Robert Heinlein - Puerta al verano

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En el avanzado planeta Tierra ya no es necesario matar a un enemigo para deshacerse de él. Sólo hace falta un “largo sueño”, un proceso que le mantiene congelado el tiempo preciso: un mes, un año, un siglo...
Ésta es la historia de una víctima del “largo sueño”, un hombre que despierta en el futuro, pero que, sin embargo, descubrirá que es posible volver al pasado para cumplir su venganza.
Una extraordinaria novela sobre el tema del viaje en el tiempo escrita por uno de los autores más galardonados de todos los tiempos, ganador de cuatro permios Hugo.

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Por poco hago una plancha, pues me había olvidado de que aquel año enseñaba en la Universidad de la ciudad. Recordar en dos direcciones es difícil.

—No, doctor, pero le he oído en alguna de sus conferencias. Podría decir que soy uno de sus admiradores.

Su boca se curvó en una media sonrisa, que no acabó de formarse. Por aquello, y por otros detalles me di cuenta de que no había adquirido aún el voraz deseo de ser adulado; a aquella edad estaba seguro de si mismo y solamente necesitaba su propia aprobación.

—¿Está usted seguro de que no me ha confundido?

—Oh, no…, usted es el doctor Hubert Twitchell. … el gran físico.

—Digamos sencillamente que soy un físico. O que procuro serlo —dijo desmañadamente.

Charlamos durante un rato, e intenté quedarme con él cuando hubo acabado su bocadillo. Le dije que seria para mí un honor si me permitía que le invitase a una copa. Pero él meneó la cabeza:

—Apenas bebo, y desde luego nunca después que ha anochecido. De todos modos, muchas gracias. Me he alegrado de conocerle. Si va usted por la Universidad, venga a verme algún día al laboratorio.

Le dije que lo haría.

Pero no cometí muchos errores en 1970 (la segunda vez que llegué allí) porque lo comprendía, y, además, la mayor parte de los que podrían haberme reconocido estaban en California. Tomé la resolución de que si me encontraba con alguna otra cara conocida haría ver que no sabía quiénes eran, y pasaría de largo; no me arriesgaría.

Pero hay cosas de poca importancia que también pueden ocasionar dificultades. Como aquella vez en que me enredé con un cierre cremallera, sencillamente porque me había acostumbrado a los cierres Juntafuerte, tanto más cómodos y seguros. Había otras muchas cosas por el estilo que eché mucho de menos después de haberme acostumbrado en solamente seis meses a aceptarlas como cosa natural. Y afeitarme… ¡tener que volver a afeitarse! Una vez incluso me resfrié. Aquel horrendo espectro del pasado se debió a haberme olvidado de que las ropas pueden llegar a empaparse bajo la lluvia. Me hubiese gustado que esos preciosos estetas que se ríen del progreso y que hablan de la superior belleza del pasado pudiesen haber estado conmigo: platos que dejan que la comida se enfríe, camisas que hay que lavar en la colada, espejos de los cuartos de baño que se empañan con el vapor, precisamente cuando se necesitan, narices que gotean, suciedad por el suelo y suciedad en los pulmones; me había acostumbrado a una vida mejor y 1970 fue una sucesión de pequeñas frustraciones hasta que volví a adaptarme.

Pero un perro se acostumbra a sus pulgas, y lo mismo me ocurrió a mi. Denver en 1970 era un lugar muy extraño, con un delicioso sabor pasado de moda; llegó a gustarme mucho. No era nada parecido al estilizado laberinto que el Nuevo Plan había sido (o seria) cuando había llegado (o llegaría) desde Yuma; tenía todavía menos de dos millones de habitantes, había aún autobuses y otros vehículos por las calles, todavía había calles; no me fue difícil encontrar la Avenida Colfax.

Denver estaba todavía acostumbrándose a ser la sede del gobierno nacional, y el papel no le acababa de satisfacer, lo mismo que un muchacho en su primer traje de etiqueta. Su espíritu suspiraba todavía por las botas de altos tacones y su sabor del oeste, a pesar de que sabía que tenía que crecer y ser una metrópoli internacional, con embajadas y espías y restaurantes famosos para gourmets. Por todas partes en la ciudad estaban construyendo viviendas para alojar a burócratas, intermediarios, mecanógrafas y lacayos; los edificios se alzaban con tanta rapidez que en cada uno de ellos se corría el peligro de encerrar una vaca entre sus paredes. A pesar de todo 1la ciudad solamente se había extendido unos cuantos kilómetros más allá de Aurora por el Este, hasta Henderson por el Norte, y Littleton por el Sur; había todavía campo abierto antes de llegar á la Academia del Aire. Y hacia el Oeste, naturalmente, la ciudad se extendía hasta el campo y las oficinas federales estaban perforando túneles en las montañas.

Me gustaba Denver durante la expansión federal. No obstante, tenía unas ganas desesperadas de volver a mi propio tiempo.

Siempre se trataba de pequeñeces. Me había hecho arreglar completamente los dientes poco después de haber entrado a trabajar en Muchacha de Servicio, en cuanto pude permitírmelo. No creía que nunca más fuera a tener que ver a un dentista. No obstante, en 1970 no tenía píldoras anticaries, de modo que se me produjo un agujero en un diente, y, además, doloroso, pues de lo contrario no hubiese hecho caso. De modo que fui a un dentista. La verdad era que me había olvidado de lo que él vería cuando me mirase la boca. Parpadeó, hizo girar su espejo, y dijo:

—¡Por todos los…! ¿Quién era su dentista?

—¿Ka hu hank?

Quitó las manos de mi boca.

—¿Quién lo hizo? ¿Y cómo?

—¡Ah! ¿Quiere usted decir mis dientes? Es un trabajo experimental que están haciendo en… India.

—¿Cómo lo hacen?

—¿Y cómo quiere que lo sepa?

—Hummm… espere un momento. Tengo que hacer unas cuantas fotos de eso. —Y comenzó a manipular su aparato de rayos X.

—Ah, no… —objeté yo—. No haga más que limpiar esa bicúspide, llenarla de cualquier cosa y dejarme salir de aquí.

—Pero…

—Lo siento, doctor, pero tengo muchísima prisa.

Hizo lo que le indicaba, deteniéndose de vez en cuando para mirarme los dientes. Pagué al contado y no dejé mi nombre. Me imagino que podría haberle dejado hacer las fotos; pero escabullirme se me había convertido en un reflejo. No podía haber perjudicado a nadie dejárselas hacer. Ni tampoco hubiese servido de nada, pues los rayos X no le hubiesen mostrado cómo se llevaba a cabo la regeneración, ni tampoco se lo hubiese podido explicar yo.

No hay tiempo como el pasado para hacer cosas. Mientras estaba sudando dieciséis horas al día con Dan Dibujante y Pet Proteico, con mi mano izquierda estaba haciendo otra cosa. Anónimamente y a través de la oficina legal de John, contraté a una agencia de detectives con sucursales nacionales para que esclareciese el pasado de Belle. Les di su dirección y su número de matrícula y modelo de su coche (puesto que los volantes son sitios adecuados donde encontrar huellas digitales) y sugerí que quizá se había casado algunas veces y que es posible que tuviese una historia criminal. Tuve que limitar mucho mi presupuesto; no me fue posible contratar el tipo de información de que a veces se oye hablar. Cuando al cabo de diez días no hube percibido contestación, me despedí de mi dinero. Pero unos cuantos días después llegó un grueso sobre a la oficina de John.

BeIle había sido una muchacha muy atareada. Nacida seis años antes de lo que afirmaba, se había casado dos veces antes de los dieciocho. Una de las veces no contaba, porque el hombre ya tenía esposa; si se había divorciado del segundo, era algo que la agencia no había averiguado.

Desde entonces, al parecer se había casado cuatro veces, si bien una de ellas era dudosa; quizás era el timo de la «viuda de guerra» con ayuda de un hombre que había muerto y que no podía objetar. La habían divorciado una vez (culpable) y uno de sus maridos había muerto. Podía todavía estar «casada» con los demás.

Su historial policiaco era largo e interesante, pero solamente había sido condenada una vez, en Nebraska, y puesta en libertad condicional. Todo había sido averiguado mediante sus huellas digitales, ya que había desaparecido durante su libertad condicional, había cambiado su nombre y adquirido un número nuevo de seguridad social.

La agencia preguntaba si debían notificarlo a las autoridades de Nebraska.

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