Algo fascinante sucedió la primera vez que los supersomas se reprodujeron: la cadena se hizo más corta. Grandes secuencias de ADN intrónico —basura— desaparecieron durante el proceso de copia. Aunque los supersomas contenían tres veces más ADN activo que los cromosomas normales, las cadenas resultantes eran mucho más cortas. Los supersomas no superaban el límite teórico del tamaño de células biológicas; en realidad, acumulaban mayor información en un espacio más pequeño. Y, evidentemente, cuando los supersomas se reprodujeron, la célula que los contenía se dividió, creando otras dos.
Y luego esas dos células se dividieron.
Y otra vez, y otra.
Antes de mediados del Cámbrico, la vida sufría de un límite fundamental debido al hecho de que las células fertilizadas no podían dividirse más de diez veces, lo que limitaba de forma importante la complejidad del organismo resultante.
A continuación se produjo la explosión cámbrica, y la vida de pronto se hizo más compleja.
Pero seguía habiendo límites. Un feto sólo podía crecer hasta cierto tamaño —los bebés humanos, los wreeds y los forhilnores tenían todos alrededor de cinco kilos—. Bebés mayores hubiesen requerido canales imposiblemente anchos; sí, cuerpos mayores podrían contener cerebros mayores en el momento del nacimiento —pero gran parte de la masa cerebral adicional estaría dedicada a controlar un cuerpo mayor—. Quizá, sólo quizás, una bal ena fuese tan inteligente como un humano —pero no era más inteligente—. La vida aparentemente había alcanzado su límite final de complejidad.
Pero el feto con supersomas siguió creciendo más y más en el útero artificial. Habíamos esperado que se detuviese por sí solo en algún momento: oh, un forhilnor podría vivir su vida con un cromosoma de longitud doble; un niño humano podría sobrevivir durante un tiempo teniendo tres cromosomas veintiuno. Pero esta combinación, esta loca mezcla genética, este batiburrillo, seguro que era demasiado, seguro que superaba en demasía el límite de lo posible. La mayor parte de los embarazos —ya fuesen wreed, forhilnor o humanos— abortaban de forma espontánea al principio cuando algo salía mal en el desarrol o embrionario, normalmente incluso antes de que la madre sepa siquiera que está embarazada.
Pero nuestro feto, nuestro híbrido triple imposible, siguió adelante.
En las tres especies, la ontogenia —el desarrollo del feto— parece recapitular la filogenia —la historia evolutiva del organismo—. Los embriones humanos desarrollan y rechazan las agal as, colas, y otros ecos aparentes de su pasado evolutivo.
Este feto también pasaba por fases, cambiando su morfología. Era increíble —como observar la explosión cámbrica desarrollándose ante tus ojos, un centenar de formas corporales probadas y rechazadas—. Simetría radial, simetría cuadrilateral, simetría bilateral. Espiráculos y agallas, pulmones y otras cosas que ninguno de nosotros reconoció. Colas y apéndices innominados, ojos compuestos y pedúnculos, cuerpos segmentados y continuos.
Nadie jamás había comprendido por qué la ontogenia aparentemente recapitulaba la filogenia, pero no era una verdadera repetición de la historia evolutiva del organismo —eso quedaba claro porque las formas no se ajustaban a las descubiertas en el registro fósil—. Pero ahora el propósito parecía claro: el ADN debía contener rutinas de optimización, probando variaciones posibles antes de seleccionar qué conjunto de adaptaciones expresar. Observábamos no sólo las soluciones terrestres, de Beta Hydri y Delta Pavonis, sino también mezclas de las tres.
Finalmente, después de cuatro meses, el feto pareció ajustarse en una estructura corporal, una arquitectura fundamental diferente de la humana, forhilnor o wreed. El cuerpo del feto consistía en un tubo en forma de herradura, rodeado por un aro de material del que dependían seis miembros. Había un esqueleto interno, que se formaba visiblemente a través del material translúcido del cuerpo, pero no estaba hecho de huesos lisos sino más bien de haces de material trenzado.
Le dimos un nombre al embrión. Lo llamamos Wibadal, el término forhilnor para la paz.
Una niña que no viviría para ver crecer.
Pero, como mi propio Ricky, estoy seguro de que la adoptarían, la cuidarían, si no la tripulación de la Merelcas, entonces la vasta y palmeada obscuridad que ocupaba el cielo.
Dios era el programador.
La leyes de la física y las constantes fundamentales eran el código fuente.
El universo era el programa, que llevaba ejecutándose desde hacía 13.900 millones de años, para llegar a este momento.
Que la capacidad de trascender, de rechazar la biología, llegase demasiado pronto en la vida de una especie, era un error, un fallo de diseño, una complicación indeseada. Pero finalmente, el programador había corregido el fallo.
¿Y Wibadal?
Wibadal era el resultado. El propósito del proceso.
Le deseé suerte.
Era la antigua progresión, el motor que siempre había alimentado la evolución. Una vida termina; otra comienza.
Volví a la criopreservación, pasando los siguientes once meses con mi cuerpo y su degeneración detenidos. Pero cuando finalmente se completó la gestación de Wibadal, Hollus volvió a despertarme en la que sería, los dos lo sabíamos, la última vez.
Los wreeds habían anunciado que hoy sería el día; la hija estaba completa y la sacarían del útero artificial.
—Deseamos que exprese lo mejor que hay en todos nosotros —dijo T'kna, el wreed al que había conocido por primera vez por telepresencia todos esos meses antes, todos esos siglos antes.
Hollus hizo subir y bajar el torso. «A» dijo una de sus bocas, y «mén» concluyó la otra.
Yo estaba aturdido por la animación suspendida, pero contemplé con fascinación cómo Wibadal era sacada del útero. Llegó al universo llorando, igual que había hecho yo, al igual que todos los miles de mil ones que me habían precedido.
Hollus y yo pasamos horas simplemente mirándola, una forma extraña, ya con la mitad de mi tamaño.
—Me pregunto cuánto tiempo vivirá —le dije a mi amiga forhilnor; quizá fuese una idea extraña, pero tenía el tiempo de vida muy presente en mi mente.
—«Quién» «sabe» —contestó—. La falta de telómeros no parece serle un impedimento. Sus células podrían reproducirse por siempre, y…
Se detuvo.
—Y así lo harán —dijo después de unos momentos de reflexión—. Así lo harán. Esa entidad —hizo un gesto en dirección a la obscuridad espacial centrada en las pantallas de visión— sobrevivió al último big crunch. Wibadal, sospecho, sobrevivirá al siguiente, convirtiéndose en la diosa del universo que lo preceda.
Era una idea pasmosa, aunque quizá Hollus tuviese razón. Pero yo no viviría lo suficiente para estar seguro.
Wibadal se encontraba tras una luna de vidrio en una sala de maternidad construida especialmente con una única cuna circular. Golpeé suavemente el cristal, como los padres de mi mundo habían hecho un mil ón de veces antes. Golpeé y agité la mano.
Y Wibadal se movió, y agitó un apéndice regordete en mi dirección. Quizás el Dios actual nunca hubiese dado muestras de saber de mi presencia —incluso cuando yo había venido justo hasta él, se había mostrado indiferente—, pero esta diosa en potencia me percibió, al menos una vez, al menos durante un momento.
Y durante ese momento, no sentí dolor.
Pero pronto, la agonía regresó; se había estado haciendo peor, y yo me había estado debilitando.
El tiempo se acababa.
Escribí una última y larga carta a Ricky por si, por un milagro, siguiese vivo. Hollus la transmitió a la Tierra; les llegaría casi medio milenio después. Le conté a mi hijo lo que había visto y lo mucho que le amaba.
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