Michiko apartó la mirada.
—No. Es verdad.
Lloyd le tocó suavemente en la mejilla, pero no dijo nada.
—En el momento… en el instante en que tuve la visión, pareció maravillosa —comenzó ella—. Es decir, estaba desorientada y confusa acerca de lo que sucedía. Pero la visión en sí misma era alegre —logró mostrar una débil sonrisa—. Excepto ahora, después de lo que ha sucedido…
Lloyd tampoco la presionó ahora. Se sentó paciente.
—Era muy de noche —dijo al fin Michiko—. Estaba en Japón; estoy segura de que se trataba de una casa japonesa. Me encontraba en el dormitorio de una niña pequeña, sentada en el borde de una cama. Y aquella niña, puede que de siete u ocho años, estaba en la cama, hablando conmigo. Era muy hermosa, pero no era… no era… —Si las visiones pertenecían a décadas en el futuro, desde luego no se trataba de Tamiko. Lloyd asintió suavemente, absolviéndola de tener que terminar la frase. Michiko sorbió la nariz—. Pero… pero era mi hija, tenía que serlo. Una hija que aún no he tenido. Me sujetaba la mano y me llamaba okaasan , “mamá” en japonés. Era como si la estuviera acostando, deseándole buenas noches.
—Tu hija… —dijo Lloyd.
—Bueno, nuestra hija —respondió Michiko—. Tuya y mía.
—¿Qué hacías en Japón?
—No lo sé; visitar a la familia, supongo. Mi tío Masayuki vive en Kioto. Excepto por el hecho de que teníamos una hija, no tuve la menor sensación de encontrarme en el futuro.
—La niña… ¿tenía…?
Se calló a mitad de la frase. Lo que quería preguntar era grosero, zafio. “¿Tenía los ojos rasgados?”. O podía preguntarlo de forma más elegante: “¿Tenía pliegues epicánticos?”. Pero Michiko no lo hubiera entendido. Hubiera pensado que habría prejuicio tras sus palabras, algún estúpido recelo. Pero no era así. A Lloyd no le importaba si sus posibles hijos tenían aspecto oriental u occidental. Podían ser de cualquiera de los dos modos o, por supuesto, una mezcla de ambos, y los hubiera querido igual, siempre que…
Siempre que, por supuesto, fueran sus hijos.
La visión parecía pertenecer a un tiempo unas dos décadas en el futuro. Y en la suya, la que no había compartido todavía con Michiko, se encontraba quizá en Nueva Inglaterra, con otra mujer. Una mujer blanca. Y Michiko estaba en Kioto, Japón, con una hija que podía ser asiática o caucasiana, o puede que algo intermedio, dependiendo de quién fuera el padre.
La niña… ¿tenía…?
—¿Si tenía qué? —preguntó Michiko.
—Nada —dijo Lloyd, apartando la mirada.
Dio una fuerte bocanada. Suponía que antes o después tendría que contárselo, y…
—Lloyd. Michiko, deberíais bajar —era la voz de Theo, que asomaba la cabeza de nuevo—. Quiero que veáis algo que acabamos de grabar de la CNN.
Lloyd, Michiko y Theo entraron en la sala de descanso, donde ya se encontraban otras cuatro personas. Lou Waters, de pelo canoso, temblaba arriba y abajo en la pantalla; aquel vídeo era un modelo viejo, préstamo de algún miembro del personal, y no tenía una gran función de pausa.
—Ah, estupendo —dijo Raoul al verlos entrar—. Mirad esto —tocó el botón de pausa en el mando y Waters saltó a la acción.
—…David Houseman tiene más información sobre esta historia. ¿David?
La imagen cambió para mostrar a David Houseman, de la CNN, frente a una pared llena de relojes antiguos; aun con una noticia urgente, la CNN buscaba siempre imágenes que llamaran la atención.
—Gracias, Lou —dijo Houseman—. Por supuesto, prácticamente ninguna visión tenía referencias temporales, pero hay gente que se encontraba en estancias con relojes o calendarios en la pared, o que estaba leyendo noticias electrónicas (no parecía haber periódicos impresos), de modo que somos capaces de conjeturar una fecha. Parece que las visiones pertenecen a veintiún años, seis meses, dos días y dos horas por delante del momento del suceso; las imágenes pertenecen al periodo que va de las dos y veintiuno a las dos y veintitrés de la tarde, hora de la Costa Este, del miércoles 23 de octubre de 2030. Esto asume que las aberraciones ocasionales son explicables: algunas personas leían noticias fechadas el 22 de octubre de 2030, o incluso anteriores; podemos presumir que leían ediciones atrasadas. Y las referencias temporales, por supuesto, dependen en gran medida de la zona horaria en la que estuviera la persona. Estamos asumiendo que la mayoría de la gente seguirá viviendo en la misma zona dentro de dos décadas, y que aquellos cuyos informes difieren horas enteras de lo esperado se encontraban en zonas horarias distintas…
Raoul volvió a apretar el botón de pausa.
—Ahí está —dijo—. Un número concreto. Lo que fuera que hiciéramos provocó, de algún modo, que la consciencia de la raza humana saltara hacia delante veintiún años, durante un período de dos minutos.
Theo regresó a la oficina, con la negrura de la noche visible a través de la ventana. Toda aquella charla sobre visiones era inquietante, especialmente al no tener una él mismo. ¿Tendría razón Lloyd? ¿Estaría muerto dentro de menos de veintiún años? Sólo tenía veintisiete, por el amor de Dios; en dos décadas, ni siquiera se acercaría a los cincuenta. No fumaba (algo que no tendría mucho sentido de venir de un norteamericano, pero que para un griego era casi un logro); hacía ejercicio con regularidad. ¿Por qué demonios iba a morir tan joven? Tenía que haber otra explicación para su falta de visión.
Su teléfono comenzó a sonar y descolgó el auricular.
—¿Diga?
—Hola —respondió en inglés una voz de mujer—. ¿Está… eh… Theodosios Procopides? —se tropezaba con el nombre.
—Al aparato.
—Me llamo Kathleen DeVries —respondió la mujer—. He estado dudando si debía hablar con usted. Le llamo desde Johannesburgo.
—¿Johannesburgo? ¿Johannesburgo de Sudáfrica?
—Al menos de momento, sí. Si las visiones son ciertas, en algún momento de los próximos veintiún años será rebautizada como Azania.
Theo aguardó en silencio a que continuara, lo que la mujer hizo tras una pausa.
—Y es por las visiones por lo que le llamo. En la mía usted estaba involucrado.
Theo sintió el corazón saltar en su pecho. ¡Qué noticia más maravillosa! Puede que no hubiera tenido visión propia por cualquier motivo, pero aquella mujer lo había visto dentro de veintiún años. Por supuesto, para ello debía estar vivo; por supuesto, Lloyd estaba equivocado respecto a que estaría muerto.
—¿Y? —preguntó sin aliento.
—Um… siento haberle molestado —dijo DeVries—. ¿Puedo… puedo preguntarle qué mostraba su propia visión?
Theo exhaló lentamente.
—No tuve ninguna.
—Oh. Oh, siento oírlo. Pero… bueno, entonces supongo que no era un error.
—¿Qué no era un error?
—Mi propia visión. Estaba allí, en mi casa de Johannesburgo, leyendo el periódico después de cenar… aunque no estaba impreso. Era una cosa que parecía una hoja lisa de plástico, una especie de lector computerizado. Bueno, pues el artículo que leía resultó ser… bueno, me temo que no hay otro modo de decirlo. Era sobre su muerte.
Theo había leído una vez una historia sobre un hombre que deseaba fervientemente leer el periódico del día posterior, y que cuando al fin logró su deseo, quedaba destrozado al descubrir que contenía la noticia de su propia muerte. El trauma de ver aquello bastó para matarlo, noticia que, por supuesto, tendría cabida en la edición del día posterior. Allí estaba el titular. Pero esto… esto no era el periódico de mañana, sino el de dentro de dos décadas.
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