Robert Sawyer - Recuerdos del futuro

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Recuerdos del futuro es la historia de un asombroso descubrimiento en las instalaciones del CERN en Suiza. El equipo de investigación de Lloyd Simcoe y Theo Procopides está empleando el acelerador de partículas del laboratorio para buscar el esquivo bosón de Higgs, una partícula subatómica teórica. Pero su experimento sale terriblemente mal y, durante unos instantes, la conciencia de toda la raza humana es arrojada veinte años hacia el futuro.
Mientras la humanidad debe restañar los catastróficos efectos inmediatos del experimento (miles resultan muertos o heridos cuando el cuerpo de todos los hombres y mujeres queda inconsciente en el presente), las implicaciones más serias tardan algo en aparecer. Aquellos que no recibieron visión del porvenir tratan de descubrir cómo morirán, mientras que otros buscan a sus futuros amantes. Lloyd deberá superar la culpabilidad de haber provocado accidentalmente la muerte de la hija de su prometida, mientras Theo se ve atrapado en la investigación de su propio asesinato.
A medida que las verdaderas consecuencias de lo sucedido comienzan a hacerse claras, la presión para repetir el experimento aumenta sin cesar. Todos quieren un destello del futuro, una oportunidad para saltar y ser testigo de su éxito... o para aprender a evitar sus errores.

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Lloyd sonrió a Doreen. Ya llevaban casados cinco años. Él suponía que, siendo hijo de un divorcio y estando a su vez divorciado, no debía tener pensamientos ingenuos sobre estar con Doreen hasta la muerte, pero a pesar de todo no dejaba de sentirlo así. Lloyd y Michiko habían encajado muy bien, pero él y Doreen eran perfectos . Ella había estado casada una vez, pero el matrimonio se había roto hacía ya veinte años. Había supuesto que nunca volvería a casarse, por lo que se había acostumbrado a vivir sola.

Y entonces se conocieron, el físico ganador del Nóbel y la pintora, dos mundos totalmente distintos, en muchos aspectos más dispares que el Japón de Michiko y la Norteamérica de Lloyd; pero a pesar de todo habían encajado a la perfección y el amor había surgido entre ambos; ahora él dividía la vida en dos partes, antes y después de Doreen.

La voz de la radio seguía desgranando los segundos.

—Diez segundos. Nueve. Ocho.

La miró y sonrió, y ella le devolvió el gesto.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Lloyd se preguntó lo que vería en el futuro, pero había una cosa que no dudaba en ningún momento.

—¡Dos! ¡Uno!

Deparara lo que deparase el porvenir, Doreen y él estarían siempre juntos.

¡Cero!

Lloyd recibió una breve imagen fija de él y Doreen, mucho mayor, mayor de lo que hubiera creído posible para ellos, y entonces…

Sin duda, no morirían. Sin duda, si su conciencia hubiera dejado de existir, no vería nada.

Su cuerpo podía haberse ajado, pero… un rápido vistazo, el destello de una imagen…

Un nuevo cuerpo, todo plata y oro, suave y brillante…

¿Un androide? ¿Una forma robótica para su conciencia humana?

¿O un cuerpo virtual, nada más (o menos) que una representación del interior de un ordenador?

Su perspectiva cambió.

Ahora contemplaba la Tierra desde cientos de kilómetros de altura. Nubes blancas la cubrían por todas partes, y el sol se reflejaba en los vastos océanos.

Pero…

Pero, en el breve instante en el que percibió aquello, pensó en que quizá no se trataba del océano, sino del continente de Norteamérica, resplandeciente, su superficie cubierta por una red de metal y maquinaria, todo el planeta convertido literalmente en una Gran Telaraña Mundial.

Y entonces su perspectiva cambió otra vez, pero de nuevo contempló la Tierra, o lo que pensó que podía ser la Tierra. Sí, sí, lo era sin duda, pues allí estaba la Luna alzándose. Pero el Océano Pacífico era menor, cubriendo sólo un tercio de lo que alcanzaba a ver, y la costa oeste de Norteamérica había cambiado de forma radical.

El tiempo restallaba; los continentes habían tenido milenios para desplazarse a nuevas ubicaciones.

Y siguió desplazándose…

Vio la luna girando cada vez más lejos de la Tierra, y entonces…

Pareció algo instantáneo, pero quizá hubiera tomado miles de años: la Luna desmoronándose en la nada.

Otro cambio…

Y la propia Tierra reduciéndose , menguando, encogiéndose, empequeñeciendo hasta ser un mero guijarro, y entonces…

Otra vez el sol, pero…

Increíble.

El sol estaba ahora parcialmente enfundado en una esfera metálica, capturando cada fotón de energía generado. La Luna y la Tierra no se habían desmoronado… habían sido desmanteladas . Material en bruto.

Lloyd prosiguió su viaje. Vio…

Sí, había sido inevitable; sí, había leído al respecto hacía incontables años, pero nunca hubiera pensado que viviría para verlo.

La Vía Láctea, el remolino de estrellas que la humanidad llamaba hogar, chocaba contra Andrómeda, su vecina, de mayor tamaño; los dos remolinos se fundían y el gas interestelar brillaba cegador.

Y seguía viajando, adelante, hacia el futuro.

No había tenido nada que ver con la primera vez, pero ¿no era siempre así la vida?

En las primeras visiones, el cambio del presente al futuro había parecido instantáneo. Pero si tomara una cienmilésima de segundo, ¿quién lo hubiera advertido? Y si cada cienmilésima de segundo representara el salto de un año, ¿quién se hubiera enterado? Pero esos 0,00005 segundos multiplicados por ocho miles de millones de años sumaban algo más de una hora, una hora deslizándose, planeando sobre paisajes temporales, nunca centrado en nada, nunca materializándose, nunca desplazando del todo la conciencia apropiada del momento, pero sintiendo, percibiendo, viendo cómo se desarrollaba todo, observando el universo crecer y cambiar, experimentar paso a paso la evolución de la humanidad desde la niñez a…

…a lo que fuera que deparara el destino.

Por supuesto, en realidad Lloyd no estaba viajando. Seguía firmemente en Nueva Inglaterra, y no tenía más control sobre lo que veía o sobre lo que hacía su cuerpo de reemplazo que durante la primera visión. Sin duda, los cambios de perspectiva se habían debido al reposicionamiento de aquello en lo que se había convertido a medida que pasaban los milenios. Debía de existir una especie de persistencia de la memoria, análoga a la persistencia de la visión que hacía posible ver películas. Sin duda, rozaba cada uno de esos tiempos tan sólo un instante fugaz; su consciencia trataba de comprobar si una rebanada del cubo estaba ocupada, y, cuando descubría que así era, algo similar al principio de exclusión (Theo le había escrito para contarle el asunto de Rusch y sus aparentes delirios) le impedía permanecer allí, acelerándolo, llevándolo cada vez más y más hacia el futuro.

A Lloyd le sorprendió que mantuviera su individualidad; había pensado que, si la humanidad lograba sobrevivir millones de años, sin duda lo haría como una conciencia enlazada y colectiva. Pero no había oído otras voces en su mente; por lo que había visto, seguía siendo una entidad única y diferenciada, aunque el frágil cuerpo físico que una vez lo había encapsulado hubiera dejado de existir hacía tiempo.

Había visto la esfera de Dyson rodeando el sol, lo que significaba que la humanidad domeñaría un día tecnologías fantásticas, pero seguía sin ver más inteligencia que la del hombre.

Y entonces llegó como un destello de conocimiento. Lo que estaba sucediendo significaba que no había más vida inteligente en ninguna otra parte; que no había vida en ninguno de los planetas de los doscientos mil millones de estrellas que componían la Vía Láctea, ni, se detuvo para corregirse, en los seiscientos mil millones de estrellas que componían la súper galaxia combinada formada por la intersección de la Vía Láctea y Andrómeda. Tampoco en ninguno de los planetas de cualquiera de las estrellas en los incontables miles de millones de galaxias que conformaban el universo.

Desde luego, todas las conciencias en todas partes tenían que coincidir en lo que constituía el “ahora”. Si la conciencia humana rebotaba de un lado a otro, cambiando, ¿no significaba eso que no debía existir ninguna otra, ningún otro grupo intentando imponer qué momento determinado constituía el presente?

En cuyo caso la humanidad estaría absoluta, abrumadora, despiadadamente sola en la vasta oscuridad del cosmos, como única chispa de conciencia que nunca jamás existiría. La vida se había desarrollado feliz en la Tierra durante cuatro mil millones de años antes de los primeros destellos de conciencia, pero, para el 2030, nadie había conseguido duplicar aquella cualidad en una máquina. Ser consciente, saber que aquello fue ayer, que eso era el ahora y que aquello era el mañana, era una increíble casualidad, una coincidencia, una aberración que nunca antes se había dado en la historia del universo, y que nunca se repetiría.

Quizá eso explicara la increíble falta de nervio que Lloyd había observado una y otra vez. Incluso en 2030, la humanidad aún no se había aventurado más allá de la Luna; sesenta y un años después del pequeño paso de Armstrong, nadie había ido todavía a Marte, y no parecía que hubiera ningún plan para hacerlo. Marte, por supuesto, podía llegar a alejarse de la Tierra hasta trescientos setenta y siete millones de kilómetros cuando los dos planetas se situaban en lados opuestos del sol. Una mente humana en Marte, en tales circunstancias, se encontraría a veintiún minutos luz de la de sus congéneres. Incluso la gente que se encontraba la una junto a la otra estaba algo separada en el tiempo; no se veían como eran, sino como habían sido una trillonésima de segundo antes. Sí, un cierto grado de desincronización era claramente tolerable, pero debía de existir un límite superior. Quizá los dieciséis minutos luz se toleraran (la separación entre dos personas en lados opuestos de una esfera de Dyson construida con el radio de la órbita de la Tierra), pero veintiún minutos luz fueran excesivos. O quizá incluso esos dieciséis minutos excedían lo permisible para los seres conscientes. Sin duda, había sido la humanidad la que había construido la esfera de Dyson que Lloyd había observado (aislándose así de la vacua y solitaria vastedad del exterior), pero quizá no estuviera poblada toda la superficie interior. La gente podía concentrarse en una porción determinada. Después de todo, una Esfera de Dyson tenía una superficie millones de veces superior a la de la Tierra; aun usando un décimo del territorio disponible, la humanidad dispondría de más tierras de las que nunca hubiera conocido. La esfera serviría para absorber todos los fotones emitidos por la estrella central, pero quizá la humanidad no la empleara toda como residencia.

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