Robert Sawyer - El cálculo de Dios

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Una lanzadera espacial alienígena aterriza delante de un museo de la ciencia. Las compuertas de la nave se abren y de ésta desciende un ser con forma de araña gigantesca que, bajo la atónita mirada de los presentes solicita si puede ver a un paleontólogo. Así empieza una insólita investigación alienígena que pretende demostrar la existencia de Dios, pese a los recelos de Tom D. Jericho, un paleontólogo que, como tantos científicos racionalistas, parece no necesitar en absoluto la hipótesis de la existencia de un Dios creador. Pero tom no sólo se enfrentará a un dilema científico sino también a su propia e irremediable finitud, cuando le diagnostiquen un cáncer terminal. ¿Será entonces capaz de poner en cuestión sus teorías racionalistas acerca de la inexistencia del Creador?

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—No querrás convertirte en asesino —gritó el policía del megáfono.

—No seré un asesino —gritó J. D.—. Asesinato es matar a otro ser humano. No podrán acusarme de nada. Ahora, retírense por completo, o estos alienígenas morirán.

—Un rehén será tan útil como seis —gritó el mismo policía—. Deja que salgan cinco y hablaremos.

J. D. y Cooter se miraron. Seis rehenes era un grupo muy grande; quizá les fuese más fácil controlar la situación si no tuviesen que preocuparse de tantos. Por otra parte, haciendo que los seis formasen un círculo, con J. D. y Cooter en el centro, podrían protegerse de los tiradores que intentasen alcanzarles desde cualquier dirección.

—Ni de coña —gritó J. D.—. Sois como los Geos, ¿no? Habréis venido en un furgón. Queremos que os retiréis, muy lejos del museo, dejando el furgón con el motor en marcha y las llaves puestas. Lo llevaremos hasta el aeropuerto, junto con tantos alienígenas como quepan, y queremos que nos espere un avión para llevarnos —le falló la voz— bien, para llevarnos a donde decidamos ir.

—No podemos hacerlo —dijo el policía por el megáfono.

J. D. se encogió ligeramente de hombros.

—Mataré a uno de los rehenes dentro de sesenta segundos si todavía seguís aquí. —Se volvió hacia el del corte de pelo militar—. ¿Cooter?

Cooter asintió, miró al reloj y comenzó a contar.

—Sesenta. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho.

El policía del megáfono se volvió y habló con alguien a su espalda. Pude verle señalando, presumiblemente indicando la dirección en la que sus tropas deberían retirarse a pie.

—Cincuenta y seis. Cincuenta y cinco. Cincuenta y cuatro.

Los pedúnculos de Hollus habían dejado de moverse de un lado a otro y estaban fijados en su máxima separación. Le había visto hacerlo cuando oía algo que le interesaba. Fuese lo que fuese, yo todavía no lo había oído.

—Cincuenta y dos. Cincuenta y uno. Cincuenta.

Los policías salían del vestíbulo de cristal, pero lo hacían con mucho estruendo. El del megáfono seguía hablando.

—Vale —dijo—. Muy bien. Nos retiramos —su voz amplificada resonaba por toda la Rotonda—. Nos estamos retirando.

Parecían hablar innecesariamente, pero…

Pero entonces escuché lo que Hollus había oído: un ligero retumbo. El ascensor, a nuestra izquierda, descendía; alguien lo había llamado al nivel inferior. El policía del megáfono intentaba ahogar el sonido.

—Cuarenta y uno. Cuarenta. Treinta y nueve.

Sería un suicidio, pensé, para cualquiera que se subiese a la cabina; J. D. se encargaría del ocupante tan pronto como las puertas metálicas se abriesen.

—Treinta y uno. Treinta. Veintinueve.

—Nos vamos —gritó el policía—. Ya salimos.

Ahora el ascensor subía. Sobre las puertas había una fila de indicadores luminosos — B, 1, 2, 3— señalando en qué piso se encontraba. Me atreví a mirar de reojo. El «1» acababa de apagarse, y, un momento más tarde, el «2» se encendió. ¡Magnífico! O el que ocupaba el ascensor sabía de los balcones del segundo piso, que miraban sobre la Rotonda, o el guardia de seguridad del RMO, que debía de haber dejado entrar a la policía, se lo había dicho.

—Dieciocho. Diecisiete. Dieciséis.

Mientras el «2» se encendía, hice lo que pude por ahogar el sonido de las puertas del ascensor tosiendo con fuerza; si había algo que sabía hacer bien en esos momentos era toser.

El «2» se mantenía encendido; las puertas ya debían de estar abiertas, pero J. D. y Cooter no las habían oído. Presumiblemente uno o más policías armados ya habrían salido al segundo piso —el que contenía las Exposiciones de Dinosaurios y de los Descubrimientos.

—Trece. Doce. Once.

—Vale —gritó el agente ETF, con el megáfono—. Vale. Nos vamos. —A esa distancia, no sabía si ese policía mantenía contacto visual con los agentes en los balcones a obscuras. Seguíamos junto al ascensor; no me atrevía a levantar la vista, no fuese a descubrir la presencia de personas en el piso superior.

—Nueve. Ocho. Siete.

Los policías desalojaron el vestíbulo, pasando a la noche obscura. Les vi desaparecer de la vista al descender los escalones de piedra para llegar a la acera.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Las luces rojas de los coches patrulla que habían estado barriendo la Rotonda empezaron a alejarse; un juego de luces —presumiblemente del furgón ETF— seguía girando.

—Tres. Dos. Uno.

Miré a Christine. Asintió de forma casi imperceptible; ella también sabía lo que sucedía.

—¡Cero! —dijo Cooter.

—Vale —dijo J. D.—. En marcha.

Yo había pasado los últimos meses preocupándome cómo iba a ser la muerte —pero no había pensado que vería morir a alguien antes de que me tocase a mí—. Mi corazón latía como si fuese uno de los martil os neumáticos que empleábamos para romper los recubrimientos rocosos. A J. D., suponía, sólo le quedaban unos segundos de vida.

Nos dispuso en un semicírculo, como si fuésemos un escudo biológico para él y Cooter.

—Moveos —dijo, y aunque yo le daba la espalda, estaba seguro de que movía el arma de derecha a izquierda, preparándose para abrir fuego si fuese necesario.

Empecé a caminar hacia delante; Christine, los forhilnores y los wreeds hicieron lo mismo. Salimos del saliente que cubría la zona del ascensor, bajamos los cuatro escalones que llevaban a la Rotonda en sí e iniciamos el camino para atravesar el ancho suelo de mármol que llevaba a la entrada.

Juro que primero sentí la salpicadura contra mi cabeza calva y luego oí el ensordecedor disparo desde arriba.

Me di la vuelta. Era difícil saber qué veía; la única luz en la Rotonda era la que venía de la galería George Weston y desde la calle atravesando las puertas de vidrio del vestíbulo y las vidrieras que había encima. La cabeza de J. D. estaba abierta, como un melón, y la sangre lo había cubierto todo, incluyéndome a mí y a los alienígenas. El cadáver cayó hacia delante, hacia mí, y la ametralladora saltó deslizándose por el piso.

Un segundo disparo sonó casi simultáneamente con el primero, pero no estaba del todo sincronizado; quizás en los balcones a obscuras, los dos agentes —parecía que allí arriba había al menos dos— no habían podido verse. Cooter, el de pelo corto, apartó la cabeza justo a tiempo, y de pronto se adelantó, intentando coger el arma de J. D.

Un wreed le cerraba el paso; Cooter le derribó. Con el alienígena tirado y moviéndose, aparentemente el tirador no podía ver a Cooter con claridad.

Yo estaba conmocionado; podía ver cómo la sangre de J. D. me caía desde el cuello. De pronto, el wreed que seguía de pie saltó en el aire. Sabía que llevaba un dispositivo para andar con comodidad bajo la gravedad de la tierra; no había comprendido que tenía la fuerza suficiente para permitirle volar.

El otro forhilnor dio una patada a la ametral adora, enviándola más lejos. Cooter siguió intentando alcanzarla. El wreed caído se estaba poniendo en pie. Mientras tanto, el wreed volador se había elevado a tres metros sobre el suelo.

Cooter llegó hasta el arma y se echó de lado disparando hacia los balcones obscuros. Apretó el gatil o repetidamente, lanzando un arco de plomo. Las balas golpearon grabados en piedra de 90 años de antigüedad, enviando una lluvia de restos sobre nuestras cabezas.

El otro wreed también se lanzó al aire. Yo intenté situarme tras uno de los segmentos de pared individuales que definían parcialmente los límites de la Rotonda. Hollus se movía con rapidez —pero iba en dirección opuesta, y pronto, para mi asombro, llegó hasta el más alto de los dos tótems—. Flexionó las seis patas y dio un salto para recorrer la corta distancia entre la escalera y el tótem, envolviéndolo con sus miembros. Y luego empezó a trepar por el tótem. Pronto desapareció; podría estar incluso en el tercer piso. Me alegré de que aparentemente estuviese a salvo.

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