Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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—Hijo —dije, y esperé pacientemente a que me concediese toda su atención.

Estaba completando uno de los elementos de su dibujo; parecía un aeroplano. Le dejé hacerlo; sabía cómo quemaban las cosas incompletas. Al final me miró, aparentemente sorprendido de que siguiese al í. Arqueó las cejas inquisitivo.

»Hijo —repetí—, sabes que papá está muy enfermo.

Ricky dejó el lápiz de color, comprendiendo que la conversación iba a ser seria. Asintió.

—Y —dije—, bien, creo que sabes que no voy a ponerme bien.

Apretó los labios y asintió con valor. Se me rompía el corazón.

—Me voy a marchar —dije—. Me voy a marchar con Hollus.

—¿Él puede arreglarte? —dijo Ricky—. Él dijo que no podía, pero…

Claro, Rick no sabía que Hollus era hembra y la verdad es que no quería irme por la tangente.

—No. No, él no puede hacer nada por mí. Pero, bien, va a irse de viaje, y quiero ir con él —ya me había ido de viaje en muchas ocasiones… a congresos, excavaciones. Ricky estaba acostumbrado a mis viajes.

—¿Cuándo volverás? —preguntó. Y luego, su rostro se convirtió en inocencia querúbica—. ¿Me traerás algo?

Cerré los ojos durante un momento. El estómago me daba vueltas.

—Yo, ah, yo no voy a volver —dije en voz baja.

Ricky guardó silencio durante un momento, digiriendo la noticia.

—¿Quieres decir… quieres decir que te vas lejos a morir?

—Lo lamento —dije—. Lamento dejarte.

—No quiero que mueras.

—Yo tampoco quiero morir, pero… pero en ocasiones no tenemos elección.

—Puedo… quiero ir contigo.

Sonreí con tristeza.

—No puedes, Ricky. Tienes que quedarte aquí e ir a la escuela. Tienes que quedarte aquí y ayudar a mamá.

—Pero…

Esperé a que terminase, a que completase su objeción. Pero no lo hizo. Simplemente dijo:

—No te vayas, papá.

Pero iba a abandonarle. Ya fuese este mes, en la nave espacial de Hollus, o en unos meses más, tendido en una cama de hospital, con tubos en los brazos, la nariz y el dorso de la mano, con los monitores de ECG susurrando de fondo, con las enfermeras y doctores moviéndose de un lado a otro. De una forma u otra, iba a abandonarle. No podía evitar dejarle, pero sí podía elegir cuándo y cómo.

—Nada —dije— me es más difícil que irme. —No tenía sentido decirle que quería que me recordase así, cuando realmente quería que me recordase como era un año antes, con veinticinco kilos más, con una cabeza razonablemente cubierta de pelo. Pero, aun así, ahora estaba mejor de lo que estaría dentro de poco.

—Entonces no te vayas, papá.

—Lo lamento, colega. Lo lamento, de verdad.

Ricky era tan bueno como cualquier chico de su edad para rogar y engatusar, para quedarse tarde o conseguir el juguete que quería, para conseguir comer más caramelos. Pero, aparentemente, comprendía que ninguna de esas tretas iban a valerle esta vez, y le amé aún más por su sabiduría de seis años.

—Te quiero, papá —dijo, con lágrimas en la cara.

Me incliné, levantándole de la silla, llevándole hasta mi pecho, abrazándole.

—Yo también te quiero, hijo.

La nave de Hollus, la Merelcas, no se parecía a nada de lo que yo hubiese podido esperar. Me había acostumbrado a las naves espaciales de las películas, llenas de detal es en los cascos. Pero esta nave tenía una superficie perfectamente lisa. Consistía en un bloque rectangular a un extremo y un disco perpendicular al otro, unidos por dos largos puntales tubulares. El conjunto era de un verde suave. No podía distinguir la proa. Es más, era imposible obtener una idea de la escala; no había nada que pudiese reconocer —ni siquiera ventanas—. La nave podría haber tenido unos pocos metros de largo, o varios kilómetros.

—¿Qué tamaño tiene? —le pregunté a Hollus, que flotaba ingrávida junto a mí.

—Como un kilómetro —dijo—. La parte en forma de bloque es el módulo de propulsión; los puntales son habitats para la tripulación… uno para forhilnores y otro para wreeds. Y el disco en el extremo es una zona común.

—Gracias de nuevo por llevarme con vosotros —dije. Me temblaban las manos por la emoción. En los años ochenta, se había hablado de enviar algún día a un paleontólogo a Marte, y había fantaseado con que fuese yo. Pero claro, querrían un especialista en invertebrados; nadie creía en serio que hubiese habido vertebrados en el planeta rojo. Si Marte tuvo un ecosistema, como afirmaba Hollus, probablemente sólo duró algunos cientos de mil ones de años, desapareciendo cuando se perdió demasiada atmósfera en el espacio.

Aun así, hay un grupo llamado la Fundación Pide Un Deseo que intenta cumplir los últimos deseos de niños enfermos terminales; no sé si hay un grupo equivalente para adultos enfermos terminales, y, para ser sinceros, no estoy seguro de qué hubiese deseado si me hubiesen dado la oportunidad. Pero esto valdría. ¡Vaya si valdría!

La nave siguió creciendo en la pantalla. Hollus había dicho que había sido encubierta, de alguna forma, durante más de un año, haciéndola invisible para observadores terrestres, pero ya no había necesidad de eso.

Una parte de mí deseaba que hubiese ventanas —tanto aquí en el transbordador como en la Merelcas —. Pero aparentemente no las había en ninguno de los dos; los dos cascos eran continuos. En lugar de eso, las imágenes del exterior se transmitían a pantallas del tamaño de una pared. En un momento dado me había acercado y no pude discernir ni píxeles, líneas de barrido o parpadeo. Las pantallas eran tan buenas como verdaderas ventanas de vidrio —es más, en muchos aspectos eran mejores—. La superficie no emitía ningún tipo de reflejo y, evidentemente, podían acercar y alejar la imagen, mostrar la vista de otra cámara, o mostrar cualquier información que se desease. Quizás en ocasiones la simulación sea mejor que la realidad.

Nos acercamos más y más. Finalmente, pude ver algo sobre el casco verde de la nave: algo escrito, en amaril o. Había dos líneas: una en un sistema de formas geométricas —triángulos, cuadrados y círculos, algunos con puntos orbitando— y la otra de líneas onduladas que parecían vagamente arábicas. Había visto marcas como las primeras en el proyector de holoforma de Hollus, así que asumí que correspondían al lenguaje forhilnor; el otro debía de ser la escritura de los wreeds.

—¿Qué dicen? —pregunté.

—«Este lado hacia arriba»—respondió Hollus.

La miré boquiabierto.

—Lo lamento —dijo—. Un chiste. Es el nombre de la nave.

—Ah —dije—. Merelcas, ¿no? ¿Qué significa?

—«Bestia vengativa de destrucción en masa» —respondió Hollus.

Tragué con fuerza. Supongo que parte de mí había estado esperando uno de esos momentos de «¡Es un libro de cocina!».

—Lo lamento —dijo de nuevo—. No pude resistirme. Significa «Viajero Estelar» o algo similar.

—No es muy inspirado —dije, esperando no estar insultando a nadie.

Los pedúnculos de Hollus se separaron a su distancia máxima.

—Lo decidió un comité.

Sonreí. Igual que el nombre de la Galería de los Descubrimientos en el RMO. Volví a mirar a la nave. Mientras había atendido a Hollus, había aparecido una abertura en un lado; no tenía ni idea si se había abierto como un iris o era un panel que se había deslizado. La abertura estaba bañada en una luz blanco amarilla y, en su interior, pude ver otros tres transbordadores en forma de cuña.

El nuestro siguió acercándose.

—¿Dónde están las estrel as?—pregunté.

Hollus me miró.

—Esperaba ver la estrellas en el espacio.

—Oh —dijo—. El resplandor del Sol y la Tierra las ahoga —cantó unas palabras en su propia lengua, y en la pantalla aparecieron las estrel as—. El ordenador ha incrementado el brillo aparente de cada una de las estrellas, de forma que ahora son visibles. —Señaló con el brazo izquierdo—. ¿Ves esa línea en zigzag de ahí? Es Casiopea. Justo bajo la estrella central están Mu y Eta Cassiopeae, dos de los lugares que visité antes de venir aquí. — Las estrellas señaladas mostraron de repente círculos a su alrededor generados por ordenador—. ¿Y ves esa mancha debajo? —Apareció otro círculo obediente—. Ésa es la galaxia de Andrómeda.

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