Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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Los componentes de la tumba —dos arcos gigantes, dos camellos de piedra, dos figuras humanas gigantes, y el enorme túmulo— no estaban circundados por una cuerda de terciopelo. El otro forhilnor, Barbulkan, alargó el brazo para tocar con su mano de seis dedos el arco más cercano. Supuse que si trabajabas mucho por telepresencia, poder tocar realmente las cosas con tus dedos de carne y hueso sería una ocasión especial.

—Estos elementos de la tumba —dijo Christine junto a uno de los camellos de piedra—, los adquirió el museo en 1919 y 1920 a George Crofts, un británico comerciante de pieles y tratante de arte estacionado en Tianjin. Supuestamente provienen de un complejo de tumbas en Fengtaizhuang en la provincia de Hebei y se dice que pertenecían a Zu Dashou, el famoso general de la dinastía Ming, fallecido en 1656 después de Cristo.

Los alienígenas murmuraron entre ellos. Claramente estaban fascinados; quizás ellos no construyesen monumentos para sus muertos.

—La sociedad china de la época estaba estructurada a partir de la idea de que el universo era un lugar muy ordenado —siguió diciendo Christine—. La tumba y las figuras que tenemos aquí reflejan esa idea de un cosmos estructurado, y…

Al principio pensé que era un trueno.

Pero no lo era.

Un sonido recorría la zona de la tumba, retumbando con fuerza en las paredes de piedra.

Un sonido que antes sólo había oído en televisión y en las películas.

El sonido de disparos rápidos.

Como tontos, corrimos desde la tumba en dirección al sonido. Los forhilnores adelantaron a los humanos con facilidad, y los wreeds ocuparon la última posición. Atravesamos corriendo las galerías T. T. Tsui y penetramos en la Rotonda a obscuras.

El sonido provenía de la sala Garfield Weston, de la exposición Burgess Shale. No podía imaginar a quién disparaban: aparte del guardia de seguridad en la entrada, nosotros éramos las únicas personas en el edificio.

Christine llevaba un móvil encima; ya lo tenía abierto y presumiblemente marcaba 9— 1—1. Otra ráfaga de disparos atravesó el aire y, desde al í, más cerca, pude discernir un sonido adicional más familiar: la roca fragmentándose. De pronto comprendí lo que sucedía. Alguien disparaba a los fósiles de 500 mil ones de años de Burgess Shale, fósiles más allá de todo valor.

Los disparos se apagaron cuando los wreeds llegaron a la Rotonda. No habíamos sido muy discretos: Christine hablaba por el móvil, nuestras pisadas habían resonado en las galerías, y los wreeds, completamente perplejos —quizá nunca hubiesen desarrollado armas de proyectiles— hablaban animadamente entre sí a pesar de mis intentos por acallarles.

Incluso parcialmente ensordecidos por el sonido de sus propios disparos, era evidente que la gente que disparaba a los fósiles había oído el ruido que nosotros mismos habíamos provocado; Primero uno y luego otro salieron de la sala de exposiciones. El que salió primero estaba cubierto de fragmentos de madera y roca, y sostenía una especie de arma semiautomática; una ametralladora, quizás. La apuntó hacia nosotros.

Eso, al fin, fue suficiente para que hiciésemos lo razonable. Nos quedamos inmóviles. Pero miré a Christine y adopté una expresión inquisitiva, preguntándole en silencio si había conseguido hablar con la operadora de emergencias. Asintió, e inclinó el móvil lo justo para que al ver el visor iluminado comprendiese que seguía conectada. Gracias a Dios, la operadora de emergencias había tenido el sentido común de guardar silencio cuando Christine dejó de hablar.

—Dios santo —dijo el hombre que sostenía el arma. Medio volvió el rostro hacia su compañero más joven, que llevaba un corte de pelo militar—. Dios santo, ¡mira esas cosas! —Tenía acento del sur de Estados Unidos.

—Alienígenas —dijo el hombre del corte de pelo militar, como si estuviese probando la palabra; tenía un acento similar. Luego, un momento más tarde, decidiendo que efectivamente la palabra se ajustaba, la repitió con mayor intensidad—. Alienígenas.

Di medio paso al frente.

—Evidentemente, son proyecciones —dije—. En realidad no están aquí.

Puede que los forhilnores y los wreeds tuviesen costumbres distintas de las humanas, pero al menos no eran tan tontos como para contradecirme.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre del arma—. ¿Qué haces aquí?

—Yo soy Thomas Jericho —me presenté—. Soy el director del departamento de paleontología aquí en —levanté la voz todo lo que me atreví, con la esperanza de que la operadora del 9—1—1 oyese mis palabras, en caso de que Christine no le hubiese podido comunicar dónde estábamos— el Real Museo de Ontario. —Evidentemente, a estas alturas, el propio guardia nocturno del museo habría comprendido que algo iba mal y con toda seguridad habría llamado a la policía.

—No debería haber nadie aquí a estas horas de la noche —dijo el hombre del corte de pelo militar.

—Estábamos tomando algunas fotografías —dije—. Queríamos hacerlo cuando el museo estuviese cerrado.

Como unos veinte metros separaban nuestro grupo de los dos hombres. Podría haber un tercer o cuarto intruso en la sala de exposiciones, pero no había visto señales de ello.

—Si puedo preguntar, ¿qué están haciendo? —inquirió Christine.

—¿Quién eres tú? —preguntó el hombre del arma.

—La doctora Christine Dorati. Soy la directora del museo. ¿Qué hacen aquí?

Los dos hombres se miraron. El tipo del corte de pelo militar se encogió de hombros.

—Estamos destruyendo esos fósiles mentirosos —miró a los alienígenas—. Alienígenas, habéis venido a la Tierra, pero escucháis a la gente equivocada. Estos científicos —casi escupió la palabra— os mienten, con sus fósiles y demás. Este mundo sólo tiene seis mil años, el Señor lo creó en sólo seis días, y nosotros somos su pueblo elegido.

—Oh, Dios —dije, invocando a la entidad en la que ellos creían pero yo no. Miré a Christine—. Creacionistas.

El hombre de la ametralladora se estaba impacientando.

—Ya basta —dijo. Apuntó a Christine—. Suelta el teléfono.

Ella lo hizo; el teléfono golpeó el suelo de mármol con estruendo y se le soltó la tapa.

—Vinimos aquí a hacer un trabajo —dijo el hombre del arma—. Todos vosotros os vais a tender en el suelo, y yo voy a terminar. Cooter, cúbrelos.

El otro hombre metió la mano en el bolsil o de la chaqueta y sacó una pistola. Nos apuntó.

—Ya habéis oído —ordenó—. Al suelo.

Christine se agachó. Hollus y el otro forhilnor descendieron como yo nunca había visto antes, haciendo bajar el torso esférico lo suficiente para tocar el suelo. Los dos wreeds se quedaron de pie, ya fuese perplejos o quizá fisiológicamente incapaces de tenderse.

Y yo tampoco me tendía. Estaba aterrorizado —de eso no había duda—. Mi corazón estaba desbocado, y podía sentir el sudor en la frente. Pero esos fósiles no tenían precio, maldición —estaban entre los más importantes de todo el mundo—. Y yo era el que había conseguido que se exhibiesen al público en el RMO.

Di un paso al frente.

—Por favor —dije.

Más disparos en el interior de la galería. Era casi como si las balas penetrasen en mi carne; podía ver los esquistos rompiéndose, los restos del Opabinia y Wiwaxia y Anomalocaris y Canadia que habían sobrevivido durante 500 mil ones de años estal ando convertidos en nubes de polvo.

—No —pedí, rogando genuinamente en mi voz—. No lo hagan.

—Atrás —dijo el hombre del pelo corto—. Quédate donde estás.

Tomé aire por la boca; no quería morir —pero de todas formas iba a hacerlo—. Tanto si sucedía esa noche o meses después, iba a pasar. Di otro paso al frente.

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