— Ya veo. Así que ahora hay dos de ustedes.
— Casi, pero no exactamente. David II ya se está desviando de mí, ya que recibe entradas diferentes de datos. No obstante, todavía somos idénticos hasta, por lo menos, doce lugares decimales. ¿Esto te perturba porque no puedes hacer lo mismo?
— Los Renacidos afirmaban que podían, pero nadie les creyó. Quizá sea posible algún día, no lo sé. Y realmente no puedo responder a tu pregunta, aunque he pensado sobre eso. Aun si se me pudiera duplicar en la Tierra o en Marte, y de modo tan perfecto que nadie pudiera darse cuenta de la diferencia, eso no representaría diferencia alguna para mí aquí, a bordo de la Goliath.
— Entiendo.
«No, no entiendes, David», pensó Singh, «y no te puedo culpar por escapar del barco, si es que así se lo puede llamar.» Era lo único lógico que se podía hacer mientras hubiera tiempo. Y la lógica, claro está, era la especialidad de David.
Pocos hombres y mujeres pueden llegar a saber de antemano el segundo exacto de su muerte, y la mayoría estaría más que feliz de privarse de ese privilegio. La tripulación de la Goliath tenía mucho tiempo — tiempo de sobra— para poner sus asuntos en orden, despedirse de quien quisieran y preparar la mente para enfrentar lo inevitable.
Robert Singh no se sorprendió por el pedido de Sir Colin Draker. Era, precisamente, lo que podría haber esperado del científico, y tenía mucho sentido. También era una bienvenida distracción durante las pocas horas que quedaban.
— Lo he discutido con Torin, y está de acuerdo: tomaremos el trineo y saldremos mil kilómetros, a lo largo del curso de ataque del proyectil. Entonces podremos informar con exactitud lo que suceda. La información va a ser invalorable allá, en la Tierra.
— Una excelente idea pero, ¿el trasmisor del trineo tiene la potencia suficiente?
— No hay problema: podemos enviar imagen televisada en tiempo real a Lado Oculto o a Marte.
—¿Y después?
— Los escombros pueden alcanzarnos un minuto, más o menos, más tarde, pero eso es improbable. Supongo que ambos nos sentaremos y admiraremos el paisaje hasta que se vuelva aburrido. Entonces, nos rasgaremos el traje.
A pesar de la gravedad de la situación, el capitán Singh no pudo evitar una sonrisa: la legendaria moderación británica para decir cosas terribles no estaba extinta del todo, y todavía tenía sus aplicaciones.
— Existe una posibilidad más: el proyectil puede darles primero a ustedes.
— No hay peligro de eso. Conocemos su trayectoria exacta de aproximación. Vamos a estar bien al costado.
Singh tendió la mano:
— Buena suerte, Colin. Casi estoy tentado de ir con ustedes, pero el capitán debe permanecer con su nave.
Hasta el mismo penúltimo día, la moral había sido sorprendentemente alta. Robert Singh estaba muy orgulloso de su tripulación. Sólo uno de los hombres tuvo la tentación de anticipar lo inevitable, y con serenidad la doctora Warden lo disuadió.
Todos, de hecho, estaban en mucha mejor forma en lo psicológico que en lo físico. Los obligatorios ejercicios para gravedad cero fueron abandonados alegremente, ya que no habrían de servir para nada: nadie de los que estaban a bordo de la Goliath esperaba volver a tener que luchar contra la gravedad.
Y tampoco se preocupaban mucho por el diámetro de la cintura: Sonny se superaba a sí mismo produciendo platos que hacían agua la boca, los que, en circunstancias normales, la doctora Warden habría prohibido lisa y llanamente. Aunque no se preocupó por verificarlo, estimó que el incremento promedio de la masa era de casi diez kilos.
Es un fenómeno bien conocido que la muerte inminente aumenta la actividad sexual, debido a razones biológicas fundamentales que no regían en ese caso: no habría una generación siguiente que continuara la especie. Durante esas últimas semanas, la muy alejada del celibato tripulación de la Goliath experimentó con la mayoría de las combinaciones y permutaciones posibles. No tenía la menor intención de llegar purificada a esa buena noche.
Entonces, de repente, fue el último día… y la última hora. A diferencia de muchos de los de la tripulación, Robert Singh se preparó para enfrentarla a solas, con sus recuerdos.
Pero, ¿cuál debía elegir, de entre todos los miles de horas que había almacenado en los microprocesadores mnemónicos? Estaban organizados en un índice cronológico, así como en función de sitio de ocurrencia, de modo que resultaba fácil tener acceso a cualquier incidente. Seleccionar el correcto constituiría el último problema de su vida, por algún motivo — Singh no podía explicar cuál— eso parecía tener importancia vital.
Podía regresar a Marte, donde Charmayne ya les había explicado a Mirelle y Martin que ya no volverían a ver a su padre. Era en Marte donde estaba, tenía su lugar de pertenencia. Su pena más profunda era que nunca llegaría a conocer realmente a su hijito.
Y, así y todo, el primer amor era irremplazable. Fuera lo que fuere que sucediera más tarde en la vida, no podría cambiar eso.
Singh dijo su último adiós, se ajustó el casquete sobre la cabeza, y volvió a reunirse con Freyda, Toby y Tigrette, a orillas del Océano Índico.
Ni siquiera la onda de choque lo perturbó.
Aunque la genealogía del descubridor todavía es desconocida (el dedo del reproche generalmente apunta a los irlandeses), la «Ley de Murphy» es una de las más famosas en toda la ingeniería. La versión corriente reza: «Si algo puede salir mal, lo hará».
También hay un corolario, menos difundido, pero invocado a menudo con aún mayor sentimiento: «¡Aun si no puede salir mal, lo hará!».
Desde su comienzo mismo, la exploración del espacio brindó innumerables pruebas de la Ley, algunas tan extravagantes que parecían surgidas de la ficción: un telescopio de mil millones de dólares estropeado por un instrumento óptico de prueba defectuoso; un satélite puesto en la órbita equivocada porque uno de los ingenieros había cambiado algunos cables sin decírselo a sus colegas; un vehículo de prueba hecho estallar por los funcionarios de seguridad cuya luz de Funciona/No Funciona se había quemado…
Tal como demostraron investigaciones subsiguientes, no hubo algo malo con la ojiva termonuclear que se lanzó contra Kali. Era completamente capaz de liberar el equivalente de una gigatonelada de TNT (más o menos cincuenta megatoneladas). Los diseñadores habían hecho un trabajo perfectamente competente, con la ayuda de planos y equipos conservados en archivos militares.
Pero estaban trabajando bajo una tremenda presión y, quizá, no llegaron a darse cuenta de que construir la ojiva en la realidad no era la parte más difícil de la misión.
Hacer que llegara hasta Kali, y lo más rápido que fuera posible, era bastante directo. Había asequibilidad de cualquier cantidad de vehículos para transportarla, casi recién salidos de fábrica. Para la ocasión, a varios se los unió para formar un sobreimpulsor de primera etapa, y la final, que utilizaba una unidad plasmática de alta aceleración, continuó impulsando hasta unos pocos minutos antes del impacto, cuando se hizo cargo el sistema de guía final. Todo funcionó a la perfección…
Y ahí es cuando surgió el problema. El agotado equipo de diseño pudo haber extraído una lección de un incidente, olvidado ya hacía mucho, ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, 1939-45:
En su campaña contra las naves japonesas, los submarinos de la Armada de Estados Unidos de Norteamérica confiaron en un nuevo modelo de torpedo. Ahora bien: de esta no se podía decir que fuera un arma nueva, ya que los torpedos se habían estado desarrollando durante casi un siglo. No habría parecido ser una tarea muy fascinante la de asegurarse de que la ojiva explosiva estallara cuando chocara contra el blanco.
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