Una especie de energía ardiente lo inunda: trabaja a toda prisa, del depósito al banco, del depósito al banco; en la boca, un manojo de clavos de seis tamaños diferentes; no se detiene ni por un instante, y aun así, no hay nada de violento en su tarea, ya que el objeto de esta sesión es, precisamente, lograr la paz espiritual. Por lo tanto, el trabajo debe realizarse con ligereza, pero sin atropellos. Sadrac construye sereno. El propósito de la obra está contenido en su propia esencia sin extenderse más allá de su función espiritual, ya que nadie usa lo que construye, nadie se lleva consigo lo que ha armado en la capilla de carpintería, en la misma medida en que nadie trabada con herramientas propias. Después de todo, no se trata de sustituir el trabajo manual que no se ha hecho en casa, sino de ejercitar la habilidad para unir, y experimentar así la conexión del universo. El trabajo que se hace en la capilla es, de hecho, algo incidental, un. medio para un fin, y de ninguna manera se lo debe considerar como una meta en sí. Esta es la primera vez que Sadrac logra entender la naturaleza de este rito, ya que hasta ahora se deleitaba ante el trabajo como elemento físico, martillando y uniendo, apreciaba la obra como recompensa estética, como algo macizo y atractivo que tomaba forma entre sus manos, y siempre lamentó tener que desarmarlo, como lo exige la ceremonia. Lo que ocurre es que la carpintería era para Sadrac algo tan superficial como un partido de tenis o de golf o un paseo en bicicleta, y nunca había experimentado los alcances más profundos del espíritu, que según había oído, alcanzaban los demás adictos. Ahora sí, logra esos alcances o, por lo menos, se aproxima a ellos, penetrando en dimensiones inesperadas que disipan sus temores y resentimientos y lo purifican. Lo mismo, probablemente, haya sentido el Creador, cuando le daba forma al mundo en un tranquilo atardecer, experimentando una sensación de plena identificación con la tarea, una sensación de absoluta impersonalidad, la sensación de ser tan sólo el portador de la gran fuerza hacedora que flota a través del universo. No cabe duda, sin embargo, de que se alcanza el mismo estado de paz a través de un partido de tenis o de golf o de un paseo en bicicleta. La forma de lograrlo es lo de menos: lo mas importante es el estado mental hacia el cual se encaminan los pensamientos. Sadrac observa el arco, que va tomando forma. No es su arco, sino el arco, el prototipo de todos los arcos, el arco donde descansa la bóveda de los cielos, y él y el arco se han vuelto un solo ser, y Sadrac Mordecai de Ulan Bator, soporta todo el peso del cosmos, Pero no siente la carga. ¿Acaso un arco se queja por el peso que sostiene? El arco, si es un arco bien construido, transmite el peso a la tierra y la tierra tampoco se queja, sino que imparte la presión de su carga a las estrellas, que la aceptan complacientes, puesto que ni la carga ni el peso existen, sólo se siente el flujo y reflujo de la sustancia entre los miembros enlazados de esa gran y única entidad que es la matriz de todo. ¿Si uno es capaz de percibir esa sensación, entonces, es acaso tan grave el hecho de que el cuerpo de un individuo, que aloja en ese momento un patrón de respuestas llamado "Sadrac Mordecai—, aloje dentro de poco tiempo otro patrón de respuestas llamado "Genghis Mao-? Ese tipo de transformaciones carecen de significado, ya que no ocurre ningún cambio: se trata simplemente de transferencias y no de transformaciones. La única realidad es la realidad del flujo eterno. Sadrac flota en la pureza de la armonía y la paz.
El arco esta terminado. Sadrac admira ligeramente la perfección de su estructura; luego, en un mar de serenidad, lo derriba de un golpe y lleva los pedazos al depósito de material sobrante.
¿Acaso el solo hecho de que los componentes del arco se hayan desintegrado significa que el arco ya no existe? No. El arco existe, y brilla en la mente de Sadrac con la misma intensidad que cuando acababa de concebirlo. El. arco existirá siempre. El arco es indestructible. Sadrac vuelve a colocar las herramientas en el orden impecable en que las encontró, recoge el aserrín, y para concluir el rito, lo quema en la urna. Una vez que el banco queda totalmente limpio, se arrodilla, inclina la cabeza, y permanece en esta posición durante un minuto o dos. Ya ha alejado toda turbación y pena, tiene la mente en blanco, una tabula rasa, y está totalmente recuperado. Finalmente, se va.
Por todas partes hay imágenes de Mangú, la cara del apuesto mogol estampada en las fachadas de los edificios y reflejada en grandes estandartes que, atados a los postes de luz, se elevan imponentes sobre las calles. En la intersección de tres avenidas importantes, se ven hombres que trabajan activos, levantando la armadura de lo que, sin duda, será una inmensa estatua del virrey desaparecido. El proceso de la canonización ha avanzado considerablemente. Es evidente que día a día la memoria dé Mangú se impone en la conciencia de los ciudadanos de la capital mundial, y, sin duda, de los ciudadanos del resto del mundo. El recuerdo de Mangú, ahora que ha muerto, ha adquirido un poder y una presencia, de la cual Mangú nunca había gozado en vida: se ha transformado, indudablemente, en un semidiós aniquilado, en Balder, en Adonis, en Osiris, la promesa desangrada de la primavera que pronto volverá a surgir.
Sadrac, recuperada su frescura y agilidad vivaz, camina hacia el río, silbando una deliciosa musiquita romántica que, según cree, es una melodía de Rachmaninov. Mientras camina, advierte que alguien lo sigue: es un hombre que salió de la capilla de carpintería después de él. Pero Sadrac no se preocupa. Por ahora, nada lo preocupa, al contrario, se deleita con todo lo que lo rodea; la llanura, las colinas, el aire fresco y suave de la primavera, la idea de que un individuo lo está siguiendo, aun con la ridícula ubicuidad de Mangú, cuyos rasgos suaves y simétricos están presentes en todas partes, en buzones, en los cestos de residuos, en el pequeño muro blanco del bulevar que bordea el río, en banderas y banderines. Todo está hecho en tonos de amarillo, el color de luto de los mogoles, que ofrece una curiosa característica de brillo y festividad, como si estuviera por comenzar un desfile en honor a Mangú, seguido por la segunda llegada del glorioso virrey. Sadrac sonríe. Apoya su figura longilínea contra el muro del bulevar para apreciar la belleza del río, la corriente turbulenta, que, acelerada por la creciente de primavera, avanza con intensa energía entre un vaivén de remolinos. Sadrac imagina los filamentos y zarcillos de los arroyos tributarios que se extienden alrededor del canal que baila a sus pies, aunando estas tierras áridas, trayendo alegres el agua de la montaña, entregándosela al río y luego al mar, un inmenso sistema arterial que abastece a esa entidad viva y palpitante que es la tierra. La imagen reconforta su alma de médico, y hasta le parece escuchar la respiración del planeta, y aun los latidos del corazón terrestre, tam— tom, tam-tom, tam-tom.
El individuo que lo ha estado siguiendo aparece ahora en el bulevar y se ubica a la izquierda de Mordecai. Los dos, uno al lado del otro, contemplan el río en silencio. Después de un momento, Sadrac arriesga una mirada furtiva y descubre que el hombre es Frank Ficifolia, el experto en comunicaciones, el diseñador del Vector de Vigilancia Uno. Ficifolia es bajo, de rasgos y líneas redondeadas, un hombre capaz, de unos cincuenta años aproximadamente, sociable y conversador, y, por lo tanto, este silencio poco característico en él resulta significativo. Al entrar a la capilla de carpintería, a Sadrac le pareció ver a alguien que podía ser Ficifolia, pero, cumpliendo con las normas del culto, no volvió a mirarlo para comprobar de quién se trataba. Ahora. confirma su suposición, pero, cumpliendo también con ciertas normas, aunque de otra índole, no le dirige la palabra a Ficifolia: en este mundo vigilado y enloquecido de Genghis Mao, a menudo ocurren situaciones como éstas, en las que alguien se acerca con el deseo de hablar sin que adviertan que mantiene una conversación. Muchas veces, Sadrac ha mantenido largos diálogos con personas que ni siquiera lo miraban y aun con personas que le daban la espalda para disimular. Por lo tanto, ignora la presencia de Ficifolia, continúa contemplando el río embravecido y espera.
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