Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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Luego cogí la bolsa de papel con los bocadillos que me había preparado y me dirigí a la estación, descendiendo por la larga escalera al mundo subterráneo.

Rhonda Weir y Hank Li obtuvieron de Kalipedes las descripciones de Falsey y Ewell. Kalipedes no sabía cuál era cuál, pero uno tenía veintitantos años, era rubio, escuálido, de como metro setenta, con protrusión del maxilar y un corte de pelo militar; el otro tenía treinta y tantos, era unos cinco o diez centímetros más alto, rostro estrecho y pelo castaño. Los dos tenían acento de los estados del sur. Y, evidentemente, uno de ellos podría muy bien estar llevando una ametral adora Tec—9, quizás oculta bajo un abrigo. Aunque el museo estaba abarrotado los domingos —el lugar preferido de los padres divorciados para llevar a los niños— era muy probable que Rhonda y Hank pudiesen localizarlos.

Aparcaron el coche en el pequeño aparcamiento de la Biblioteca Legal Bora Laskin, en el extremo sur del edificio del planetario, y se acercaron al RMO caminando, entrando por la puerta principal y dirigiéndose hacia Raghubir Singh.

Rhonda le mostró la placa y describió a quiénes buscaban.

—Ya estuvieron aquí —dijo Raghubir—. Hace unos días. Dos americanos con acento del sur. Los recuerdo porque uno de ellos llamó a Burgess Shale «Bogus Shale». Le hablé de ellos a mi mujer cuando volví a casa… se rió mucho.

Rhonda suspiró.

—Bien, entonces es poco probable que hayan vuelto. Aun así, es la única pista que tenemos. Daremos un vistazo si no es problema.

—Claro —dijo Raghubir. Se lo comunicó por radio a los otros guardias de seguridad, haciendo que se uniesen a la búsqueda.

Rhonda volvió a sacar el móvil.

—Weir —dijo—. Los sospechosos estuvieron en el RMO la semana pasada; aun así vamos a dar un vistazo por la posibilidad de que hayan vuelto, pero yo concentraría nuestras fuerzas en el SkyDome y la CBC.

Llegué al museo a las 4:30, entré por la puerta de personal y me dirigí a la exposición de Burgess Shale, simplemente para dar un último vistazo, para asegurarme de que todo estuviese bien antes de la llegada de Hollus y compañía.

Rhonda Weir, Hank Li y Raghubir Singh se encontraron en la Rotonda a las 4:45.

—No hubo suerte —dijo Rhonda—. ¿Tú?

Hank negó con la cabeza.

—Había olvidado lo grande que es este sitio. Incluso si hubiesen vuelto, podrían estar en cualquier parte.

—Tampoco ninguno de mis guardias los ha visto —dijo Raghubir—. Muchos visitantes vienen con los abrigos. Antes teníamos un servicio para dejarlos, pero eso fue antes de los recortes. —Se encogió de hombros—. A la gente no le gusta tener que pagar.

Rhonda miró la hora.

—Es casi la hora de cerrar.

—La entrada para colegios está cerrada los fines de semana —dijo Raghubir. Señaló a un conjunto de puertas de vidrio bajo los ventanales—. Tendrán que salir por las puertas principales.

Rhonda frunció el ceño.

—Probablemente ni siquiera estén aquí. Pero esperaremos fuera por si les vemos salir.

Hank asintió y los dos detectives atravesaron el vestíbulo de las puertas de vidrio. Parecía que iba a ponerse a llover. Rhonda volvió a usar el móvil.

—¿Hay novedades? —preguntó.

Desde el teléfono llegó la voz de un sargento.

—Definitivamente no están en el Centro de Emisión de la CBC.

—Yo apuesto por el SkyDome —le dijo Rhonda al teléfono.

—Nosotros también.

—Iremos hacia allí —colgó el teléfono.

Hank miró el cielo oscuro.

—Espero que lleguemos a tiempo para ver cómo cierran el tejado del estadio —dijo.

J. D. Ewell y Cooter Falsey estaban apoyados contra una pared del color de la sopa de tomate en la Rotonda Inferior; Falsey llevaba una gorra de los Blue Jays de Toronto que había comprado el día anterior cuando fueron a ver un partido al SkyDome. Una voz masculina pregrabada de acento jamaicano surgió del sistema de locución público.

—Damas y caballeros, el museo está cerrado. Por favor, todos los visitantes diríjanse inmediatamente a la salida principal. Les damos las gracias por visitarnos, y les pedimos que regresen. Damas y cabal eros, el museo está cerrado…

Falsey sonrió a Ewell.

El Teatro RMO disponía de cuatro puertas dobles que permitían el acceso, y habitualmente no estaban cerradas. En ocasiones, los visitantes curiosos metían la cabeza entre las puertas, pero si no había nada en ese momento, lo único que veían en una enorme sala a obscuras.

Ewell y Falsey esperaron hasta que la Rotonda Inferior quedó vacía, a continuación bajaron los nueve escalones para entrar en el teatro. Permanecieron inmóviles durante un momento, dejando que los ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Aunque el teatro no disponía de ventanas, todavía quedaba algo de luz: el resplandor rojo de la señal de SALIDA, la luz que penetraba bajo las puertas, y el enorme reloj analógico iluminado situado sobre las puertas, los LEDs rojos de los detectores de humo, y las luces de un panel de control o similar que venía de las cinco ventanitas de la cabina de proyección situada sobre la entrada.

A principios del día, Falsey y Ewell habían aguantado una proyección aparentemente interminable sobre una pequeña canoa tallada en madera con la figura de un nativo canadiense que recorría varias vías fluviales. Pero no le prestaron demasiada atención a la película. En lugar de eso, examinaron la estructura física del auditorio: la presencia de un escenario frente a la pantalla de proyección, el número de filas, la posición de los pasillos, y la localización de las escaleras que llevaban al escenario.

Ahora se dirigieron con rapidez, en medio de la oscuridad, hacia el ligeramente ascendente pasillo izquierdo, encontraron una de las escaleras que llevaban al escenario, subieron los escalones, se deslizaron tras la enorme pantalla de proyección, que colgaba del techo, y penetraron entre bambalinas.

Allá atrás había más luz. A un lado había un pequeño aseo, y alguien había dejado la luz encendida y la puerta entreabierta. Tras la pantalla había varias sillas de modelos diferentes, y gran variedad de equipo de iluminación, soportes para micrófonos, cuerdas como anacondas colgando del techo, y montones de polvo.

Ewell se quitó la chaqueta, revelando la pequeña ametralladora oculta debajo. Cansado de cargar con el a, la dejó en el suelo y luego se sentó en una de las sillas.

Falsey ocupó otra silla, cruzó los dedos tras la cabeza, se recostó, y procedió a esperar con paciencia.

28

Eran ya las 10:00 de la noche y el tráfico, en el centro, se había reducido a casi nada. El transbordador de Hollus descendió en silencio desde el cielo, y no aterrizó como la primera vez frente al planetario sino tras el museo, siguiendo el paseo del Filósofo, un parque de hierba en la Universidad de Toronto que serpenteaba desde Varsity Stadium hasta Hart House. Aunque sin duda más de uno había observado el descenso del transbordador, al menos la nave no era visible desde la calle.

Christine Dorati había insistido en estar presente para la llegada de los alienígenas. Había discutido sobre la mejor forma de ocuparnos de la seguridad y nos habíamos decidido simplemente con mantener las cosas lo más discretas posible; si pedíamos apoyo militar o policial, eso atraería multitudes. A estas alturas no había más que un puñado de locos frecuentando el museo, y ninguno de ellos aparecía a estas horas de la noche —era de conocimiento público que Hollus y yo nos ceñíamos a las horas de oficina.

Las cosas se habían vuelto tirantes entre nosotros desde que Christine había intentado echarme, pero ella sabía que el final estaba próximo. Yo seguía evitando los espejos, pero podía ver la reacción de los demás: los comentarios forzados y carentes de sinceridad sobre mi buen aspecto, mi buena condición física, los apretones de mano carentes de presión, no fuese a ser que mis huesos se rompiesen, los ligeros e involuntarios movimientos de cabeza de aquellos que no me habían visto en semanas cuando apreciaban mi estado actual. Christine iba a conseguir pronto lo que quería.

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