Robert Sawyer - Recuerdos del futuro

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Recuerdos del futuro es la historia de un asombroso descubrimiento en las instalaciones del CERN en Suiza. El equipo de investigación de Lloyd Simcoe y Theo Procopides está empleando el acelerador de partículas del laboratorio para buscar el esquivo bosón de Higgs, una partícula subatómica teórica. Pero su experimento sale terriblemente mal y, durante unos instantes, la conciencia de toda la raza humana es arrojada veinte años hacia el futuro.
Mientras la humanidad debe restañar los catastróficos efectos inmediatos del experimento (miles resultan muertos o heridos cuando el cuerpo de todos los hombres y mujeres queda inconsciente en el presente), las implicaciones más serias tardan algo en aparecer. Aquellos que no recibieron visión del porvenir tratan de descubrir cómo morirán, mientras que otros buscan a sus futuros amantes. Lloyd deberá superar la culpabilidad de haber provocado accidentalmente la muerte de la hija de su prometida, mientras Theo se ve atrapado en la investigación de su propio asesinato.
A medida que las verdaderas consecuencias de lo sucedido comienzan a hacerse claras, la presión para repetir el experimento aumenta sin cesar. Todos quieren un destello del futuro, una oportunidad para saltar y ser testigo de su éxito... o para aprender a evitar sus errores.

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Casi…

No detuvo suavemente el deslizador, sino que pisó a fondo el freno. El aparato se inclinó hacia delante, y Theo con él. Resbalaron por el suelo de cemento, haciendo saltar las chispas. Theo salió, cogió la bomba y…

¡Otro disparo!

¡Dios!

Un chorro de la sangre del propio Theo en su cara…

Más dolor del que hubiera sentido nunca en la vida…

Un proyectil destrozando su hombro derecho.

Dios…

Dejó caer la bomba, trató de aferrarla con la mano izquierda y trastabilló hacia la cabina del tren.

El dolor, el dolor inconcebible…

Apretó el botón de marcha.

Las luces del tren, situadas encima del parabrisas inclinado, se encendieron, iluminando el túnel. Después de la penumbra de la última media hora, el resplandor era doloroso.

El monorraíl se puso en movimiento con un quejido. Operó el control de velocidad, acelerando por el túnel.

Creyó que iba a perder el sentido por el dolor, y miró hacia atrás: Rusch estaba esquivando el deslizador abandonado de Theo. El monorraíl empleaba levitación magnética y era capaz de alcanzar grandes velocidades. Por supuesto, nadie había probado nunca su velocidad máxima en el túnel…

Hasta entonces.

El reloj de la bomba mostraba ocho minutos.

Sonó otro disparó, pero falló su objetivo. Theo miró por encima del hombro, a tiempo de ver el deslizador de Rusch desaparecer por la curvatura.

Inclinó la cabeza para asomarla por un lateral y sintió el viento en la cara.

—Vamos… vamos…

Las paredes curvas del anillo pasaban a toda velocidad, y los generadores magnéticos no dejaban de zumbar.

Allí estaban Jake y Moot, el físico atendiendo al policía, que estaba sentado, afortunadamente vivo. Theo los saludó cuando el monorraíl voló a su lado.

Los kilómetros se desgranaban hasta que…

Sesenta segundos.

Nunca llegaría hasta la estación de acceso, hasta la superficie. Puede que debiera dejar la bomba; sí, desmantelaría el LHC no importaba dónde explotara, pero…

No.

No, había llegado demasiado lejos, y no sufría ningún defecto fatal; su caída no estaba predeterminada.

Si solo…

Volvió a mirar el reloj y las marcas de las paredes.

¡Sí!

¡Sí! ¡Podía conseguirlo!

Instó al tren para que acelerara.

Y entonces…

El túnel se enderezó.

Activó el freno de emergencia.

Otra lluvia de chispas.

Metal contra metal.

Su cabeza restallando hacia delante.

La agonía de su hombro.

Salió como pudo de la angosta cabina y se alejó del monorraíl.

Cuarenta y cinco segundos…

Se tambaleó algunos metros más por el túnel… hasta la entrada de la inmensa cámara vacía de seis plantas de altura que en el pasado alojara al detector CMS.

Se obligó a seguir, a entrar en la cámara, situando la bomba en el centro de aquel vasto espacio.

Treinta segundos.

Se giró y corrió tan rápido como pudo, asustado por el río de sangre que dejaba a su paso…

De vuelta al monorraíl…

Quince segundos.

Subir a la cabina, pulsar el acelerador…

Diez segundos.

Deslizarse por las vías instaladas en el techo…

Cinco segundos.

Alrededor de la curvatura del túnel…

Cuatro segundos.

Casi inconsciente por el dolor…

Tres segundos.

Gritando al tren para que corriera…

Dos segundos.

Cubriéndose la cabeza con las manos, protestando con violencia el hombro al alzar el brazo derecho…

Un segundo.

Preguntándose por un instante qué deparaba el futuro…

¡Cero!

¡Kabum!

La explosión resonando en el túnel.

Un destello de luz a su espalda arrojando una enorme sombra sobre el insecto que era el tren en el anillo, y…

Y entonces…

La gloriosa, sanadora oscuridad, el tren acelerando mientras Theo se desplomaba sobre el diminuto tablero de mandos.

Dos días después.

Theo se encontraba en la sala de control del LHC. Estaba atestada, pero no por científicos o ingenieros, ya que prácticamente todo estaba automatizado: había decenas de periodistas, todos ellos tumbados en el suelo. Jake Horowitz estaba allí, por supuesto, así como los invitados especiales de Theo, el detective Helmut Drescher, con el brazo en cabestrillo, y su joven esposa.

Theo comenzó la retrocuenta y se tumbó con los demás en el suelo, esperando a que sucediera.

31

Lloyd Simcoe pensaba a menudo en su hija de siete años, Joan, que ahora vivía en Japón. Por supuesto, cada pocos días hablaban por videófono, y Lloyd trataba de convencerse de que verla y oírla era tan satisfactorio como abrazarla, como hacerla rebotar en su rodilla, como apretar su mano mientras paseaban por el parque, como limpiar sus lágrimas cuando se caía y se lastimaba una rodilla.

La amaba enormemente y estaba orgulloso de ella más allá de lo que podía describir. Sí, a pesar de su nombre occidental, no se parecía en nada a él; sus rasgos eran totalmente asiáticos. De hecho, se parecía muchísimo a la pobre Tamiko, la hermana a la que nunca había conocido. Pero su aspecto no importaba; la mitad de Joan procedía de Lloyd. Más que su premio Nóbel, más que los trabajos que había publicado solo o con otros, ella era su inmortalidad.

Y aunque procedía de un matrimonio que no había durado, Joan lo llevaba bien. Sí, Lloyd no dudaba que en ocasiones desearía que su padre y su madre siguieran juntos, pero había asistido a la boda de su padre con Doreen, quedándose con el corazón de todos los presentes al ir echando las flores para la mujer que pronto sería su madrastra.

Madrastra. Medio hermana. Ex mujer. Ex marido. Nueva esposa. Permutaciones; la panoplia de interacciones humanas, de formas de constituir una familia. Casi nadie seguía casándose en grandes ceremonias, pero Lloyd había insistido. Las leyes en casi todos los estados y provincias de Norteamérica decían que, si dos adultos vivían juntos el tiempo suficiente, estaban casados; si dejaban de vivir juntos, dejaban de estarlo. Así de simple, sin más papeleos y sin el dolor que los padres de Lloyd habían padecido, sin la histeria y el sufrimiento que Dolly y él habían presenciado, conmocionados mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.

Pero Lloyd había querido la ceremonia; antes lo había rechazado por el miedo a crear otro hogar roto (una expresión que, había advertido, en la última edición del Merriam-Webster calificaban como “arcaica”). Estaba decidido a no volver a sentirse amilanado por el pasado, así que Doreen y él lo habían hecho a lo grande: una estupenda fiesta, había dicho todo el mundo, una noche para recordar, llena de bailes, música, risa y amor.

Doreen ya había pasado la menopausia cuando se conocieron. Por supuesto, en aquellos tiempos ya había procedimientos y técnicas para haber tenido un hijo, de haberlo deseado. Lloyd estaba más que dispuesto; ya era padre, pero no le negaría a ella la posibilidad de ser madre. Pero Doreen había rechazado la idea. Estaba contenta con su vida antes de conocer a Lloyd, y la disfrutaba aún más ahora que estaban juntos. Pero no anhelaba los hijos, no buscaba la inmortalidad.

Ahora que Lloyd se había retirado, pasaban mucho tiempo en la cabaña de Vermont. Por supuesto, las visiones de ambos los habían situado en aquel lugar. Rieron mientras amueblaban el dormitorio, haciendo que tuviera el aspecto exacto que había tenido entonces, colocando con esmero la vieja mesilla de aglomerado y el espejo de pino nudoso.

Allí estaban, tumbados de lado en la cama; ella vestía incluso la camisa Tilley azul oscura. A través de la ventana podían ver los árboles vestidos con los gloriosos colores del otoño. Sus dedos estaban entrelazados. La radio estaba encendida, contando los segundos que restaban hasta la llegada de los neutrinos de Sanduleak.

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