Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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—Es hermosa —dije.

Pero pronto, la Merelcas ocupó por completo el campo de visión. Aparentemente, todo era automático; exceptuando el ocasional comando cantado, Hollus no había hecho nada desde que entramos en el transbordador.

Se produjo un sonido metálico, conducido por el casco del transbordador, al conectar con un adaptador de enganche en la pared más alejada de la bahía abierta. Hollus golpeó el mamparo con sus cuatro pies y voló lentamente hacia la puerta. Intenté seguirla, pero comprendí que me había alejado demasiado de la pared; no podía llegar para golpearla.

Hollus reconoció mi problema, y sus pedúnculos volvieron a moverse de risa. Maniobró de vuelta y me alargó una mano. La tomé. Era efectivamente la Hollus de carne y hueso; no hubo pinchazos de estática. Volvió a empujar el mamparo y los dos volamos hacia la puerta, que obedientemente se abrió al aproximarnos.

Esperándonos había otros tres forhilnores y dos wreeds. Era fácil distinguir a los forhilnores —cada uno llevaba una tela de diferente color envuelta alrededor del torso—, pero los wreeds tenían un aspecto terriblemente similar.

Pasé tres días explorando la nave. La iluminación era toda indirecta; no podías ver los elementos. Las paredes, y gran parte del equipo, eran de color cian. Asumí que para wreeds y forhilnores, ése, no muy alejado del color del cielo, se consideraba neutral; lo usaban al í donde los humanos empleaban el beige. Una vez visité el habitat wreed, pero tenía un olor a moho que me resultó desagradable; pasé la mayor parte de mi tiempo en el módulo común.

Contenía dos centrífugos concéntricos que rotaban para simular la gravedad; el exterior estaba ajustado a las condiciones en Beta Hydri III, y el interior simulaba las de Delta Pavonis II.

Los cuatro pasajeros de la Tierra —yo; Qaiser, la mujer esquizofrénica; Zhu, el viejo cultivador de arroz chino; y Huhn, el gorila de dorso plateado— disfrutamos contemplando el fabuloso espectáculo de la Tierra, una gloriosa esfera de sodalita pulida, quedándose atrás mientras la Merelcas iniciaba su viaje —aunque Huhn, evidentemente, en realidad no comprendía lo que veía.

Menos de un día después pasamos la órbita de la luna. Mis compañeros de viaje y yo nos encontrábamos ahora más alejados en el espacio de lo que jamás lo hubiese estado nadie de nuestro planeta —y aun así sólo habíamos cubierto menos que una diez mil milésima parte de la distancia total que tendríamos que atravesar.

Intenté repetidamente mantener conversaciones con Zhu; inicialmente desconfiaba de mí —más tarde me dijo que yo era el primer occidental que había visto—, pero el hecho de que yo hablase mandarín acabó haciendo que cediese. Aun así, supongo que revelé mi ignorancia más de una vez durante nuestras charlas. Me era fácil comprender por qué yo, un científico, quisiese ir a las proximidades de Betelgeuse; me era más difícil comprender por qué un viejo granjero desearía hacer lo mismo. Y Zhu era realmente viejo —ni siquiera él mismo estaba seguro de cuándo había nacido, pero no me hubiese sorprendido que fuese antes de finales del siglo XIX.

—Voy —dijo Zhu—, en busca de la Iluminación —hablaba despacio, en susurros—. Busco prajna, conocimiento puro y sin condiciones —me miró con ojos acuosos—. Dandart —ése era el nombre del forhilnor con el que se había relacionado— dice que el universo ha sufrido una serie de nacimientos y muertes. Eso mismo le sucede al individuo hasta conseguir la Iluminación.

—¿Así que es la religión la que te guía en este viaje? —pregunté.

—Es todo —dijo Zhu, simplemente.

Sonreí.

—Esperemos que el viaje valga la pena.

—Estoy seguro de que así será —dijo Zhu, con una expresión sosegada en el rostro.

—¿Estás segura de que no es peligroso? —le dije a Hollus, mientras flotábamos hacia la sala donde me pondrían en congelación criogénica.

Sus pedúnculos se agitaron.

—Estás volando por el espacio a lo que tú dirías que es a toda leche, en dirección hacia una criatura que posee una potencia casi inconcebible… ¿y te preocupa si el proceso de hibernación es seguro?

Reí.

—Bien, si lo expresas de tal forma…

—Es seguro; no te preocupes.

—No te olvides de despertarme cuando lleguemos a Betelgeuse.

Hollus podía mostrarse perfectamente seria cuando quería.

—Me escribiré una nota.

Susan Jericho, con ahora sesenta y cuatro años, estaba sentada en el estudio de la casa en Ellerslie. Habían pasado casi diez años desde la partida de Tom. Claro está, si se hubiese quedado en la Tierra, llevaría muerto casi una década. Pero en lugar de eso, presumiblemente seguía con vida, congelado, suspendido, viajando a bordo de una nave espacial alienígena, y no reviviría hasta dentro de 430 años.

Susan comprendía todo eso. Pero la escala le daba dolor de cabeza —y hoy era día de celebraciones, no de dolor—. Hoy era el decimosexto cumpleaños de Richard Blaine Jericho.

Susan le había dado lo que más quería —la promesa de pagarle el carné de conducir y, después de que se lo hubiese sacado, la promesa aún mayor de comprarle un coche—. La indemnización del seguro había sido grande; el coste del coche era una preocupación menor. Great Canadian Life había intentado no pagar; dijeron que Tom Jericho realmente no estaba muerto. Pero cuando los periodistas se apropiaron de la noticia, GCL recibió tal rapapolvo que el presidente de la compañía se disculpó públicamente y entregó en mano el cheque de medio mil ón de dólares a Susan y a su hijo.

Un cumpleaños era siempre algo especial, pero Susan y Dick —¿a quién se le hubiese ocurrido pensar que Ricky crecería deseando que le llamasen de esa forma?— volverían a estar de celebraciones en un mes. El cumpleaños de Dick nunca había tenido la resonancia adecuada para Susan, ya que no había estado presente en su nacimiento. Pero dentro de un mes, en julio, sería el decimosexto aniversario de la adopción de Dick, y ése era un recuerdo que Susan apreciaba.

Cuando Dick llegó a casa del colegio —estaba terminando el décimo curso en Northview Heights— Susan tenía dos regalos más para él. Primero, una copia del diario de su padre del periodo que pasó con Hollus. Y segundo, una copia de la cinta que Tom preparó para su hijo; había hecho que la pasasen de VHS a DVD.

—Guau —dijo Dick. Era alto y musculoso, y Susan estaba enormemente orgullosa de él—. No sabía que papá hubiese dejado un vídeo.

—Me pidió que esperase diez años antes de dártelo —dijo Susan. Se encogió de hombros—. Supongo que quería que fueses lo suficiente mayor para comprenderlo. Dick levantó la caja, sopesándola en la mano, como si así pudiese descubrir sus secretos. Estaba claramente ansioso por verlo.

—¿Podemos verlo ahora?—dijo. Susan sonrió.

—Claro.

Fueron al salón, y Dick lo metió en el reproductor. Y los dos se sentaron en el sofá y vieron la forma de Tom, demacrada y asolada por la enfermedad, volver a la vida.

Dick había visto algunas fotografías de Tom de esa época —estaban en un libro de prensa que Susan había recortado de los periódicos que cubrían la visita de Hollus a la Tierra y la posterior partida de Tom—. Pero nunca había visto con tanto detalle lo que el cáncer le había hecho a su padre. Susan le vio retroceder un poco al comenzar las imágenes.

Pero pronto, lo único que había en la cara de Dick era atención, atención embelesada, al oír cada palabra.

Al final, los dos se limpiaron las lágrimas de los ojos, lágrimas por el hombre al que siempre querrían.

34

Oscuridad total.

Y calor, lamiéndome por todos lados.

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