Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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Luego habló.

— Charles, voy a conseguir esta pequeña embarcación aunque tenga que regresar para robarla. Cuando termine mi discurso, por favor, responde… No importa lo que digas.

Convenceré a esta gente de que el bote que transporto la radio esta demasiado alterado para un uso normal, y de que debe ocupar el lugar de la radio en mi cubierta. ¿Vale?

— Mi educación me impulsa a desdeñar a los embaucadores (alguna vez te traduciré esa palabra), pero admiro tus agallas. Espero que te salgas con la tuya, Barl, pero no te arriesgues mas de la cuenta.

Guardo silencio y observo mientras el mesklinita aprovechaba esas pocas frases.

Aunque apenas recurría al idioma hablado, sus gestos eran razonablemente inteligibles para los seres humanos, y claros como el cristal para sus ex captores. Primero inspeccionó atentamente la canoa, y a regañadientes, dio a entender que era valiosa.

Luego desdeñó otra canoa que se había acercado, e indico a varios miembros de la tribu que aún se encontraban en la cubierta del Bree que se alejaran. Cogió una lanza que uno de los consejeros había dejado al ocupar su nueva posición, y dejo en claro que nadie debía acercarse a dicha distancia de la canoa.

Luego midió la canoa por longitudes de lanza, llevo el arma hasta donde antes estuviera la radio y, ostentosamente, despejo una zona de tamaño suficiente para albergar la embarcación; a una orden suya, varios tripulantes reordenaron las radios restantes a fin de dejar espacio para la nueva propiedad. Pudo haber intentado nuevas formas de persuasión, pero el ocaso interrumpió repentinamente esa actividad. Los moradores del río no pasaron la noche allí; cuando despunto el sol, la canoa con la radio estaba a metros de distancia, ya encallada en la costa.

Barlennan la miro con ansiedad. Casi todas las demás canoas también estaban en tierra y solo algunas continuaban rodeando el Bree. Habían acudido más nativos a la orilla, pero, para gran satisfacción de Barlennan, se limitaban a mirar y ninguno se acerco a la canoa cargada. Al parecer, les había causado bastante impresión.

El jefe y sus ayudantes descargaron su adquisición, mientras la tribu se mantenía a una distancia incluso mayor de la aconsejada por Barlennan. Llevaron la radio cuesta arriba; la multitud se apartó a uno y otro lado para dejarlos pasar y los siguió; durante largos minutos no hubo mas actividad. El Bree ya podría haber salido de su jaula, pues los tripulantes de las pocas canoas que quedaban en el río demostraban poco interés en la nave, pero el capitán no desistía fácilmente. Con la mirada fija en la costa, aguardó hasta que un numeroso grupo de largos cuerpos negros y rojos apareció en la orilla. Uno de ellos enfiló hacia la canoa; pero Barlennan notó que no era el jefe y emitió un ronquido de advertencia. El nativo se detuvo, y entonces se produjo un breve altercado que culminó en una serie de alaridos, los más estentóreos que Lackland le había oído a Barlennan. Poco después, el jefe apareció y se dirigió hacia la canoa; dos de los consejeros que habían ayudado a acarrear la radio la abordaron y bogaron hacia el Bree. Otra canoa los siguió a respetuosa distancia.

El jefe llegó hasta las balsas externas, en el punto donde habían cargado la radio, y desembarcó de inmediato. Barlennan había impartido sus ordenes en cuanto la canoa dejara la orilla; ahora, los marineros subieron la pequeña embarcación a bordo y la arrastraron hasta el espacio que le habían reservado, demostrando todavía gran reverencia. El jefe no aguardó a que culminara esa operación; se embarco en la otra canoa y regresó a la costa, mirando hacia atrás de vez en cuando. La oscuridad engulló la escena cuando él llegaba a la orilla.

— Tú ganas, Barl. Ojalá yo tuviera esa habilidad; sería mucho más rico de lo que soy, siempre y cuando lograra sobrevivir. ¿Esperarás hasta mañana para sacarles algo mas?

— ¡Nos marchamos ahora mismo! — replicó el capitán sin titubeos.

Lackland se alejó de la oscura pantalla y se dirigió a sus aposentos para dormir por primera vez en muchas horas. Habían transcurrido sesenta y cinco minutos — menos de cuatro días de Mesklin— desde que avistaran la aldea.

11 — EL OJO DE LA TORMENTA

El Bree se internó en el océano del este tan gradualmente que nadie notó cuando se produjo el cambio. El viento soplaba cada día más, y al fin la nave pudo usar las velas normalmente; el río se ensanchó metro a metro y kilómetro a kilómetro hasta que las orillas dejaron de ser visibles desde la cubierta. Aun era «agua dulce» — es decir, carecía de la vida bullente que tenía prácticamente todas las zonas oceánicas de matices variados y contribuía a dar a ese mundo un aspecto tan asombroso desde el espacio—, pero los marineros verificaban con gran satisfacción que el olor se acercaba.

Todavía navegaban rumbo al este, pues, según los informes de los Voladores, una larga península les cerraba el paso hacia el sur. El tiempo era favorable, y estarían bien informados sobre posibles cambios gracias a los extraños seres que los observaban con tanta atención. Aun había provisiones en abundancia a bordo, las suficientes para permitirles llegar hasta los ricos parajes del mar profundo. La tripulación se sentía feliz.

El capitán también estaba satisfecho. Había aprendido, en parte por sus propios exámenes y experimentos, y en parte por las explicaciones de Lackland, que una embarcación hueca como aquella canoa podía acarrear mas peso que una balsa del mismo tamaño. Ya estaba fraguando planes para construir una gran nave — quizá mayor que el Bree— que siguiera el mismo principio y pudiera trasladar en un viaje las ganancias de diez. El pesimismo de Dondragmer no lograba disipar ese sueño rosado; el piloto temía que hubiera alguna razón para que ellos no usaran esas naves, aunque no atinaba a dar con ella.

— ¡Se hundirá en cuanto empiece a soportar demasiado peso! — exclamó —. Puede estar bien para las criaturas del Borde, pero se necesita una balsa sólida allá donde las cosas son normales.

— El Volador dice que no — replico Barlennan —. Tu sabes tan bien como yo que el Bree no flota a mayor altura aquí que en nuestra patria. El Volador dice que es porque el metano también pesa menos, lo cual parece razonable.

Dondragmer no respondió; simplemente miró, con una expresión equivalente a una sonrisa complaciente, la resistente balanza compuesta de resorte y pesa de madera que constituía uno de los principales instrumentos de navegación de la nave. En cuanto esa pesa empezara a descender, estaba seguro, ocurriría algo que ni su capitán ni el Volador habían tenido en cuenta. No sabía de que se trataba, pero estaba seguro de ello.

La canoa, sin embargo, continuó flotando mientras la pesa ascendía lentamente. No flotaba a tanta altura como lo habría hecho en la Tierra, pues el metano líquido tiene la mitad de densidad que el agua; su línea de flotación, con la carga que llevaba, estaba a mitad de camino entre la quilla y la borda, de modo que quedaban diez centímetros invisibles bajo la superficie. Los otros diez centímetros de espacio libre no disminuían con el transcurso de los días, y el piloto parecía casi defraudado. Quizá Barlennan y el Volador tuvieran razón.

La balanza de resorte empezaba a indicar un descenso respecto de la posición cero — estaba preparada, por supuesto, para un lugar donde el peso era cientos de veces superior al terrícola—, cuando se rompió la monotonía. El peso era siete veces el de la Tierra. La llamada habitual de Toorey llego un poco tarde, y tanto el capitán como el piloto empezaban a preguntarse si todas las radios habrían sufrido un desperfecto. No llamaba Lackland, sino un meteorólogo a quien los mesklinitas ya conocían muy bien.

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