Hal Clement - Misión de gravedad

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Misión de gravedad: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Mesklin es grande y muy denso. La gravedad en su superficie varía enormemente desde 3 g en el ecuador hasta 700 g en los polos. Los océanos son de metano líquido y la nieve es amoniaco congelado. En estas condiciones de pesadilla viven los mesklinitas, quienes han desarrollado una cultura y una sociedad perfectamente acorde con las condiciones de su entorno. Barlemann, un osado marinero mesklinita, acepta emprender un viaje imposible para salvar una costosa sonda terrestre averiada en el polo del planeta. Para los mesklinitas el viaje constituye una maravillosa oportunidad de descubrir la ciencia y avanzar en el camino del conocimiento, fuerza motríz que les guía a través de numerosas aventuras.

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Armaron un andamiaje de mástiles en el borde para brindar un punto de suspensión que impidiera la fricción de las cuerdas, aunque los mástiles no tenían la longitud suficiente para mantener una balsa a mucha distancia de la pared del risco; acto seguido, unieron al andamiaje un aparejo de poleas, que Lackland observo con interés, y pusieron la primera balsa en posición. La acomodaron en una hamaca de cuerdas para que bajara horizontalmente, con el cable principal amarrado a la hamaca y asegurado en un árbol; varios marineros cogieron el cable y empujaron la balsa por encima del borde.

Todo andaba bien, pero Dondragmer y su capitán inspeccionaron cada detalle con sumo cuidado antes de que el piloto y un tripulante abordaran la plataforma que pendía con cierta inclinación contra la roca, unos dos o tres centímetros debajo del borde. Por un instante, cuando subieron a bordo, todos miraron con ansiedad; pero no ocurrió nada, y Dondragmer dio ordenes de iniciar el descenso. Todos los tripulantes que no manejaban el cable se acercaron al borde para presenciar la operación. A Lackland también le hubiera gustado mirar, pero no tenía intención de poner en peligro el tanque ni su persona. Además de su propio temor a la altura, el cordaje utilizado por los mesklinitas le producía aprensión; en la Tierra no hubiera podido sostener ni un saco de azúcar.

Los mesklinitas roncaron de excitación y se alejaron del borde, indicando que la primera balsa había llegado a salvo; Lackland pestañeo cuando los marineros procedieron a apilar varias balsas mientras subían el cable. Al parecer, no querían perder mas tiempo del necesario. Aunque confiaba en el juicio de Barlennan, el terrícola decidió inspeccionar la pila de balsas antes del descenso. Estaba a punto de ponerse la escafandra, cuando recordó que no era necesario; se relajo de nuevo, llamo a Barlennan y le pidió que dispusiera los aparatos de comunicación para que sus «ojos» enfocaran la actividad deseada. El capitán acató la orden de inmediato, pidiendo a un marinero que conectara uno de los aparatos al andamiaje, de tal modo que mirase hacia abajo, y que pusiera otro encima de la pila de balsas que acababan de amarrar a la hamaca de cuerdas. Lackland pasaba de un enfoque a otro mientras la operación proseguía su curso. El primero resultaba desconcertante, pues solo se veían unos metros de cable desde la lente y la carga parecía descender sin sostén; el otro le ofrecía una vista de la pared del risco, que sin duda habría sido fascinante para un geólogo. Con el descenso a medio concluir, decidió llamar a Toorey para invitar a los interesados a observar. El departamento de geología acepto y comento libremente el resto de la operación.

Bajaron una carga tras otra, sin variaciones que proporcionaran interés al procedimiento. Al final, instalaron un cable más largo y el descenso se manipuló desde abajo, pues la mayoría de los tripulantes ya se encontraba allí. Lackland sospecho la razón cuando Barlennan se aparto de la escena y brincó hacia el tanque. La radio instalada en el techo del vehículo era fija, y no había bajado con las demás.

— Solo nos quedan dos cargas, Charles — dijo el capitán —. Habrá un pequeño problema con la última. Nos gustaría mantener todo nuestro equipo, si es posible, lo cual significa desmantelar y bajar los mástiles utilizados con el aparejo. No queremos arrojarlos porque no sabemos si aguantaran. El suelo es muy rocoso abajo. ¿Podrías ponerte la escafandra y bajar a mano la ultima carga? Dispondré las cosas para que consista en una balsa, los mástiles, el aparejo y yo mismo.

Lackland quedo sorprendido ante el ultimo ítem.

— ¿Quieres decir que te confiarías a mis fuerzas, sabiendo que estoy soportando tres veces y media mi gravedad normal, mas el peso de mi escafandra?

— Por supuesto. La escafandra será tan pesada como para servir de ancla, y si te anudas una vuelta de cuerda alrededor del cuerpo, puedes bajarla gradualmente. No veo ninguna dificultad; la carga será de pocos kilos.

— Tal vez, pero hay otra cosa. Tu cuerda es muy delgada, y los guanteletes de mi escafandra resultan un poco toscos para coger objetos pequeños. ¿Que ocurrirá si la cuerda se me escapa?

Barlennan callo unos instantes.

— ¿Cuál es el objeto más pequeño que puedes manejar con razonable seguridad?

— Uno de tus mástiles, diría yo.

— No hay problema, pues. Enrollaremos la cuerda alrededor del mástil para que lo utilices como carrete. Luego arrojaras el mástil y la cuerda; si el mástil se parte, la perdida no será muy grande.

Lackland se encogió de hombros.

— Es tu salud y tu propiedad, Barl. Desde luego, seré cuidadoso; no quiero que te ocurra nada, y menos por negligencia mía. Saldré dentro de un instante.

Barlennan lo estaba esperando. Una sola balsa aguardaba ahora en el borde del risco, sujeta a la hamaca y preparada para el descenso. Encima había una radio y los restos amarrados del andamiaje, y el capitán arrastraba hacia Lackland el mástil que tenía la cuerda enroscada alrededor. El hombre se aproximaba con lentitud, pues la terrible fatiga parecía crecer a cada instante; pero al final llego a tres metros del borde, se inclinó tanto como se lo permitía su incomodo atuendo, y cogió el mástil. Sin una palabra de advertencia ni nada que sugiriese dudas sobre su amigo humano, Barlennan regreso a la balsa, se cercioró de que el cargamento estuviera bien amarrado, lo empujó hasta que oscilo en el borde del risco y trepó a bordo.

Se volvió para echar un ultimo vistazo a Lackland, y el hombre habría jurado que le guiñaba un ojo.

— Aguanta, Charles — dijo la voz por la radio.

El capitán se plantó resueltamente en el borde exterior de la balsa que colgaba en precario equilibrio. Tenía las pinzas bien cerradas sobre los aparejos, y solo eso lo mantenía a bordo cuando la plataforma se inclinó y se deslizó por encima del borde.

La cuerda que sostenía Lackland tenía margen suficiente para permitir una caída de medio metro; la balsa y el pasajero desaparecieron al instante. Un brusco tirón indico al hombre que la cuerda aun aguantaba, y poco después la voz de Barlennan le confirmo jovialmente esa información.

— ¡Bájala! — fue la frase final, y Lackland obedeció.

Con aquel carrete era como manejar una cometa: una cuerda enroscada en un palillo.

Aquello le evoco recuerdos infantiles; pero sabía que si perdía esa cometa tardaría mucho en reponerse.

La voz de Barlennan le llegaba de forma intermitente y siempre en tono alentador; era como si la pequeña criatura entendiera la angustia que embargaba a Lackland: «Ya vamos por la mitad», «Todo anda bien», «Ya no temo mirar hacia abajo, a pesar de la distancia». Y, al final:

— Ya llegamos, solo un poco más. Eso es, estoy abajo. Sostén el carrete un momento, por favor. Te avisaré cuando la zona este despejada y puedas arrojarlo.

Lackland continuo obedeciendo. Para conservar un recuerdo, intentó cortar un trozo del final del cable, pero le resultó imposible a pesar de la escafandra. Sin embargo, el borde de una de las pinzas de la escafandra tenía filo suficiente para cortar aquel material, y, cuando lo consiguió, se sujeto el recuerdo alrededor del brazo antes de cumplir las ultimas ordenes de su aliado.

— Ya hemos despejado la zona, Charles. Puedes soltar la cuerda y arrojar el mástil cuando quieras.

La delgada cuerda culebreo, perdiéndose de vista, y luego le siguió la rama de veinticinco centímetros que era uno de los principales mástiles del Bree. Ver cosas en caída libre en triple gravedad, pensó Lackland, era peor que pensar en ello. Quizá fuera mejor en los polos, donde no podías verlo. ¡Allí, un objeto caía a tres kilometres por segundo! Pero quizá la desaparición abrupta resultara igualmente agotadora para los nervios. Lackland ahuyentó esos pensamientos y regresó al tanque.

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