Colgó el teléfono:
—¡Vaya gente!
Se dirigió al cuadro de control, efectuó diversas alteraciones y esperó. Pronto, incluso desde donde estaba yo, de pie en el interior de la jaula, pude ver las largas agujas de tres instrumentos dé medida que se desplazaban a través de sus esferas, y una luz roja que aparecía sobre la parte alta del cuadro.
—Energía —dijo.
—¿Y ahora qué sucede?
—Nada.
—Es lo que suponía.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que dije. Que no iba a pasar nada.
—Me temo que no le comprendo. Confío en que sea así. Lo que quiero decir es que nada iba a pasar, a menos que cerrara el interruptor piloto. Si lo hiciese, usted sería desplazado exactamente treinta y un años y tres semanas.
—Y yo sigo diciendo que no sucedería nada.
—Me parece, señor mío, que trata usted de ofenderme deliberadamente —dijo, un tanto hosco.
—Llámelo como quiera, doctor. Vine aquí a investigar un notable rumor; pues bien, ya lo he investigado. He visto un tablero de control con unas bonitas luces, que parece una especie de escenario para un científico loco en un táctil espectacular. He visto un juego de manos realizado con dos monedas. Y, de paso, no se trata de un juego de manos puesto que usted mismo escogió las monedas y me indicó la manera de marcarías; cualquier mago de salón pudo haberlo hecho mejor. He oído muchas palabras, pero las palabras cuestan poco. Lo que usted pretende haber descubierto es imposible. Y, de paso, allá en el departamento ya lo saben. No es que eliminaran su informe; lo que hicieron fue sencillamente archivarlo entre los de los chiflados. De vez en cuando lo sacan y lo hacen circular, para reírse un rato…
Pensé que en aquel mismo instante el pobre viejo iba a sufrir un ataque de apoplejía. Pero no tenía más remedio que estimularle mediante el único reflejo que le quedaba: su vanidad.
Váyase de aquí, señor. ¡Váyase o le daré de bofetadas! Le castigaré con mis propias manos.
Con la furia que le dominaba quizá lo hubiera conseguido a pesar de su edad, su peso y su estado físico. Pero respondí:
—No me asustas, abuelo. Y ese botón de pacotilla tampoco me asusta. Apriétalo si te atreves.
Me miró y miró al botón, pero siguió sin decidirse. Me reí con sarcasmo.
—Es un embolado, como me dijeron. Twitch, eres un pomposo farsante, con una camisa rellena. El Coronel Thrushbotham tenía razón.
Aquello le decidió.
Incluso en el mismo instante en que pulsó el botón intenté gritarle para que no lo hiciese. Pero ya era demasiado tarde: estaba cayendo. Mi último pensamiento fue de terror; no quería hacerlo. Lo había echado todo a perder y había atormentado casi mortalmente a un pobre hombre que no me había hecho daño alguno; ni siquiera sabía en qué dirección iba. Y, peor aún, tampoco sabía si llegaría.
Sentí un golpe, pero no creí haber caído de más de un metro y medio, no estaba preparado para el golpe. Me sentí algo mareado y me hundí como un trapo.
—¿De dónde diablos ha salido usted? —oí que decían. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo, pero delgado y con buena figura. Estaba de pie ante mi, con los puños apoyados en las caderas. Tenía un aire competente y astuto, y el aspecto de su cara no era desagradable, salvo que en aquel momento me estaba mirando con enojo.
Me senté en el suelo y descubrí que estaba sobre gravilla de granito y agujas de pino. Junto al hombre había una mujer: una mujer bonita, de aspecto agradable, algo más joven que él. Me miraba con los ojos muy abiertos, pero no decía nada.
—¿Dónde estoy? —pregunté tontamente.
Lo mismo podía haber preguntado: ¿Cuándo estoy?, pero eso hubiese parecido todavía más absurdo, y además no se me ocurrió Con sólo mirarles me di cuenta de cuándo no estaba. Tenía la seguridad de que no era en 1970. Ni tampoco seguía siendo 2001 en 2001 dejaban aquello para playas solamente. De manera que debía haberme desplazado en sentido opuesto…
Porque ninguno de los dos llevaba encima más que una lisa capa de bronceado. Ni siquiera Juntafuerte. Pero parecía que les bastaba. Desde luego no se sentían embarazados por ello.
—Vamos por partes —objetó—. Le he preguntado cómo llegó hasta aquí. Y en todo caso ¿qué está usted haciendo aquí? Esto ~ propiedad particular; ha infringido usted los límites. ¿Y qué hace usted en este disfraz de Carnaval?
No me pareció que mis ropas estuviesen nada mal, especialmente en vista de la manera en que ellos estaban vestidos. Pero no respondí. Otros tiempos, otras costumbres. Me di cuenta de que iba a tener dificultades.
La mujer tocó al hombre del brazo:
—No, John —dijo con gentileza—. Me parece que está herido. El hombre la miró, luego se volvió hacia mi:
—¿Está usted herido?
Intenté levantarme y lo conseguí.
—No creo. Unos rasguños quizás. Ah, ¿qué día es hoy?
—¿Cómo?… Pues es el primer domingo de mayo. Creo que es el tres de mayo. ¿Es cierto Jenny?
—Si, cariño.
—Mire —dije apresuradamente—. He recibido un terrible golpe en la cabeza. Estoy confuso. ¿Qué fecha es? La fecha completa.
—¿Qué?
Debía haberme callado hasta que lo hubiese podido averiguar por medio de algo así como un calendario o un diario. Pero necesitaba saberlo en seguida. No podía esperar.
—¿Qué año?
—Pues sí que te han dado, amigo. Estamos en 1970.
Me di cuenta de que estaba nuevamente mirando mis ropas. Mi alivio fue mayor de lo que podía soportar. Lo había conseguido. ¡Lo había conseguido! No era demasiado tarde.
—Gracias —dije —. Muchísimas gracias.
Parecía como si aquel hombre aún siguiese teniendo ganas de llamar a las reservas, de modo que añadí nerviosamente:
—Padezco de ataques repentinos de amnesia. Una vez perdí… cinco años completos.
—Me imagino que eso debería ser muy desagradable —dijo lentamente—. ¿Se siente usted lo bastante bien para responder a mis preguntas?
—No le acoses, cariño —dijo la mujer con suavidad—. Parece una buena persona. Creo que sencillamente se ha equivocado.
—Ya lo veremos. ¿Bueno?
—Me encuentro bien ahora… Pero por un momento me sentí bastante confuso.
—Está bien. ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Y por qué va usted vestido de esta manera?
—Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de cómo llegué hasta aquí. Y desde luego no sé dónde estoy. Estos ataques me dan de repente. Y en cuanto a la manera de ir vestido… me figuro que podría usted llamarlo una excentricidad personal. Algo así como la manera en que usted precisamente va vestido… o no vestido.
Se miró a si mismo y sonrío.
—¡Ah, sí! Me doy perfecta cuenta de que la manera en que mi mujer y yo vamos vestidos… o no vestidos… debería ser explicada, si las circunstancias fueran diferentes. Pero preferimos que sean los que nos invaden los que se expliquen. La verdad es que usted no encaja aquí; ni vestido de esa manera ni de ninguna otra. En cambio, nosotros sí encajamos tal como vamos. Estos terrenos pertenecen al Club Solar de Denver.
John y Jenny Sutton pertenecían a esas gentes sofisticadas que no se escandalizan por nada, capaces de invitar a un terremoto a tomar el té.
Era evidente que a John no le satisfacían mis turbias explicaciones y que quería volver a interrogarme, pero Jenny se lo impidió. Me aferré a mi historia de los «ataques de mareo» y dije que lo último que recordaba era ayer por la tarde, y que había estado en Denver, en el New Brown Palace. Por fin dijo:
—Bueno, pues es bastante interesante, hasta apasionante, y me figuro que alguien que vaya a Boulder podrá dejarle allí, y podía tomar un autobús hasta Denver. —Me volvió a mirar—. Pero si le llevo conmigo a la caseta del club, la gente sentirá mucha, muchísima curiosidad.
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