Isaac Asimov - Anochecer

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El planeta Kalgash está al borde del caos, pero solo unas pocas personas se han dado cuenta de ello. Kalgash conoce únicamente la luz diurna perpetua, pues durante más de dos milenios la combinación de sus seis soles ha iluminado el cielo. Sin embargo, ahora empieza a reinar la oscuridad. Pronto se pondrán todos los soles, y el terrible esplendor del anochecer desencadenará una locura que marcará el final de la civilización. Anochecer , novela basada en un relato escrito por Asimov en 1941, permite al lector experimentar el cataclismo que sobrevendrá sobre Kalgash a través de los ojos de un periodista, un astrónomo, un arqueólogo, un psicólogo y un fanático religioso.

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Tranquilamente, Raissta dijo:

—Sheerin estuvo contigo en el observatorio durante el eclipse, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y luego?

—No lo sé. Yo estaba ocupado controlando las fotografías del eclipse. No tengo la menor idea de lo que fue de él. No parecía estar a la vista cuando entró la turba.

—Quizá se deslizó fuera en la confusión —dijo Raissta con una débil sonrisa—. Mi tío es así…, muy rápido con sus pies a veces, cuando hay problemas. No me gustaría que le hubiera ocurrido algo malo.

—Raissta, algo malo le ha ocurrido a todo el mundo. Puede que Athor tuviera la mejor idea: es preferible dejarse arrastrar y que ocurra lo deba ocurrir. De esa forma no tendrás que enfrentarse con la locura y el caos a nivel mundial.

—No debes decir eso, Beenay.

—No. No, no debo. —Se situó detrás de ella y masajeó suavemente sus hombros. Se inclinó hacia delante y le besó suavemente detrás de la oreja—. Raissta, ¿qué vamos a hacer?

—Creo que puedo adivinarlo —dijo ella.

Pese a todo, él se echó a reír.

—Me refiero a luego.

—Ya nos preocuparemos de eso entonces —respondió Raissta.

32

Theremon nunca había sido un hombre de aire libre. Se consideraba a sí mismo un muchacho urbano de la cabeza a los pies. Hierba, árboles, viento, cielo abierto…, en realidad no le molestaban, pero tampoco le ofrecían ningún atractivo especial. Durante años su vida se había movido dentro de una órbita triangular fija basada en el mundo urbano, que seguía rígidamente un esquema familiar limitado en una esquina por su pequeño apartamento, en otra por la oficina del Crónica, y por el Club de los Seis Soles en la tercera.

Ahora, de pronto, se había convertido en un morador de los bosques.

Lo más extraño era que casi le gustaba.

Lo que los ciudadanos de Ciudad de Saro llamaban «el bosque» era en realidad una franja boscosa de buen tamaño que empezaba justo al sudeste de la propia ciudad y se extendía a lo largo de una veintena de kilómetros o así por la orilla sur del río Seppitano. En su tiempo el bosque había sido mucho más extenso, una enorme selva que ocupaba una gran diagonal que cruzaba la sección media de la provincia hasta casi el mar, pero la mayor parte de él había cedido paso a la agricultura, y mucho de lo que quedaba había sido talado para dejar lugar a barrios suburbanos residenciales, y la universidad había dado otro buen mordisco hacía unos cincuenta años para lo que era el nuevo campus. No deseosa de verse engullida por el desarrollo urbano, la universidad se había movido entonces para conseguir que lo que quedaba fuese declarado parque protegido. Y, puesto que la regla desde hacía muchos años en Ciudad de Saro era que lo que la universidad quería, generalmente lo conseguía, la última franja de la antigua selva fue dejada tranquila.

Allá fue donde Theremon se encontró viviendo ahora.

Los primeros dos días fueron muy malos. Su mente estaba aún medio embrumada por los efectos de ver las Estrellas, y era incapaz de establecer ningún plan coherente. Lo principal era seguir vivo.

La ciudad ardía: había humo por todas partes, el aire era abrasador, desde algunos puntos ventajosos podían incluso verse las llamas danzar en los tejados…, todo tan obvio que no resultaba una buena idea intentar volver allí. En las secuelas del eclipse, una vez el caos dentro de su mente empezó a aclararse un poco, se limitó a seguir andando colina abajo desde el campus hasta que se dio cuenta de que entraba en el bosque.

Muchos otros habían hecho evidentemente lo mismo. Algunos parecían gente universitaria, otros eran probablemente restos de la turba que se había lanzado a asaltar el observatorio la noche del eclipse, y el resto, supuso Theremon, eran suburbanitas arrojados de sus casas cuando se iniciaron los fuegos.

Todos los que veía parecían estar al menos tan trastornados mentalmente como él. Un buen número parecían estar mucho peor…, algunos de ellos completamente fuera de sus cabales, totalmente incapaces de controlarse.

No habían formado ningún tipo de bandas coherentes. Casi todos eran solitarios, que se movían a lo largo de misteriosos senderos privados por el bosque, o bien grupos de dos o tres; la mayor congregación que vio Theremon fue de ocho personas, que por su apariencia y forma de vestir parecían ser todos miembros de una misma familia.

Era horrible encontrarse con los auténticos locos: los ojos vacíos, los labios babeantes, las mandíbulas colgando, las ropas manchadas y hechas jirones. Recorrían los claros del bosque como muertos vivientes, hablando consigo mismos, cantando, dejándose caer ocasionalmente sobre manos y rodillas para 'arrancar puñados de hierba y masticarlos. Estaban por todas partes. El lugar era como un enorme asilo de locos, pensó Theremon. Probablemente todo el mundo era así.

Los de este tipo, los que se habían visto más afectados por la llegada de las Estrellas, eran generalmente inofensivos, al menos para los demás. Sus mentes estaban demasiado extraviadas para mostrar ningún interés en ser violentos, y su coordinación corporal estaba tan seriamente alterada que la violencia efectiva era de todos modos imposible para ellos.

Pero había otros que no estaban en absoluto tan locos, que a primera vista podían parecer casi normales, y esos planteaban realmente serios problemas.

Ésos, se dio cuenta rápidamente Theremon, encajaban en dos categorías. La primera consistía en gente que no sentía ninguna animosidad hacia nada pero que estaba histéricamente obsesionada por la posibilidad de que la Oscuridad y las Estrellas pudieran volver. Éstos eran los que encendían los fuegos.

Muy probablemente eran gente que había llevado una vida monótona y ordenada antes de la catástrofe: de índole familiar, trabajadora, esos vecinos agradables que tenemos todos. Mientras Onos estuvo en el cielo se mantuvieron perfectamente tranquilos; pero al momento mismo en que el sol primario empezó a hundirse en el Oeste y la tarde fue avanzando, el miedo a la Oscuridad les dominó, y miraron desesperados a su alrededor en busca de algo que quemar. Lo que fuera. Cualquier cosa. Dos o tres de los otros soles podían estar todavía sobre sus cabezas cuando Onos se puso, pero la luz de los soles menores no les pareció suficiente para calmar el ardiente miedo a la Oscuridad que sentía esa gente.

Ésos eran los que habían quemado su propia ciudad a su alrededor. Los que, en su desesperación, habían prendido fuego a libros, papeles, muebles, los techos de las casas. Ahora, empujados al bosque por el holocausto en la ciudad, intentaban quemarlo también. Pero esto resultaba mucho más difícil. El bosque estaba densamente poblado, era lujurioso, su masa de árboles estaba bien provista de una miríada de arroyos que fluían al gran río que discurría por su linde. Reunir ramas verdes e intentar encenderlas no proporcionaba satisfactorias hogueras. En cuanto a la alfombra de madera muerta y hojas secas que cubría el suelo del bosque, estaba empapada por las recientes lluvias. La poca que aún era capaz de arder era hallada rápidamente y utilizada para encender fuegos de campamento, sin producir ningún tipo de conflagración general; y al segundo día las provisiones de este tipo de madera eran ya muy escasas.

Así que la gente incendiaria, impedida como estaba por las condiciones del bosque y por sus propias mentes embotadas por el shock, estaban teniendo muy poco éxito hasta el momento. Pero habían conseguido iniciar un par de fuegos de buen tamaño en el bosque de todos modos, que afortunadamente se consumieron a sí mismos en unas pocas horas porque habían agotado todo el combustible de las inmediaciones. Unos pocos días de clima cálido y seco, sin embargo, y esa gente podría ser capaz de incendiar todo el lugar, como habían hecho ya con Ciudad de Saro.

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