Jake se encogió de hombros.
—Bueno, asumiendo que se produjo un desplazamiento temporal, y aún no estamos seguros de ello, por supuesto, debe de haber sido a un tiempo lo bastante lejano en el futuro como para que todos los que en este momento estamos vivos… bueno, no hay un modo agradable de decirlo ¿no? En el que todos los que ahora vivimos hayamos muerto. Si el desplazamiento hubiera sido de ciento cincuenta años, por ejemplo, no es de extrañar, pero…
—Silencio —dijo Doreen, desde la cama—. Pero tú has tenido una visión —dijo a su marido—. ¿Fue tan lejos como dice?
Lloyd negó con la cabeza.
—Más —dijo suavemente—. Mucho más.
—¿Cuánto?
—Millones. Miles de millones.
Doreen no pudo reprimir la risa.
—¡Oh, venga, cariño! Debe de haber sido un sueño. Es evidente que estarás vivo en el futuro, pero soñando.
Lloyd pensó en aquello. ¿Tendría razón? ¿Podía no haber sido más que un sueño todo aquello? Pero había sido tan vívido, tan real…
Y tenía sesenta y seis años, por el amor de Dios. Por muchos años que hubiera saltado en el futuro, si él había tenido una visión otros más jóvenes la hubieran tenido también. Pero Jake Horowitz tenía veinticinco años menos, y sin duda ABC News tenía personal de veinte o treinta años.
Y ninguno había informado de visión alguna.
—No sé —dijo al fin—. No me pareció un sueño.
El futuro podía cambiarse. Lo habían descubierto cuando la realidad se desvió desde lo visto en las primeras visiones. Sin duda, aquel futuro también podía alterarse.
En un momento relativamente cercano se desarrollaría un proceso de inmortalidad, o algo muy cercano, y Lloyd Simcoe se sometería a él. No sería algo tan sencillo como la anulación de los telómeros, pero, fuera lo que fuese, funcionaría al menos durante algunos cientos de años. Más tarde, su cuerpo biológico sería reemplazado por uno robótico, más duradero, y viviría lo suficiente como para ver el beso de la Vía Láctea y Andrómeda.
Por tanto, todo lo que tenía que hacer era encontrar un modo de que Doreen accediera también al tratamiento de inmortalidad: fuera cual fuese el coste, fueran cuales fuesen los criterios de selección, se aseguraría de que su mujer accediera a ellos.
Sin duda, en ese momento vivían otras personas que también se convertirían en inmortales. No podía haber sido el único en tener una visión; después de todo, al final no había estado solo.
Pero, como él, estaban callados, tratando todavía de comprender lo que habían contemplado. Quizá algún día todos los humanos vivieran eternamente, pero de las generaciones actuales, las que ya vivían en 2030, parecía que sólo unos cuantos no conocerían nunca la muerte.
Lloyd daría con ellos. Un mensaje en la red, quizá. Nada tan burdo como pedir a quien hubiera tenido otra visión que diera un paso adelante. No, no… algo sutil. Quizá pudiera preguntar por aquellos interesados en esferas de Dyson para ponerse en contacto con ellos. Incluso los que no comprendieran lo que veían en el momento de la visión debían de haber investigado las imágenes desde que la consciencia regresó al presente, y el término hubiera salido en su búsqueda en la Red.
Sí, daría con ellos; encontraría a los demás inmortales.
O ellos lo encontrarían a él.
Pensó que quizá fuera Michiko a quien había visto en la llanura nevada del futuro distante.
Pero entonces le llegó el mensaje, invitándolo a Toronto. Era un simple correo electrónico: “Soy el hombre de jade que vio al final de su visión”.
Jade. Por supuesto, eso era. No mármol verde, sino jade. No le había dicho nada a nadie sobre esa parte de la visión. Después de todo, ¿cómo decirle a Doreen que había encontrado a Michiko, y no a ella?
Pero no era Michiko.
Lloyd voló desde Montpellier hasta el aeropuerto internacional Pearson y buscó la salida. Era un vuelo internacional, pero su pasaporte canadiense le hizo atravesar la aduana sin perder tiempo. Un conductor lo esperaba en la puerta, sosteniendo un plano en el que aparecía escrito “SIMCOE”. La limusina voló (literalmente) por la 407 hasta la calle Yonge, y al sur hasta la torre de apartamentos sobre la librería, la tienda y el multicine.
—Si pudiera salvar sólo a una diminuta porción de la especie humana de la muerte, ¿a quién elegiría? —preguntó Cheung a Lloyd, que estaba sentado en el sofá de cuero naranja del salón—. ¿Cómo se aseguraría de haber elegido a los más grandes pensadores, a las principales mentes? Sin duda, hay muchos modos. Yo decidí elegir ganadores del premio Nóbel. ¡Lo mejores doctores! ¡Los científicos más preeminentes! ¡Los más sublimes escritores! Y sí, los más humanitarios, aquellos que han ganado el Nóbel de la Paz. Por supuesto, uno puede no estar de acuerdo con las elecciones de un año dado, pero por lo general los galardones son merecidos . De ese modo comenzamos a acercarnos a los ganadores. Por supuesto, lo hicimos de forma subrepticia; ¿puede imaginar la protesta mundial si se supiera que la inmortalidad existía, pero que se le hurtaba a las masas? No comprenderían, no entenderían que el proceso es caro más allá de toda medida, y que durante muchas décadas lo seguirá siendo. Sí, quizá algún día encontremos un modo más barato, pero de momento sólo podemos permitir el tratamiento para unos pocos centenares.
—¿Incluyéndolo a usted?
Cheung se encogió de hombros.
—Antes vivía en Hong Kong, Dr. Simcoe, pero lo dejé por un motivo. Soy un capitalista, y los capitalistas creemos que aquellos que realizan el trabajo deben prosperar con el sudor de su frente. El proceso de inmortalidad no existiría sin los miles de millones que mis compañías invirtieron en su desarrollo. Sí, me he seleccionado para el proceso. Tengo derecho.
—Si busca a ganadores del premio Nóbel, ¿qué hay de mi compañero, Theodosios Procopides?
—Ah, sí. Estimé prudente administrar el proceso por orden descendiente de edad. Pero sí, él será el siguiente, a pesar de su juventud; para los ganadores conjuntos, procesamos al mismo tiempo a todos los miembros del equipo. Ya conocí a Theo, como sabrá, hace veintiún años. Mi visión original tenía que ver con él, y vino a visitarme mientras buscaba información sobre su asesino.
—Lo recuerdo; estábamos juntos en Nueva York, y voló hasta aquí. Me habló de su reunión con usted.
—¿Le contó lo que le dije? Le dije que el alma tiene que ver con la vida inmortal, pero la religión sólo con recompensas. Le dije que sospechaba que le esperaban grandes cosas, y que un día recibiría una gran recompensa. Aun entonces yo sospechaba la verdad; después de todo, por justicia yo no debiera de haber tenido visión; tendría que estar muerto para hoy, o al menos no debería poder caminar a buen paso sin ayuda. Por supuesto, no podía estar seguro de que un día mi equipo lograría desarrollar la técnica de la inmortalidad, pero era un asunto en el que llevaba mucho tiempo interesado, y la existencia de algo así explicaría la buena salud de la que gozaba en mi visión, a pesar de la avanzada edad. Quería que su amigo supiera, sin revelar todos mis secretos, que si lograba sobrevivir lo bastante se le ofrecería la mayor recompensa de todas: la vida ilimitada. ¿Lo ve a menudo?
—Ya no.
—En cualquier caso, me alegro, más de lo que imagina, de que se haya evitado su muerte.
—Si le preocupara eso y dispusiera de la inmortalidad, ¿por qué no le administró el tratamiento antes del día en el que las visiones lo condenaban a muerte?
—Nuestro proceso anula la senectud biológica, pero desde luego no hace invencible al beneficiario; aunque, como sin duda contempló en su visión, los cuerpos artificiales terminarán por resolver ese asunto. Si invirtiera millones en Theo y luego terminara muerto, hubiera derrochado un recurso muy limitado.
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