—Estaba… —cerró los ojos— estaba con otra mujer.
Michiko parpadeó varias veces. Al final respondió con voz gélida:
—¿Me estabas engañando?
—N… no.
—¿Entonces?
—Estaba… Dios, cariño, lo siento. Estaba casado con otra mujer.
—¿Cómo sabes que estabais casados?
—Estábamos en la cama y teníamos sendas alianzas. Estábamos en una cabaña en Nueva Inglaterra.
—Puede que fuera la casa de ella.
—No. Reconocí parte de mis muebles.
—Estabas casado con otra mujer —dijo Michiko, como si tratara de digerir el concepto. Había sufrido tal trauma recientemente que era posible que no pudiera asimilar nada más.
Lloyd asintió.
—Nosotros… tú y yo… debemos de habernos divorciado, o…
—¿O?
Él se encogió de hombros.
—O puede que nunca llegáramos a casarnos.
—¿Ya no me quieres? —preguntó Michiko.
—Claro que sí. Por supuesto. Pero… mira, yo no quería esa visión. No me resultó nada agradable. ¿Recuerdas cuando hablábamos de nuestras promesas? ¿Recuerdas cuando discutíamos sobre si dejar lo de “hasta que la muerte nos separe”? Tú decías que era anticuado, que nadie sigue diciéndolo. Y… bueno, tú ya has estado casada una vez. Pero yo te dije que lo dejáramos. Eso era lo que quería. Quería un matrimonio que durara eternamente. No como el de mis padres… como el tuyo.
—Estabas en Nueva Inglaterra —respondió Michiko, aún tratando de asimilarlo—. Y yo… yo estaba en Kioto.
—Con una niña —añadió Lloyd. Se detuvo, sin saber si debía dar voz a la pregunta que le carcomía. Al final lo hizo, sin enfrentarse a su mirada.
—¿Qué aspecto tenía la niña?
—Tenía el pelo negro, largo… —respondió Michiko.
—¿Y…?
Ella apartó la mirada.
—Y rasgos asiáticos. Parecía japonesa —hizo una pausa—. Pero eso no significa nada; muchos hijos de parejas mixtas se parecen más a un padre que a otro.
Lloyd sintió el corazón bailar en su pecho.
—Yo creía que estábamos hechos el uno para el otro —dijo con suavidad—. Creía… —dejó morir la voz, incapaz de decir “Creía que eras mi alma gemela”. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos; al parecer, a ella le pasaba lo mismo, pues se los limpiaba con el dorso de la mano.
—Te quiero, Lloyd.
—Y yo a ti. Pero…
—Sí. Pero…
Se acercó a ella y le tocó la mano, que se encontraba sobre la mesa. Ella le apretó los dedos. Se quedaron sentados durante mucho tiempo.
Theo permaneció un rato sentado en su coche, frente a la casa de los Drescher, con la mente volando a toda velocidad. Le habían disparado con una Glock 9mm; por las series policíacas que había visto, estaba bastante seguro de que se trataba de una pistola semiautomática, muy popular en fuerzas policiales de todo el mundo. Pero la munición era americana; puede que fuera un estadounidense quien apretara el gatillo. Por supuesto, era más que probable que Theo aún no conociera a aquel que lo quería muerto. Desde luego, casi no habría solapamiento entre su actual círculo de amistades, conocidos y colegas, y aquel de dentro de veinte años.
Pero ya conocía a un montón de estadounidenses.
Pero a ninguno bien, salvo a Lloyd Simcoe.
Por supuesto, Lloyd no era realmente estadounidense. Había nacido en Canadá, y a los canadienses tampoco les gustaban las armas; no tenían Segunda Enmienda, o como se llamara la estupidez que hacía a los estadounidenses pensar que podían ir armados por la calle.
Pero Lloyd había vivido en los EE.UU. durante diecisiete años antes de llegar al CERN; primero en Harvard, después como investigador del Tevatron en el Fermilab de Chicago. Y, según él mismo había dicho, en el momento de su visión se encontraría de nuevo en los EE.UU. Podía conseguir un arma con facilidad.
Pero no, Lloyd tenía coartada. Estaba en Nueva Inglaterra mientras a él (¿cómo lo decían los americanos?) lo dejaban fiambre.
Salvo que…
Salvo que Theo fue/sería asesinado el 21 de octubre, y la visión de Lloyd, como la de todos los demás, tenía lugar el 23 de octubre.
Simcoe le había contado su visión; al parecer aún no se la había explicado a Michiko, pero Theo había insistido. Lloyd cedió, pero tras hacerle jurar que guardaría el secreto. Le había contado que en su visión hacía el amor con una mujer mayor, presumiblemente su futura esposa.
Desde luego, los ancianos no hacían el amor con tanta frecuencia, pensó Theo. De hecho, era probable que sólo lo hicieran en ocasiones especiales, como cuando uno de ellos regresaba tras una larga ausencia. Desde Nueva Inglaterra hasta Suiza sólo había un vuelo de seis horas… y eso en la actualidad. Dentro de veinte años, podría ser mucho menos.
No, Lloyd podría haber estado fácilmente en el CERN el lunes, regresando a New Hampshire, o a donde demonios fuera, el miércoles. Aunque no se le ocurría ningún motivo por el que Lloyd pudiera querer matarlo.
Excepto que, por supuesto, para el 2030 era Theo, y no Simcoe, el aparente director de lo que sonaba como un acelerador de partículas increíblemente avanzado: el colisionador de taquiones-tardiones. Los celos académicos y profesionales habían provocado más de un asesinato a lo largo de los años.
Y, por supuesto, estaba el hecho de que Lloyd y Michiko ya no estaban juntos. Siendo sincero, a Theo le gustaba mucho Michiko. ¿Y a quién no? Era hermosa, brillante, cálida y divertida. Y, bueno, en edad se acercaba más a él que a Simcoe. ¿Tendría algún papel en su ruptura?
Y, mientras presionaba a Lloyd para que le contara su visión, había hecho lo propio con ella: Theo necesitaba conocer, tratar de experimentar por medio de otros, lo que todos habían tenido la suerte de ver. En su visión, Michiko estaba quizá en Kioto, como ella había dicho, llevando a su hija a ver a su tío. ¿Habría esperado Lloyd a que ella se alejara temporalmente de Ginebra para acercarse y saldar viejas cuentas con Theo?
Se odió por considerar siquiera aquellas posibilidades. Lloyd había sido su mentor, su compañero. Siempre habían hablado de compartir el Premio Nóbel. Pero…
Pero no había habido mención al premio Nóbel en los dos artículos que había encontrado sobre su propia muerte. Por supuesto, eso no indicaba que Lloyd no lo hubiera logrado, mas…
La madre de Theo era diabética, y él había investigado la historia de la enfermedad cuando se la diagnosticaron. Los nombres Banting y Best no dejaban de aparecer, los dos investigadores canadienses que habían descubierto la insulina. En realidad, eran otra pareja que a veces los demás asociaban con Theo y Simcoe: como Crick y Watson, Banting y Best eran de edades dispares. Banting era evidentemente mayor. Pero, mientras que los primeros habían ganado el Nóbel de forma conjunta, Banting no lo había compartido con su verdadero compañero de investigación, el joven Best, sino con J.R.R. Macleod, el superior de Banting. Quizá Lloyd ganaría el Nóbel no por el descubrimiento del Higgs, que no habían logrado materializar, sino por explicar el efecto del desplazamiento temporal. Y quizá no lo compartiera con su joven camarada, sino con su jefe: Béranger, o cualquier otro en la jerarquía del CERN. ¿Qué sucedería entonces con su amistad, con su sociedad? ¿Qué celos y odios fermentarían entre hoy y el 2030?
Locura. Paranoia. Pero…
Pero si era asesinado en las instalaciones del CERN (la sugerencia de Moot Drescher de un tiroteo en un estadio deportivo seguía pareciéndole dudosa), el culpable sería alguien que había logrado acceso al campus. El CERN no era una instalación de máxima seguridad, pero tampoco dejaba que cualquiera entrara por sus puertas.
No, lo más probable era que el asesino tuviera acceso. Alguien a quien Theo se encontraría de frente. Alguien que no sólo lo querría muerto, sino que, evidentemente, liberaría su furia disparándole una y otra vez.
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