Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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—Si crees en la Biblia —dije—, entonces debes creer en los Diez Mandamientos. Y uno de ellos —sabía que mi argumentación sería mucho más convincente si supiese cuál— dice «No matarás» —di otro par de pasos en su dirección—. Puede que quieras destruir esos fósiles, pero no puedo creer que me mates.

—Lo haré —dijo el hombre.

Más ráfagas de disparos, acompañadas del sonido del vidrio rompiéndose y las rocas fragmentándose. Me sentía como si me fuese a estallar el pecho.

Agitó el arma en mi dirección; estábamos como a unos quince metros.

—Ya he matado —dijo. Sonaba a confesión, y en su voz había lo que parecía angustia real—. Esa clínica; ese doctor…

Más disparos, retumbando y reverberando.

Dios mío, pensé. Los de la clínica abortista…

Tragué profundamente.

—Eso fue un accidente —dije, haciendo una suposición—. No puedes dispararme a sangre fría.

—Lo haré —dijo el hombre al que el otro había llamado Cooter—. Lo haré, de verdad. ¡Así que retrocede!

Si Hollus no estuviese presente de verdad. Si fuese una proyección holográfica, podría manipular objetos sólidos sin preocuparse de las balas. Pero era real, y vulnerable —como también lo eran los otros extraterrestres.

De pronto, fui consciente del sonido de las sirenas que se acercaba, apenas audibles en el interior del museo. Cooter también debía de haberlas oído. Giró la cabeza y gritó a su compañero.

—¡La poli!

El otro hombre volvió a salir de la galería de exposición temporal. Me pregunté cuántos fósiles había podido destruir. Inclinó la cabeza, escuchando. Al principio parecía incapaz de oír las sirenas; sin duda los disparos todavía le resonaban en los oídos. Pero un momento más tarde asintió e hizo un gesto con la ametralladora para que empezásemos a movernos. Christine se puso en pie; los dos forhilnores levantaron el torso del suelo.

—Vamos a salir de aquí —dijo el hombre—. Levantad las manos.

Levanté los brazos; también lo hizo Christine. Hollus y el otro forhilnor intercambiaron miradas, a continuación también levantaron los brazos. Los wreeds vinieron después, cada uno levantando sus cuatro brazos y extendiendo los veintitrés dedos. El hombre que no era Cooter —era más alto y mayor que Cooter— nos llevó más al interior de la Rotonda a obscuras. Desde al í podíamos ver con claridad el vestíbulo con sus puertas de vidrio. Cinco agentes de la fuerza de emergencia subían a toda prisa las escaleras exteriores a la entrada del museo. Dos llevaban armas pesadas. Uno tenía un megáfono.

—Habla la policía —dijo el poli, con un sonido distorsionado al atravesar dos capas de vidrio—. El edificio está rodeado. Salgan con las manos en alto.

El hombre de la ametralladora nos hizo un gesto para que siguiésemos moviéndonos. Los cuatro alienígenas iban detrás, formando una pared entre los humanos del interior y la policía en el exterior. Deseé no haberle dicho a Hollus que aterrizase el transbordador en la parte de atrás, en el paseo del Filósofo. Si la policía hubiese visto el transbordador, hubiesen podido comprender que los alienígenas no eran proyecciones holográficas como habían leído en los periódicos, sino reales. Tal y como estaban las cosas, algún policía con el gatil o fácil podría asumir que sería fácil darle a los dos hombres armados atravesando las proyecciones.

Salimos de la Rotonda, subiendo los cuatro escalones hasta el rellano de mármol entre las dos escalinatas, cada una con su tótem central, y luego…

Y luego se desató el infierno.

En silencio desde la escalera a nuestra derecha, que subía del sótano, se aproximaba un agente uniformado de la ETF, ataviado con un chaleco antibalas y sosteniendo un arma de asalto. Inteligentemente, los policías habían desviado la atención al exterior frente a la entrada principal mientras enviaban un contingente por la entrada de personal en el cal ejón entre el RMO y el planetario.

—J. D. —gritó el hombre con el corte de pelo militar, viendo al policía—, ¡mira!

J. D. movió el arma y abrió fuego. El policía cayó hacia atrás, escaleras abajo, mientras el chaleco antibalas se ponía a prueba estallando en numerosos lugares y expulsando el interior de material blanco.

Mientras J. D. estaba distraído, los policías de la entrada principal se las habían arreglado para abrir una puerta, la de la izquierda, desde su punto de vista, la que se diseñó para el acceso con silla de ruedas; quizás el guardia de seguridad del RMO les hubiese dado la llave. Dos policías, protegidos tras los escudos antidisturbios, se encontraban ahora en el interior del vestíbulo. Las puertas interiores no estaban cerradas con llave —no era necesario—. Uno de los agentes se adelantó y debió de tocar el botón rojo que operaba la puerta para visitantes minusválidos. Se abrió lentamente. Los policías se apreciaban en silueta frente a la luz de la calle y las luces rojas y giratorias de los vehículos.

—Quietos ahí mismo —gritó J. D. desde el otro lado de la Rotonda, cuyo amplio diámetro separaba nuestro grupo variopinto de los policías—. Tenemos rehenes.

El policía del megáfono era uno de los que estaban dentro, y se sintió obligado a seguir usándolo.

—Sabemos que los alienígenas no son reales —dijo, y sus palabras reverberaron en el interior de la Rotonda obscura y abovedada—. Pongan las manos en alto y salgan.

J. D. me apuntó con el arma.

—Dile quién eres.

Tal y como se encontraban mis pulmones, me era difícil gritar, pero hice bocina con las manos y lo intenté lo mejor que pude.

—Soy Thomas Jericho —dije—. Soy conservador del museo —señalé a Christine—. Ésta es Christine Dorati. Es la directora y presidenta del museo.

J.D. gritó.

—Saldremos de aquí sin problemas o estos dos mueren.

Los dos policías permanecían protegidos tras los escudos antidisturbios. Después de consultar durante unos momentos, el megáfono volvió a sonar.

—¿Cuáles son las condiciones?

Incluso yo sabía que estaba ganando tiempo. Cooter miró primero a la escalera sur, que llevaba tanto arriba como abajo. Debió de pensar que vio moverse algo —podría haber sido un ratón; un edificio enorme y viejo como el museo los tenía a montones—. Disparó en dirección a la escalera norte. Dio a los escalones de piedra, haciendo saltar fragmentos que salieron volando, y…

Y uno de ellos golpeó a Barbulkan, el segundo forhilnor…

Y la boca izquierda de Barbulkan emitió un sonido como «¡Uf!» y la boca derecha: «¡Jup!».

De una de sus piernas estalló un clavel de brillante sangre roja, y un fragmento de piel burbujeante colgó allí donde el fragmento le había golpeado…

Y Cooter dijo: —¡Dios santo!

Y J. D. se volvió y dijo: • —Jesús.

Y aparentemente los dos comprendieron simultáneamente. Los alienígenas no eran proyecciones; no eran hologramas.

Eran reales.

Y de pronto supieron que tenían los rehenes más valiosos de toda la historia.

J. D. retrocedió, colocándose tras el grupo; aparentemente había comprendido que no había atendido lo suficiente a los cuatro alienígenas.

—¿Todos sois reales? —dijo.

Los alienígenas guardaron silencio. Mi corazón estaba desbocado. J. D. apuntó la ametral adora a la pierna izquierda de uno de los wreeds.

—Una ráfaga de esta arma hará saltar tu pierna de un pedazo —dejó que apreciase la información—. Vuelvo a preguntar, ¿sois reales?

Hollus habló:

—«Son» «reales». «Todos» «somos» «reales».

Una sonrisa de satisfacción cruzó el rostro de J. D. Gritó a la policía:

—Son reales. Tenemos seis rehenes. Quiero que os retiréis. A la primera señal de cualquier truco, mataré a uno de los rehenes… y no será humano.

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