No, pensó. La pesadilla sólo acababa de empezar.
Oleadas de shock y náusea la atravesaron. El extraño aturdimiento que se había apoderado de su mente a lo largo de toda la noche empezaba a desaparecer. Al cabo de horas de disociación mental, empezaba a comprender de nuevo los esquemas de las cosas, juntar un acontecimiento más otro más otro y comprender su significado. Pensó en el campus en ruinas, y en las llamas que se elevaban por encima de la distante ciudad. En los locos que vagaban por todas partes, en el caos, en la devastación.
Balik. La fea sonrisa en su rostro cuando intentaba manosearla. Y la expresión de desconcierto cuando ella le golpeó.
Hoy he matado a un hombre, pensó Siferra, entre el asombro y el desánimo. Yo. ¿Cómo puedo haber hecho una cosa así?
Empezó a temblar. El horrible recuerdo marchitó su mente: el sonido que había hecho el palo cuando le golpeó, la forma en que Balik trastabilló hacia atrás, los otros golpes, la sangre, el retorcido ángulo de su cabeza. El hombre con el cual había trabajado durante año y medio, cavando pacientemente en las ruinas de Beklimot, caído como un animal en el matadero bajo sus mortíferos golpes. Y su absoluta calma mientras permanecía de pie sobre él después…, su satisfacción por el hecho de haber impedido que la siguiera molestando. Ésa era quizá la parte más horrible de todo.
Entonces Siferra se dijo que el hombre al que había matado no era Balik, sino sólo un loco que se había alojado dentro del cuerpo de Balik, con los ojos salvajes y la boca babeante mientras tendía sus garras hacia ella y la manoseaba. Como tampoco ella había sido realmente Siferra cuando dejó caer aquel palo, sino una Siferra fantasma, una Siferra onírica, caminando sonámbula por entre los horrores del amanecer.
Ahora, pensó, la cordura regresaba. Ahora todo el impacto de los acontecimientos de la noche estaba asentándose en ella. No sólo la muerte de Balik —no permitiría sentirse culpable por ello—, sino la muerte de toda una civilización.
Oyó voces en la distancia, en la dirección del campus. Voces densas, bestiales, las voces de aquellos cuyas mentes habían sido destruidas por las Estrellas y nunca volverían a ser completos. Buscó su palo. ¿También lo había perdido, en su frenética huida a través del vivero? No. No, ahí estaba. Siferra lo aferró y se puso en pie.
El bosque pareció hacerle señas. Se volvió y echó a correr hacia sus frías y oscuras frondas.
Y siguió corriendo mientras tuvo fuerzas.
¿Qué otra cosa podía hacer excepto seguir corriendo? Corriendo. Corriendo.
Era última hora de la tarde del tercer día desde el eclipse. Beenay caminaba cojeando por la tranquila carretera comarcal que conducía al Refugio, avanzando lenta y cuidadosamente, mirando a su alrededor en todas direcciones. Había tres soles brillando en el cielo, y las Estrellas habían regresado hacía tiempo a su ancestral oscuridad. Pero el mundo había cambiado irrevocablemente en esos tres días. Y también Beenay.
Éste era el primer día completo de poder de razonamiento restablecido del joven astrónomo. No tenía una idea clara de lo que había estado haciendo los dos días anteriores. Todo el período era una simple bruma, puntuada por los amaneceres y los ocasos de Onos, con otros soles vagando a través del cielo de tanto en tanto. Si alguien le hubiera dicho que éste era el cuarto día desde la catástrofe, o el quinto, o el sexto, Beenay no hubiera sido capaz de mostrarse en desacuerdo.
Le dolía la espalda, su pierna izquierda era una masa de magulladuras, y había arañazos incrustados en sangre a lo largo de todo un lado de su cara. Sentía dolores por todo el cuerpo, aunque el dolor de las primeras horas había cedido paso ahora a otros dolores más sordos de media docena de clases distintas que irradiaban desde diferentes partes de él.
¿Qué le había ocurrido? ¿Dónde había estado?
Recordaba la batalla en el observatorio. Deseaba poder olvidarla. Aquella aullante horda de loca gente de la ciudad derribando la puerta… Un puñado de Apóstoles con sus hábitos iban con ellos, pero principalmente eran tan sólo gente ordinaria, probablemente gente buena, simple, aburrida, que había pasado toda su vida haciendo las cosas buenas, simples y aburridas que mantienen en funcionamiento una civilización. Ahora, de pronto, la civilización había dejado de funcionar, y toda aquella agradable gente ordinaria se había visto transformada en un parpadeo en bestias furiosas.
El momento en que entraron…, qué terrible había sido. Aplastando las cámaras que acababan de registrar los inapreciables datos del eclipse, arrancando el tubo del gran solarscopio del techo del observatorio, alzando los terminales de ordenador por encima de sus cabezas y estrellándolos contra el suelo…
¡Y Athor alzándose como un semidiós por encima de ellos, ordenándoles que se marcharan…! Había sido lo mismo que ordenarles a las mareas del océano que dieran la vuelta y se alejaran.
Beenay recordaba haberle implorado a Athor que se fuera con él, que huyera mientras aún había una posibilidad.
—¡Suéltame, joven! —había rugido Athor, casi como si no le reconociera—. ¡Quite sus manos de mí, señor! —Y entonces Beenay se había dado cuenta de lo que hubiera debido ver antes: que Athor se había vuelto loco, y que la pequeña parte de la mente de Athor que aún era capaz de funcionar racionalmente ansiaba la muerte. Lo que quedaba de Athor había perdido toda voluntad de vivir…, de seguir adelante en el terrible nuevo mundo de barbarie poscataclismo. Eso era lo más trágico de todo, pensó Beenay: la destrucción de la voluntad de vivir de Athor, la impotente rendición del gran astrónomo frente al holocausto de la civilización.
Y luego…, la huida del observatorio. Eso era lo último que recordaba Beenay con un cierto grado de confianza: mirar hacia atrás, a la sala principal del observatorio, mientras Athor desaparecía bajo un grupo de amotinados, luego volverse y cruzar a toda prisa una puerta lateral, bajar por la escalera de incendios, ir por la parte de atrás hasta el apareamiento…
Donde las Estrellas le aguardaban en toda su terrible majestad.
Con lo que más tarde se había dado cuenta de que era una sublime inocencia, o una absoluta confianza en sí mismo que rozaba la arrogancia, Beenay había subestimado totalmente su poder. En el observatorio, en el momento de su aparición, había estado demasiado preocupado con su trabajo para ser vulnerable a su fuerza: simplemente las había anotado como un suceso notable, para ser examinado con detalle cuando tuviera un momento libre, y luego había seguido con lo que estaba haciendo. Pero ahí fuera, bajo la despiadada bóveda del cielo abierto, las Estrellas le habían golpeado con todo su poder.
Se sintió abrumado por su visión. La implacable y fría luz de aquellos miles de soles descendió sobre él y le derribó abyectamente de rodillas. Se arrastró por el suelo, ahogado por el miedo, inspirando el aire en grandes y temblorosos jadeos. Sus manos se estremecían febrilmente, su corazón palpitaba, ríos de sudor corrían por su ardiente rostro. Cuando algún jirón del científico que había sido le motivaba lo suficiente como para volver su rostro hacia el colosal resplandor encima de su cabeza, a fin de poder examinar y analizar y registrar, se veía impulsado a ocultar los ojos tras sólo uno o dos segundos de contemplación.
Eso podía recordarlo: la lucha para mirar las Estrellas, su fracaso, su derrota.
Después de eso, todo era impreciso. Un día o dos, suponía, de vagar por el bosque. Voces en la distancia, risas cacareantes, secos y discordantes cantos. Crepitantes fuegos en el horizonte; el amargo olor del humo por todas partes. Arrodillarse para hundir el rostro en un arroyo, fría y rápida agua deslizándose por su mejilla. Verse rodeado por un pequeño núcleo de animales —no salvajes, decidió más tarde Beenay, sino animales de compañía que habían escapado de sus hogares— y gritarles aterrado como si tuvieran intención de hacerle pedazos.
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