—Siferra 89 —dijo de nuevo—. Soy Siferra 89.
Intentó recordar su domicilio. No. Un conjunto de números sin significado.
—¡Mira las Estrellas! —gritó una mujer al pasar corriendo por su lado—. ¡Mira las Estrellas y muere!
—No —respondió Siferra con voz tranquila—. ¿Por qué debería desear morir?
Pero miró las Estrellas de todos modos. Ya casi se había acostumbrado a ellas ahora. Eran como luces muy brillantes muy brillantes, tan juntas unas de otras en el cielo que parecían fundirse, formar una sola masa de resplandor, como una especie de brillante capa que hubiera sido echada encima del cielo. Después de mirar durante más de uno o dos segundos seguidos creyó que podía individualizar puntos de luz, más brillantes que los de su alrededor, pulsando con un extraño vigor. Pero todo lo más que pudo conseguir fue mirar durante cinco o seis segundos, luego la fuerza de toda aquella pulsante luz la abrumó e hizo que le hormigueara el cuero cabelludo y le ardiera el rostro, y tuvo que bajar la cabeza y restregarse con los dedos el ardiente lugar de intenso y pulsante dolor entre sus ojos.
Atravesó el apareamiento, ignorando el frenesí a todo su alrededor, y emergió en el otro lado, donde una carretera pavimentada recorría un saliente en el flanco del Monte del Observatorio. Desde alguna región que aún funcionaba de su mente le llegó la información de que ésta era la carretera que conducía del observatorio a la parte principal del campus de la universidad. Allá arriba, Siferra podía ver ahora algunos de los edificios más altos de la universidad.
Las llamas danzaban en los tejados de algunos de ellos. El campanario ardía, y el teatro, y el Salón de Archivo de Investigaciones.
Hubieras debido salvar las tablillas, dijo una voz dentro de su mente que reconoció como la suya.
¿Tablillas? ¿Qué tablillas?
Las tablillas de Thombo.
Oh. Sí, por supuesto. Ella era arqueóloga, ¿no? Sí. Sí. Y lo que hacían los arqueólogos era excavar en busca de cosas antiguas. Ella había estado excavando en un lugar muy lejano. ¿Sagimot? ¿Beklikan? Algo así. Y había encontrado unas tablillas, textos prehistóricos. Cosas antiguas, cosas arqueológicas. Cosas muy importantes. En un lugar llamado Thombo.
¿Cómo lo estoy haciendo?, se preguntó.
Y ella misma se dio la respuesta: Lo estas haciendo muy bien.
Sonrió. Se sentía mejor a cada momento. Era la rosada luz del amanecer sobre el horizonte la que la estaba sanando, pensó. Se acercaba la mañana: el sol, Onos, entraba en el cielo. A medida que Onos se alzaba las Estrellas se fueron haciendo menos brillantes, menos aterradoras. Se estaban desvaneciendo aprisa. Las del este apenas podían verse ante la creciente fuerza de Onos. Incluso en el lado opuesto del cielo, donde la Oscuridad reinaba todavía y las Estrellas se arracimaban como peces en un estanque, parte de la intensidad de su formidable fulgor empezaba a ceder. Ahora podía mirar al cielo durante varios momentos consecutivos sin que su cabeza empezara a pulsar dolorosamente. Y se sentía menos confusa. Ahora recordaba con claridad dónde vivía, y dónde trabajaba, y qué había estado haciendo la tarde antes.
En el observatorio…, con sus amigos los astrónomos que habían predicho el eclipse…
El eclipse…
Eso era lo que había estado haciendo, se dio cuenta. Aguardar el eclipse. La Oscuridad. Las Estrellas.
Sí. Las Llamas, pensó Siferra. Y allí estaban. Todo había ocurrido según lo previsto. El mundo estaba ardiendo, como había ardido tantas veces antes…, puesto en llamas no por la mano de los dioses, no por el poder de las Estrellas, sino por hombres y mujeres ordinarios, enloquecidos por las Estrellas, lanzados a un pánico desesperado que les urgía a restablecer la luz del día normal por cualquier medio que pudieran encontrar.
Pese al caos a todo su alrededor, sin embargo, permaneció tranquila. Su dañada mente, entumecida, estupefacta, era incapaz de responder por completo al cataclismo que había traído consigo la Oscuridad. Siguió caminando y caminando, carretera abajo, hasta el cuadrángulo principal del campus, pasando escenas de horripilante devastación y destrucción, y no sintió ningún shock, ningún pesar por lo que se había perdido, ningún temor ante los tiempos difíciles que se abrían allá delante. Su mente todavía no estaba restablecida lo suficiente para tales sentimientos. Era una observadora pura, tranquila, desprendida. El llameante edificio de allá delante, sabía, era la nueva biblioteca de la universidad que ella había ayudado a planificar. Pero su visión no agitó ninguna emoción en ella. Igual hubiera podido estar cruzando algún emplazamiento de dos mil años de antigüedad cuyo destino no era más que un estrato de materia cortada y seca sin más finalidad que el registro histórico. Nunca se le hubiera ocurrido llorar encima de unas ruinas de dos mil años. Como tampoco se le ocurría llorar ahora, mientras la universidad ardía a todo su alrededor.
Estaba en el centro del campus ahora, siguiendo senderos familiares. Algunos de los edificios estaban en llamas, otros no. Giró a la izquierda, como una sonámbula, más allá del edificio administrativo, a la derecha en el gimnasio, a la izquierda de nuevo en Matemáticas, y zigzagueó más allá de Geología y Antropología hasta su propio cuartel general, Arqueología. La puerta delantera estaba abierta. Entró.
El edificio parecía casi intacto. Algunas de las vitrinas de exposición en el vestíbulo estaban rotas, pero no por saqueadores, puesto que todos los artefactos parecían estar todavía allí. La puerta del ascensor había sido arrancada de sus goznes. El tablero de avisos al lado de la escalera estaba en el suelo. Por lo demás, todo parecía intacto. No oyó ningún sonido. El lugar estaba vacío.
Su oficina estaba en el segundo piso. En su camino escaleras arriba tropezó con el cuerpo de un viejo tendido boca arriba en el descansillo del primer piso.
—Creo que le conozco —dijo Siferra—. ¿Cómo se llama? —Él no respondió—. ¿Está usted muerto? Dígame: sí o no. —Los ojos del hombre estaban abiertos, pero no había ninguna luz en ellos. Siferra apretó un dedo contra su mejilla—. Mudrin, ése es su nombre. O lo era. Bueno, de todos modos, ya era muy viejo. —Se encogió de hombros y siguió subiendo.
La puerta de su oficina no estaba cerrada con llave. Había un hombre dentro.
También le pareció familiar; pero éste estaba vivo, acuclillado delante de los archivadores de una forma peculiarmente agazapada. Era un hombre corpulento, de pecho profundo, con unos poderosos antebrazos y unos pómulos anchos y recios. Su rostro brillaba con el sudor y sus ojos tenían un destello febril.
—¿Siferra? ¿Estás aquí?
—Vine a buscar las tablillas —dijo ella—. Las tablillas son muy importantes. Tienen que ser protegidas.
El hombre se levantó de su postura agachada y dio un par de pasos inseguros hacia ella.
—¿Las tablillas? ¡Las tablillas han desaparecido, Siferra! Los Apóstoles las robaron, ¿recuerdas?
—¿Desaparecido?
—Exacto, desaparecido. Como tu mente. Tu mente también ha desaparecido, ¿verdad? Tu rostro está vacío. No hay nadie en casa detrás de tus ojos. Puedo ver eso. Ni siquiera sabes quién soy.
—Eres Balik —dijo ella, y el nombre brotó en sus labios sin buscarlo.
—Así que recuerdas.
—Balik. Sí. Y Mudrin está en las escaleras. Mudrin está muerto, ¿lo sabías?
Balik se encogió de hombros.
—Supongo. Todos estaremos muertos dentro de muy poco. A estas alturas todo el mundo ya se ha vuelto loco. Pero, ¿por qué me molesto en decirte esto? Tú también estás loca. —Sus labios temblaron. Sus manos se agitaron. Una extraña risita brotó de su boca, y encajó las mandíbulas como para reprimirla—. He permanecido aquí durante toda la Oscuridad. Estuve trabajando hasta tarde, y cuando las luces empezaron a fallar… Dios mío —dijo—, las Estrellas. Las Estrellas. Sólo les eché una rápida mirada. Y luego me metí debajo del escritorio y permanecí ahí todo el tiempo. —Se dirigió a la ventana—. Pero Onos está saliendo de nuevo. Lo peor tiene que haber pasado. ¿Está todo en llamas ahí fuera, Siferra?
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