Isaac Asimov - Anochecer

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El planeta Kalgash está al borde del caos, pero solo unas pocas personas se han dado cuenta de ello. Kalgash conoce únicamente la luz diurna perpetua, pues durante más de dos milenios la combinación de sus seis soles ha iluminado el cielo. Sin embargo, ahora empieza a reinar la oscuridad. Pronto se pondrán todos los soles, y el terrible esplendor del anochecer desencadenará una locura que marcará el final de la civilización. Anochecer , novela basada en un relato escrito por Asimov en 1941, permite al lector experimentar el cataclismo que sobrevendrá sobre Kalgash a través de los ojos de un periodista, un astrónomo, un arqueólogo, un psicólogo y un fanático religioso.

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—Sólo el más rápido de los atisbos —dijo Sheerin, un poco tristemente—. Luego fui a ocultarme… Mira, muchacho, tenemos que salir de este lugar.

—Me gustaría intentar hallar a Faro primero.

—Si está bien, estará fuera. Si no está, no hay nada que puedas hacer por él.

—Pero si está debajo de uno de esos montones…

—No —dijo Sheerin—. No puedes estar hurgando entre toda esa gente. Todavía están aturdidos, pero si les provocas no hay forma de decir lo que pueden hacer. Lo más seguro es salir de aquí. Voy a intentar llegar al Refugio. Si eres listo, vendrás conmigo.

—Pero Faro…

—Muy bien —dijo Sheerin con un suspiro—. Busquemos a Faro. O a Beenay, o a Athor, o a Theremon, a todos los demás.

Pero fue inútil. Durante quizá diez minutos rebuscaron entre los montones de gente muerta, inconsciente y semiinconsciente del vestíbulo; pero ninguno de ellos era de la universidad. Sus rostros eran impresionantes, horriblemente distorsionados por el miedo y la locura. Algunos se agitaban cuando eran importunados, o empezaban a echar espuma por la boca y a murmurar de una forma horrible. Uno agarró el hacha de Sheerin e intentó arrebatársela, y Sheerin tuvo que utilizar el mango para apartarlo. Era imposible subir la escalera a los niveles superiores del edificio; estaba bloqueada por los cuerpos, y había yeso roto por todas partes. Lagunas de lodosa agua se habían acumulado en el suelo. El duro y penetrante olor del humo era intolerable.

—Tiene razón —dijo finalmente Yimot—. Será mejor que nos vayamos.

Sheerin abrió camino y salió a la luz del sol. Tras las horas que acababan de transcurrir, el dorado Onos era la visión más bienvenida de todo el universo, aunque el psicólogo descubrió que sus ojos no estaban acostumbrados a tanta luz después de las largas horas de Oscuridad. La sensación le golpeó con una fuerza casi tangible. Durante unos breves momentos después de salir permaneció de pie parpadeando, aguardando a que sus ojos se readaptaran. Al cabo de un tiempo fue capaz de ver, y jadeó ante lo que vio.

—Es horrible —murmuró Yimot.

Más cuerpos. Locos vagando en círculos, cantando para sí mismos. Vehículos quemados al lado de la carretera. Arbustos y árboles arrancados y hechos pedazos como por ciegas fuerzas monstruosas. Y, allá en la distancia, un sobrecogedor manto de humo amarronado que se alzaba por encima de las torres de Ciudad de Saro.

Caos, caos, caos.

—Así que éste es el aspecto del fin del mundo —dijo Sheerin en voz baja—. Y aquí estamos nosotros, tú y yo. Supervivientes.—Se echó a reír con amargura—. Vaya pareja formamos. Yo llevo encima cincuenta kilos de más en torno a la cintura y a ti te faltan cincuenta kilos. Pero aquí estamos. Me pregunto si Theremon consiguió salir de aquí vivo. Si alguien lo hizo, tiene que ser él. Pero no hubiera apostado mucho sobre tú o yo. El Refugio está a medio camino entre Ciudad de Saro y el observatorio. Deberíamos llegar allí en media hora o así, si no nos encontramos con ningún problema. Toma esto.

Recogió un grueso palo gris que había en el suelo al lado de uno de los amotinados caídos y se lo lanzó a Yimot, que lo cogió torpemente en el aire y lo miró como si no tuviera la menor idea de lo que podía ser.

—¿Qué he de hacer con él? —preguntó al fin.

—Finge que lo usarás para hundir el cráneo de cualquiera que nos moleste —dijo Sheerin—. Del mismo modo que yo finjo que usaré esa hacha si es necesario para defenderme. Y, si es necesario, lo haré. Es un nuevo mundo éste que hay ahí fuera, Yimot. Vamos. Y mantente alerta mientras avanzamos.

30

La Oscuridad estaba aún sobre el mundo, las estrellas seguían bañando Kalgash con sus diabólicos ríos de luz, cuando Siferra 89 salió tambaleante del destripado edificio del observatorio. Pero el débil resplandor rosado del amanecer estaba asomando ya por el horizonte oriental, el primer signo de esperanza de que los soles podían regresar al cielo.

Se detuvo de pie en el césped del observatorio, con las piernas ligeramente abiertas, la cabeza echada hacia atrás, y llenó profundamente de aire sus pulmones.

Su mente estaba entumecida. No tenía la menor idea de cuántas horas habían transcurrido desde que el cielo se había vuelto oscuro y las Estrellas habían entrado en erupción ofreciéndose a la vista de todos como un millón de trompetas. Durante toda la noche había vagado por los pasillos del observatorio en medio de una bruma, incapaz de hallar la salida, luchando con los locos que hormigueaban por todos lados a su alrededor. Que ella se hubiera vuelto loca también no era algo que se hubiera parado a pensar. Lo único que ocupaba su mente era la supervivencia: apartar las manos que se aferraban a ella; parar los oscilantes palos dirigidos a ella con golpes del palo que había recogido de un hombre caído; evitar las repentinas y chillantes estampidas de los maníacos que recorrían los pasillos cogidos del brazo en grupos de seis u ocho, pisoteándolo todo en su camino.

Tenía la impresión de que había un millón de habitantes de la ciudad sueltos por el observatorio. Se volviera hacia donde se volviera sólo veía rostros distendidos, ojos desorbitados, bocas abiertas, lenguas colgantes, dedos engarfiados en monstruosas garras.

Lo estaban destruyendo todo. No tenía la menor idea de dónde estaba Beenay, o Theremon. Recordaba vagamente haber visto a Athor en medio de diez o veinte aullantes rufianes, con su densa melena de blanco pelo alzándose sobre ellos…, y luego haberle visto desaparecer, barrido hacia abajo por el tumulto.

Más allá de eso Siferra no recordaba nada muy claramente. Durante todo el eclipse había vagado de un lado para otro, subiendo por un pasillo y bajando por el siguiente, como una rata atrapada en un laberinto. Nunca se había familiarizado realmente con la disposición del observatorio, pero salir del edificio no hubiera debido resultar difícil para ella…, si hubiera estado cuerda. Ahora, sin embargo, con las Estrellas llameándole ferozmente desde cada ventana, era como si le hubieran clavado un punzón para el hielo directamente a través del cerebro. No podía pensar. No podía pensar. No podía pensar. Todo lo que podía hacer era correr de un lado para otro, apartando babeantes y tambaleantes locos, abriéndose paso a codazos por entre apiñamientos de harapientos desconocidos, buscando desesperada, ineficaz y fútilmente alguna de las salidas principales. Y así siguió, hora tras hora, como si estuviera atrapada en un sueño que nunca iba a terminar.

Ahora, al fin, estaba fuera. No sabía cómo había llegado allí. De pronto había hallado una puerta frente a ella, al extremo de un pasillo que estaba segura de haber cruzado un millar de veces antes. La empujó, y se abrió, y un frío chorro de aire fresco la golpeó, y la cruzó tambaleante.

La ciudad ardía. Vio las llamas muy lejos, una brillante mancha roja y furiosa contra el fondo negro del cielo.

Oyó gritos, sollozos, locas risas por todos lados.

Allá delante, un poco más abajo en la ladera de la colina, algunos hombres estaban derribando ciegamente un árbol…, tirando de sus ramas, tensándose ferozmente, arrancando sus raíces del suelo a pura fuerza. No pudo adivinar por qué. Probablemente ellos tampoco.

En el aparcamiento del observatorio, otros hombres estaban volcando coches. Siferra se preguntó si uno de aquellos coches podía ser el suyo. No podía recordarlo. No podía recordar mucho de nada. Recordar su nombre le obligaba a efectuar un esfuerzo.

—Siferra —dijo en voz alta—. Siferra 89. Siferra 89.

Le gustó su sonido. Era un buen nombre. Había sido el nombre de su madre…, o de su abuela, quizá. En realidad no estaba segura.

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