En algún momento casi al final había tenido la impresión de que ella se estaba debilitando, que se estaba mostrando interesada pese a todo en él. ¿Por qué otro motivo le había invitado al observatorio, contra las acaloradas órdenes de Athor, la tarde del eclipse? Durante un corto momento aquella tarde había parecido florecer un auténtico contacto entre ellos.
Pero entonces había llegado la Oscuridad, las Estrellas, la turba, el caos. Después de eso, todo se había sumido en la confusión. Pero si pudiera hallarla de algún modo, ahora…
Trabajaríamos bien juntos, pensó. Formaríamos un tremendo equipo…, decidido, competente, orientado a la supervivencia. Fuera cual fuese el tipo de civilización que evolucionara, hallaríamos un buen lugar para nosotros en ella.
Y, si se había armado alguna pequeña barrera psicológica entre ellos antes, estaba seguro de que a ella le parecería sin importancia ahora. Se hallaban en un mundo completamente nuevo, y eran necesarias nuevas actitudes si uno quería sobrevivir.
Pero, ¿cómo podía hallar a Siferra? Por todo lo que sabía, no había abierto ningún circuito de comunicaciones. Ella era sólo una entre los millones de personas perdidas por aquella zona. Sólo el bosque contenía probablemente una población de varios miles en estos momentos; y no tenía ninguna razón para suponer siquiera que estaba en el bosque. Podía estar a ochenta kilómetros de allí en estos momentos. Podía estar muerta. Buscarla era una tarea condenada al fracaso; era peor que intentar hallar la proverbial aguja en el pajar. Este pajar ocupaba varios condados, y la aguja podía estar alejándose a cada hora que pasaba. Sólo gracias a la más sorprendente de las coincidencias podría llegar a localizar a Siferra o, ahora que pensaba en ello, cualquier otra persona conocida.
Cuanto más pensaba Theremon en las posibilidades de encontrarla, sin embargo, menos imposible le parecía la tarea. Y, al cabo de un tiempo, empezó a parecerle algo completamente posible.
Quizá su reciente optimismo fuera un subproducto de su ahora aislada vida. No tenía nada que hacer excepto pasar las horas de cada día sentado junto al arroyo, observando los rápidos movimientos de los pececillos…, y pensando. Y, a medida que reevaluaba interminablemente las cosas, el hecho de hallar a Siferra pasaba de aparentemente imposible a tan sólo improbable, y de improbable a difícil, y de difícil a un reto, y de un reto a algo realizable, y de algo realizable a algo que podía conseguirse.
Todo lo que tenía que hacer, se dijo, era volver a meterse en el bosque y reclutar un poco de ayuda de aquellos que fueran razonablemente funcionales. Decirles a quién intentaba hallar, y cuál era su aspecto. Hacer correr la voz. Emplear algunas de sus habilidades periodísticas. Y hacer uso de su status como una celebridad local.
—Soy Theremon 762 —les diría—. Ya saben, del Crónica. Ayúdenme y haré que les valga la pena. ¿Quieren su nombre en el periódico? ¿Quieren que les haga famosos? Puedo hacerlo. No importa que el periódico no se publique en estos momentos. Más pronto o más tarde volverá, y yo estaré allí con él, y podrán verse ustedes retratados en medio mismo de la primera página. Pueden contar con ello. Simplemente ayúdenme a encontrar a esa mujer a la que estoy buscando y…
—¿Theremon?
Una voz familiar, aguda, alegre. Se detuvo en seco, entrecerró los ojos ante el brillo de la luz del mediodía que penetraba por entre los árboles, miró a un lado y a otro para localizar al que había hablado.
Llevaba dos horas andando, buscando a gente que estuviera dispuesta a salir y hacer correr la voz en beneficio del famoso Theremon 762 del Crónica de Ciudad de Saro. Pero hasta ahora sólo había encontrado a seis personas. Dos de ellas habían echado a correr en el momento mismo en que le vieron. Una tercera siguió sentada allá donde estaba, cantándole suavemente a sus pies descalzos. Otra, acuclillada en la ahorcadura de un árbol, frotaba metódicamente dos cuchillos de cocina el uno contra el otro con un celo maníaco. Los dos restantes se le habían quedado mirando cuando les dijo lo que deseaba; uno no pareció comprender en absoluto, y el otro estalló en un acceso de incontenibles carcajadas. No podía esperar mucha ayuda de ninguno de ellos.
Y ahora parecía que alguien le había encontrado a él.
—¿Theremon? Por aquí. Por aquí, Theremon. Aquí estoy. ¿No me ve hombre? ¡Por aquí!
Theremon miró a su izquierda, a un conjunto de arbustos de enormes hojas espinosas en forma de parasol. Al principio no vio nada inusual. Luego las hojas oscilaron y se apartaron, y un hombre rechoncho apareció ante la vista.
—¿Sheerin? —murmuró asombrado.
—Bueno, al menos no ha ido tan lejos como hasta haber olvidado mi nombre.
El psicólogo había perdido algo de peso, e iba incongruentemente vestido con un mono y un roto pulóver. Una pequeña hacha con el filo dentado colgaba indolentemente de su mano izquierda. Eso era quizá lo más incongruente de todo, el que Sheerin llevara un hacha. No hubiera sido mucho más extraño verle caminar por ahí con una segunda cabeza o un par extra de brazos.
—¿Cómo se encuentra, Theremon? —preguntó Sheerin—. Grandes dioses, su ropa está hecha unos zorros, ¡y todavía no ha transcurrido una semana! Pero supongo que yo no estoy mucho mejor. —Se miró a sí mismo—. ¿Me ha visto alguna vez tan delgado? Una dieta de hojas y bayas lo adelgaza realmente a uno, ¿no cree?
—Todavía le falta mucho camino por recorrer antes de que yo pueda llamarle delgado —indicó Theremon—. Pero no parece tan gordo como antes. ¿Cómo me encontró?
—No buscándole. Es la única forma, cuando todo funciona completamente al azar. Estuve en el Refugio, pero no había nadie allí. Ahora voy de camino hacia el parque de Amgando. Estaba simplemente recorriendo el sendero que corta por el centro del bosque, y ahí le vi. —El psicólogo avanzó unos pasos y tendió la mano—. ¡Por todos los dioses, Theremon, es una alegría ver un rostro amistoso de nuevo! Es usted amistoso, ¿verdad? ¿No es homicida?
—No lo creo.
—Hay más locos por metro cuadrado aquí de los que he visto en toda mi vida, y he visto montones de ellos, permítame decirlo. —Sheerin agitó la cabeza y suspiró—. ¡Dioses! Nunca soñé que pudiera ser tan malo. Ni siquiera con toda mi experiencia profesional. Pensé que iba a ser malo, sí, muy malo, pero no tan malo.
—Usted predijo una locura universal —le recordó Theremon—. Yo estaba allí. Le oí decirlo. Predijo usted el completo derrumbe de la civilización.
—Una cosa es predecirlo. Otra completamente distinta es hallarse en medio de todo ello. Es algo muy humillante, Theremon, para un académico como yo, descubrir que sus teorías abstractas se convierten en una realidad concreta. Me sentía tan locuaz, tan alegremente despreocupado. «Mañana no habrá ninguna ciudad que se alce incólume en todo Kalgash», dije, y en realidad todo no eran más que palabras para mí, sólo un ejercicio filosófico, completamente abstracto. «El fin del mundo en el que acostumbrabais a vivir.» Sí. Sí. —Sheerin se estremeció—. Y todo ocurrió exactamente como yo había dicho. Pero supongo que en realidad yo no creía en mis propias lúgubres predicciones, hasta que todo se estrelló a mi alrededor.
—Las Estrellas —indicó Theremon—. En realidad usted nunca tuvo en cuenta las Estrellas. Eso fue lo que ocasionó el auténtico daño. Quizá la mayoría de nosotros hubiéramos podido soportar la Oscuridad, sentirnos tan sólo un poco sacudidos, un poco trastornados. Pero las Estrellas…, las Estrellas…
—¿Fue muy malo para usted?
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