Theo asintió. El joven Helmut no comprendía. ¿Cómo iba a hacerlo? Un niño de siete años, transportado de repente de donde estuviera (el recreo, quizá, o un aula, o incluso la seguridad de su propio cuarto). Transportado desde allí a un depósito de cadáveres, observando cómo abrían un cuerpo en canal, viendo una sangre oscura y espesa derramarse por la mesa.
—Por favor —dijo Theo—. T-te prometo que no volveré a teñirme.
El chico calló durante unos instantes, antes de hablar con cuidado, de forma entrecortada.
—Usaban muchas palabras raras. No comprendí la mayoría.
—¿Hablaban francés?
—No, alemán. El otro señor no tenía acento, igual que yo.
Theo sonrió un tanto, ya que el acento del muchacho era bastante fuerte. De todos modos, dos tercios de la población suiza hablaban normalmente el alemán, mientras que sólo el dieciocho por ciento empleaba el francés en la vida diaria. Sí, Ginebra estaba en la zona francófona, pero no era raro que dos germanohablantes usaran el alemán si no había nadie más con ellos.
—¿Dijeron algo sobre una herida de entrada? —preguntó Theo.
—¿Una qué?
—Una herida de entrada. —Moot y Theo estaban hablando en francés; el científico esperaba haberse expresado bien—. Ya sabes, el lugar por el que entró la bala.
—Balas —dijo el chico.
—¿Perdón?
—Balas. Había tres. —Miró a su madre—. Eso es lo que dijo el señor de la bata.
Tres balas , pensó Theo. Alguien me quería bien muerto.
—¿Y las heridas de entrada? —insistió Theo—. ¿Dijeron algo sobre eso?
—En el pecho.
Así que veré al asesino , pensó el griego.
—¿Podrías contarme algo más?
—Yo dije algo —respondió el niño.
—¿El qué?
—Vamos, parecía que lo decía yo, pero no era mi voz. Era mucho más fuerte, ¿sabes?
Había crecido. Claro que era más fuerte.
—¿Qué dijiste?
—Que le habían disparado desde muy cerca.
—¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía. No sé por qué lo dije. Las palabras salían.
—¿Dijo algo el forense… el hombre de la bata… cuando le contaste eso?
El chico estaba ahora sentado en la cama, encarado con él.
—No, sólo dijo sí con la cabeza. Como si estuviera de acuerdo.
—Muy bien. ¿Y dijo algo que te hiciera comentar que había sido desde muy cerca?
—No lo entiendo —respondió—. Mamá, ¿tengo que hacer esto?
—Por favor —dijo Frau Drescher—. Tomaremos helado de postre. Sólo tienes que ayudar a este señor tan simpático un poco más.
El chico frunció el ceño, como si sopesara el valor del helado.
—Dijo que usted había muerto en un combate de boxeo.
Theo se sintió sorprendido. Podía ser arrogante, podía ser agresivo, pero nunca en su vida adulta había golpeado a otro ser humano. De hecho, se consideraba pacifista, y había rechazado algunas ofertas lucrativas de compañías de defensa tras su graduación. Nunca había estado en un combate de boxeo en su vida; no lo consideraba un deporte, sino una muestra de salvajismo.
—¿Estás seguro de que dijo eso? —preguntó. Miró el cartel de Rocky en la puerta, y después la pared detrás de Moot, en la que había otro cartel de Evander Holyfield, campeón de los pesos pesados. ¿Estaría confundiendo sus sueños con la visión?
—Ajá —dijo Moot.
—¿Pero por qué iban a dispararme en un combate de boxeo?
El muchacho se encogió de hombros.
—¿Recuerdas algo más?
—Dijo que algo era muy pequeño.
—¿Algo era pequeño?
—Sí. De sólo nueve milímetros.
Theo miró a la madre.
—Es un calibre de pistola. Creo que se refiere al diámetro del cañón.
—Odio las armas —dijo Frau Drescher.
—Y yo —respondió el griego. Volvió a mirar al niño—. ¿Qué más dijo?
—“Glock”. El señor repetía “Glock”.
—Eso es una clase de pistola. ¿Dijo algo más?
—Algo sobre dalística…
—Dal… ¿no será balística?
—Puede. Iba a mandar las balas a dalística. ¿Es una ciudad?
Theo negó con la cabeza.
—¿Dijo algo más sobre las balas?
—Eran americanas. El señor dijo que ponía “Remington” en los casquillos, y yo sabía lo que era eso, y dije “Americanas” y él dijo que sí.
—¿Comentó algo más? ¿Algo mientras miraban mi pecho?
El niño palideció.
—Había tanta sangre… y tripas. Yo…
Frau Drescher apretó al niño contra ella.
—Lo siento, Herr Procopides, pero creo que ya es suficiente.
—Pero…
—No. Debe usted marcharse.
Theo exhaló. Buscó en el bolsillo, sacó una de sus tarjetas y la dejó sobre la cama del niño.
—Moot, aquí puedes localizarme. Por favor, conserva esta tarjeta. Si en cualquier momento, y me refiero a cualquiera, aunque sea dentro de años, sucede algo que creas que debería conocer, te ruego que me llames. Es muy importante para mí.
El muchacho observó el pequeño rectángulo; era probable que nunca le hubieran dado una tarjeta.
—Quédatela, es para ti. Guárdala bien.
Moot la tomó con cuidado.
Theo entregó otra tarjeta a la madre, le dio las gracias y se marchó.
Resumen de prensa
Darren Sunday, estrella de la serie de televisión de la NBC Dale Rice , murió hoy por las heridas provocadas en la caída producida durante el fenómeno. Se ha detenido la grabación, que había continuado en ausencia de Sunday.
La Comisión de Transportes del Estado de Nueva York informa de que aún no se ha despejado el accidente múltiple de 72 vehículos cerca de la salida 44 (Canandaigua); la autopista del oeste sigue bloqueada en ese punto. Se aconseja tomar rutas alternativas.
Un grupo de diez mil musulmanes en Londres, Inglaterra, cuyas plegarias quedaron interrumpidas durante el salto al futuro, se reunieron hoy en Picadilly Circus para encararse hacia La Meca y rezar en masse .
El Papa Benedicto XVI ha anunciado un durísimo programa de visitas internacionales. Invita a católicos y no católicos a acudir a las misas, preparadas para consolar a aquellos que hayan perdido a seres queridos durante el salto al futuro. Al preguntársele sobre si el fenómeno constituía un milagro, el pontífice se reservó su opinión.
La Fundación Infantil de Naciones Unidas ayudará a las sobrecargadas agencias nacionales de adopción a encontrar hogar a los niños que quedaron huérfanos durante el salto al futuro.
Aunque el CERN era un hervidero (cada investigador tenía su propia teoría sobre lo sucedido), Lloyd y Michiko se fueron pronto a casa; nadie podía culparlos, después de lo sucedido con la hija de ella. “Casa”, de nuevo sin discusión, pues no era necesaria, era el apartamento de Lloyd en St. Genis.
Michiko aún rompía en lágrimas de vez en cuando, y Lloyd al fin había encontrado tiempo en el trabajo para cerrar la puerta del despacho, apoyar la cabeza en el escritorio y liberar sus lágrimas. A veces, el llanto ayudaba a alejar el dolor; aquel no era el caso.
Cenaron pronto; Lloyd preparó unas chuletas que había en el frigorífico. Michiko, desesperada por hacer algo, cualquier cosa para mantener la cabeza ocupada, se encargó de adecentar el apartamento.
Y, mientras terminaban de cenar y tomaba ella su té y él un café, surgió de nuevo la pregunta que Lloyd había estado temiendo.
—¿Qué viste? —preguntó Michiko.
Lloyd abrió la boca para responder, pero la cerró.
—Oh, vamos —respondió ella, evidentemente leyendo su expresión—. No puede ser tan malo.
—Sí lo fue.
—¿Qué viste? —volvió a preguntar.
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