Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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¿Era el infierno? ¿Era…?

Pero no. Claro que no. Tenía un terrible dolor de cabeza, pero mi mente comenzaba a centrarse.

Un clic alto, y luego…

Y luego la tapa de la unidad de criopreservación se hizo a un lado. El ataúd oblongo, destinado a un wreed, fue depositado en el suelo, y Hollus estaba a horcajadas encima, con los seis pies en estribos para evitar salir volando, sus patas delanteras inclinadas, y sus pedúnculos descendiendo para mirarme.

—«Hora» «de» «levantarse», «amigo» «mío» —dijo.

Sabía lo que se suponía que debían decir en una situación como ésta; había visto cómo Khan Noonien Singh lo hacía.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté.

—Más de cuatro siglos —contestó Hollus—. Ahora estamos en el año de la Tierra 2432.

«Así de fácil», pensé. Habían pasado más de 400 años, sin que yo fuese consciente. Así de fácil.

Fueron inteligentes instalando las criocámaras fuera de los centrífugos; dudo mucho que hubiese podido sostener mi propio peso. Hollus alargó su mano derecha, y yo hice lo propio con la izquierda para agarrarla; la sencilla banda de oro en mi dedo anular parecía no haber cambiado por la congelación y el paso del tiempo. Hollus me ayudó a salir del ataúd cerámico; a continuación dejó escapar los pies de los estribos y flotamos libremente.

—La nave ha dejado de desacelerar —dijo—. Casi estamos en lo que queda de Betelgeuse.

Estaba desnudo; por alguna razón, me avergonzaba que la alienígena me viese de esa forma. Pero mis ropas me esperaban; me vestí con rapidez —una camisa azul y un par de pantalones suaves y de color caqui, veteranos de muchas excavaciones.

Tenía problemas para enfocar, y la boca seca. Hollus debió anticiparlo; tenía un bulbo traslúcido lleno de agua listo para mí. Los forhilnores jamás enfriaban el agua, pero en ese momento no me importaba —lo último que necesitaba era algo frío.

—¿Deberían hacerme un chequeo? —pregunté después de haberme metido el agua en la boca.

—No —dijo Hollus—. Todo es automático; tu salud ha estado sometida a examen continuo. Estás… —se detuvo; estoy seguro de que iba a decir que estaba bien, pero los dos sabíamos que eso no era cierto—. Estás igual que antes de la congelación.

—Me duele la cabeza.

Hollus movió sus miembros de una forma extraña; después de un segundo comprendí que era la flexión que hubiese hecho subir y bajar su torso si no estuviésemos en gravedad cero.

—Sin duda experimentarás varios dolores durante un día o dos; es natural.

—Me pregunto cómo estará la Tierra —dije.

Hollus cantó en dirección al monitor de pared más cercano. Después de unos momentos, apareció una imagen ampliada: un disco amaril o, con el tamaño aparente de una moneda sostenida a un brazo de distancia.

—Tu sol —dijo el a. Luego señaló un objeto más obscuro, como de un sexto del diámetro del sol—. Y ése es Júpiter, con aspecto algo rechoncho desde esta perspectiva. —Hizo una pausa—. A esta distancia, es difícil resolver la Tierra en luz visible, aunque si miras una imagen de radio, la Tierra supera al sol en muchas frecuencias.

—¿Todavía? —dije—. ¿Todavía emitimos radio después de tanto tiempo? —Eso sería maravilloso. Significaría…

Hollus guardó silencio durante un momento, quizá sorprendida de que no comprendiese.

—No sé. La Tierra está a 429 años luz; la luz que nos llega ahora muestra el sistema solar tal y como era poco después de nuestra partida.

Asentí con tristeza. Claro. Mi corazón comenzó a desbocarse, y mi visión se hizo más borrosa. Al principio pensé que algo había salido mal al revivirme, pero no era eso.

Estaba pasmado; no me había preparado para lo que estaba sintiendo.

Seguía con vida.

Mis ojos se centraron en el diminuto disco amarillo, luego se desplazaron al anillo dorado que me rodeaba el dedo. Sí, seguía con vida. Pero mi amada Susan no. Sí, con toda seguridad, ella ya no estaba viva.

Me pregunté qué tipo de vida habría llevado después de mi partida. Esperaba que hubiese sido feliz.

¿Y Ricky? ¿Mi hijo, mi maravilloso hijo?

Bien, estaba aquel doctor al que entrevistaron en la CTV, el que dijo que el primer humano que viviría por siempre era probable que ya hubiese nacido. Quizá Ricky siguiese con vida, y tuviese —¿cuántos?— 438 años.

Pero suponía que las probabilidades eran remotas. Era más probable que Ricky hubiese crecido para convertirse en el hombre que estaba destinado a ser, y hubiese trabajado y amado, y ahora…

Y ahora hubiese desaparecido.

Mi hijo. Casi con toda seguridad le había sobrevivido. Se supone que eso no le pasa a un padre.

Sentí las lágrimas saliendo de mis ojos; lágrimas que ni una hora antes habían estado congeladas, lágrimas que se congregaban, a falta de gravedad, cerca de los conductos. Me las limpié.

Hollus comprendía el significado de las lágrimas humanas, pero no me preguntó por qué lloraba. Sus propios hijos, Pealdon y Kassold, también debían de estar muertos con toda seguridad. Flotó pacientemente junto a mí.

Me pregunté si Ricky habría dejado hijos, nietos y bisnietos; me sorprendió pensar que era fácil que yo ahora tuviese quince o más generaciones de descendientes. Quizás el apel ido Jericho todavía resonase…

Y me pregunté si el Real Museo de Ontario todavía existía, si habían vuelto a abrir el planetario, o si, de hecho, el viaje espacial barato para todos había convertido finalmente, como debía ser, a esa institución en algo redundante.

Me pregunté si Canadá seguiría existiendo, ese gran país al que amaba tanto.

Más aún, claro, me pregunté si la humanidad seguía existiendo, si habíamos evitado el golpe al final de la ecuación de Drake, si habíamos evitado volarnos con armas nucleares. Antes de mi partida las habíamos tenido durante unos cincuenta años; ¿habíamos resistido la tentación de usarlas durante ocho veces ese tiempo?

O quizás… /

Era lo que habían elegido los nativos de Epsilon Indi.

Y los de Tau Ceti.

Y también los de Mu Cassiopeae A.

Por no mencionar a los de Sigma Draconis.

E incluso esos seres amorales de Groombridge 1618, los cabrones arrogantes que habían volado Betelgeuse.

Todos ellos, si yo tenía razón, habían trascendido al dominó mecánico, un mundo virtual, un paraíso generado por ordenador.

Y a estas alturas, con cuatro siglos de avances tecnológicos adicionales, seguro que el Homo sapiens tenía la capacidad de hacer lo mismo.

Quizá lo hubiese hecho. Quizás.

Miré a Hollus, flotando frente a mí: la Hollus real, no el simulacro. Mi amiga, en carne y hueso.

Quizá la humanidad hubiese seguido el ejemplo de los nativos de Mu Cassiopeae A, volando la Luna, dotando a la Tierra de unos anillos que harían sombra a los de Saturno; evidentemente, nuestra luna es relativamente más pequeña que la de los casiopeianos así que contribuye menos a la regeneración del manto. Aun así, quizás ahora mismo hubiese una señal de advertencia extendiéndose sobre alguna región geológicamente estable de la Tierra.

Volvía a flotar libremente, demasiado lejos de cualquier pared; tenía tendencia a hacerlo. Hollus maniobró en mi dirección y me agarró la mano.

Esperaba que la humanidad no hubiese trascendido. Esperaba que la humanidad fuese, bien, todavía humana —todavía caliente, biológica y real.

Pero no había forma de saberlo.

¿Y seguía al í esa entidad, esperándonos, después de más de cuatro siglos?

Sí.

Oh, quizá no hubiese rondado por al í todo ese tiempo; quizás había calculado cuándo llegaríamos, y mientras tanto había ido a ocuparse de otros asuntos. Mientras la Merelcas recorría 429 años luz un pelín por debajo de la velocidad de la luz, la visión frontal había pasado a la invisibilidad ultravioleta; la entidad podría haber desaparecido durante gran parte de ese tiempo.

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