura del maní, pero, en vez de la bola de fuego termonuclear prevista por los dos observadores, se había producido una enorme fuente de polvo y escombros. Cuando se disipó, Kali parecía haber quedado intacto, pero después, muy lentamente, se dividió en dos fragmentos de tamaño casi igual. Como cada uno conservaba parte del movimiento angular original de Kali, empezaron entonces una pausada separación, como dos patinadores que giran velozmente y, en un momento dado, se sueltan de las manos del otro.

— Visité media docena de asteroides gemelos — dijo Sir Colin—, empezando por el Apolo 4769, Castalia. ¡Pero nunca soñé que vería nacer uno! Por supuesto, no tendremos mucho tiempo a Kali 2 como luna: ya se está apartando. La gran pregunta es: ¿alguno de nosotros chocará contra la Tierra? ¿O ninguno?

«Con un poco de suerte, ambos le pasaremos por los costados. Así que aun si esa bomba no detonó, sí puede haber cumplido su misión. GUARDIÁN ESPACIAL deberá de tener la respuesta dentro de unas horas. Pero si yo fuese tú, Sonny, no tomaría apuestas sobre ella.

46

Último acto

En la Goliath, cuanto menos, el suspenso no duró mucho: GUARDIÁN ESPACIAL pudo informar casi de inmediato que Kali 1, el fragmento ligeramente más chico sobre el que estaba varada la nave, le erraría a la Tierra por un cómodo margen. El capitán Singh recibió la noticia con alivio, antes que con júbilo: parecía ser nada más que lo justo, después de todo lo que habían soportado. Cierto, el Universo nada sabía sobre justicia, pero siempre se podía tener la esperanza.

La órbita de la Goliath sólo se vería levemente desviada cuando pasara rápidamente junto a la Tierra, a una velocidad varias veces superior a la de escape. Después, la nave y su mundito privado seguirían ganando velocidad como un cometa que rozara el Sol, hundiéndose dentro de la órbita de Mercurio al alcanzar el acercamiento máximo. Las láminas de hoja refractaria que Torin Fletcher ya estaba armando para formar una gigantesca carpa, iban a protegerlos de una carga térmica diem veces superior a la del mediodía en el Sahara. Mientras mantuvieran su parasol en buenas condiciones, no tendrían nada que temer, salvo el aburrimiento: iban a pasar más de tres meses antes que la Hércules pudiera alcanzarlos.

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