Isaac Asimov - Anochecer

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El planeta Kalgash está al borde del caos, pero solo unas pocas personas se han dado cuenta de ello. Kalgash conoce únicamente la luz diurna perpetua, pues durante más de dos milenios la combinación de sus seis soles ha iluminado el cielo. Sin embargo, ahora empieza a reinar la oscuridad. Pronto se pondrán todos los soles, y el terrible esplendor del anochecer desencadenará una locura que marcará el final de la civilización. Anochecer , novela basada en un relato escrito por Asimov en 1941, permite al lector experimentar el cataclismo que sobrevendrá sobre Kalgash a través de los ojos de un periodista, un astrónomo, un arqueólogo, un psicólogo y un fanático religioso.

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—¿Siferra? —llamó de nuevo.

Algo terrible había ocurrido. Eso le resultaba muy claro, aunque muy poca cosa más lo era. Se acuclilló de nuevo y apretó las manos contra sus sienes. Los fragmentos de memoria al azar que habían estado revoloteando por su cabeza se movían más lentamente ahora, ya no se dedicaban a una frenética danza: habían empezado a flotar de una forma más reposada, como icebergs a la deriva en el Gran Océano del Sur. Si tan sólo pudiera conseguir que algunos de esos derivantes fragmentos se unieran…, obligarles a formar un esquema que tuviera un poco de sentido…

Revisó lo que ya había conseguido reconstruir. Su nombre. El nombre de la ciudad. Los nombres de los seis soles. El periódico. Su apartamento.

La última tarde…

Las Estrellas…

Siferra… Beenay… Sheerin… Athor… Nombres…

Bruscamente, las cosas empezaron a formar conexiones en su mente.

Los fragmentos de recuerdos de su pasado inmediato empezaron al fin a reagruparse. Pero al principio nada tuvo todavía ningún sentido real, porque cada pequeño racimo de recuerdos era algo independiente en sí mismo, y él era incapaz de ponerlos en ningún tipo de orden coherente. Cuanto más lo intentaba, más confuso se volvía todo de nuevo. Una vez comprendió eso, abandonó la idea de intentar forzar nada.

Simplemente relájate, se dijo a sí mismo. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Se dio cuenta de que había sufrido algún tipo de gran herida en su mente. Aunque no notaba hematomas, ningún bulto en la parte de atrás de su cabeza, sabía que tenía que estar herido de alguna forma. Todos sus recuerdos se habían visto cortados en un millar de fragmentos como por una espada vengativa, y los fragmentos habían sido mezclados y dispersados como las piezas de algún desconcertante rompecabezas. Pero parecía estar sanando de un momento a otro. De un momento a otro la fortaleza de su mente, la fortaleza de la entidad que era Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro, se estaba fortaleciendo, recomponiéndose.

Permanece tranquilo. Aguarda. Deja que todo ocurra de una forma natural.

Efectuó una profunda inspiración, retuvo el aliento, luego lo expelió poco a poco. Inspiró de nuevo. Retén, suelta. Inspira, retén, suelta. Inspira, retén, suelta.

Vio con el ojo de su mente el interior del observatorio. Ahora recordaba. Era por la tarde. En el cielo sólo había el pequeño sol rojo…, Dovim, ése era su nombre. Aquella mujer alta: Siferra. Y el hombre gordo era Sheerin, y el joven delgado y ansioso era Beenay, y el furioso viejo con la melena patriarcal de pelo blanco era el gran y famoso astrónomo, el jefe del observatorio… ¿Ithor? ¿Uthor? Athor, sí. Athor.

Y el eclipse se acercaba. La Oscuridad. Las Estrellas.

Oh, sí. Sí. Todo fluía junto ahora. Los recuerdos regresaban. La turba fuera del observatorio, conducida por fanáticos con hábitos negros: los Apóstoles de la Llama, así se hacían llamar. Y uno de los fanáticos había estado dentro del observatorio. Folimun se llamaba. Folimun 66.

Recordaba.

El momento de la consumación del eclipse. El repentino y completo descenso de la noche. El mundo entrando en la Cueva de la Oscuridad.

Las Estrellas…

La locura…, los gritos…, la turba…

Theremon se encogió ante el recuerdo. Las hordas de enloquecida y aterrada gente de Ciudad de Saro derribando las pesadas puertas, penetrando en el observatorio, pisoteándose entre sí en su precipitación por destruir los blasfemos instrumentos científicos y los blasfemos científicos que negaban la realidad de los dioses…

Ahora que los recuerdos acudían fluyendo de vuelta, casi deseó no haberlos recapturado. El shock que había sentido en el primer momento al ver la brillante luz de las Estrellas…, el dolor que había entrado en erupción dentro de su cráneo…, los extraños y horribles estallidos de fría energía que recorrieron su campo de visión. Y luego la llegada de la turba…, aquel momento de frenesí…, la lucha por escapar…, Siferra a su lado, y Beenay muy cerca, y luego la turba rodeándoles como un río salido de cauce, separándoles, empujándoles en direcciones opuestas…

Por su mente cruzó un último atisbo del viejo Athor, con los ojos brillantes y velados por el salvajismo de la completa locura, de pie mayestático sobre una silla, ordenando furioso a los intrusos que salieran del edificio, como si él fuera no simplemente el director del observatorio sino su rey. Y Beenay de pie a su lado, tirando del brazo de Athor, urgiendo al hombre para que huyera. Luego la escena se disolvió. Ya no estaba en la gran estancia. Theremon se vio a sí mismo barrido por el pasillo, arrastrándose por la escalera, buscando a Siferra a su alrededor, buscando a alguien a quien conociera…

El Apóstol, el fanático, Folimun 66, apareciendo de pronto ante él, bloqueando su camino en medio del caos. Riendo, tendiéndole una mano en un gesto burlón de falsa amistad. Luego Folimun había desaparecido también de su vista, y Theremon siguió frenético hacia delante, descendiendo por la escalera de caracol, tropezando y tambaleándose, trepando sobre gente de la ciudad tan apiñada en la planta baja que era incapaz de moverse. Y fuera del edificio, de algún modo. Una Oscuridad que ya no era Oscuridad, porque todo estaba iluminado ahora por el terrible, aborrecido, impensable resplandor frío de aquellos miles de despiadadas Estrellas que llenaban el cielo.

No había forma de ocultarse de ellas. Aunque cerraras los ojos veías su aterradora luz. La simple Oscuridad no era nada comparada con la implacable presión de esa bóveda de increíble resplandor que ocupaba todo el cielo, una luz tan brillante que resonaba en el cielo como un trueno.

Theremon recordó haber tenido la sensación como si el cielo, Estrellas incluidas, estuviera a punto de desplomarse sobre él. Se había arrodillado y cubierto la cabeza con las manos, pese a lo fútil que sabía que era aquel gesto. Recordaba también el terror a todo su alrededor, la gente corriendo de un lado para otro, los gritos, los llantos. Los fuegos de la resplandeciente ciudad se elevaban altos sobre el horizonte. Y, por encima de todo ello, aquellas martilleantes oleadas de miedo que descendían del cielo, de las implacables Estrellas que habían invadido el mundo.

Eso era todo. Después sólo había vacío, un completo vacío, hasta el momento de su despertar, cuando había alzado la vista para hallar a Onos en el cielo de nuevo, y había empezado a recomponer los fragmentos y jirones de su mente.

Soy Theremon 762, se dijo de nuevo. Vivía en Ciudad de Saro y escribía una columna para el periódico.

Ahora ya no había Ciudad de Saro. Ya no había periódico.

El mundo había llegado a su final. Pero él seguía con vida, y su cordura, esperaba, estaba regresando.

¿Y ahora qué? ¿Adónde ir?

—¿Siferra? —llamó.

Nadie respondió. Echó a andar de nuevo colina abajo, arrastrando los pies, más allá de los árboles rotos, más allá de los coches volcados y quemados, más allá de los dispersos cuerpos. Si éste es el aspecto aquí en el campo, se dijo, ¿cómo será en la ciudad?

Dios mío —pensó de nuevo—. ¡Todos vosotros, dioses! ¿Qué nos habéis hecho?

29

A veces la cobardía tiene sus ventajas, se dijo Sheerin mientras descorría el cerrojo de la puerta del almacén en el sótano del observatorio donde había pasado el tiempo de Oscuridad. Todavía se sentía tembloroso, pero no había la menor duda de que seguía cuerdo. Tan cuerdo como había estado antes, al menos.

Todo parecía tranquilo ahí fuera. Y, aunque el almacén no tenía ventanas, había conseguido filtrarse la suficiente luz a través de un pequeño enrejado muy arriba en una de las paredes como para sentirse bastante confiado de que había llegado la mañana, de que los soles estaban de nuevo en el cielo. Quizá la locura había pasado ya. Quizá fuera seguro salir.

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