La primera vez que le vi alzó la vista, me miró fijamente y dijo:
—Otra vez usted.
—¿Perdón?
—Usted había sido uno de mis estudiantes, ¿verdad?
—Pues, no, señor; nunca tuve ese honor. —En general, cuando alguien me dice que ya me ha visto antes, no hago ningún caso, pero esta vez decidí explotarlo si era posible—. Quizás estaba usted pensando en mi primo, doctor, de la promoción del 86. Estudió un tiempo con usted.
—Es posible ¿cuál fue su sujeto principal?
—Tuvo que dejarlo sin haber alcanzado un título, señor. Pero era un gran admirador de usted. Nunca dejaba pasar la oportunidad de decir que había estudiado con usted.
No se puede ser un enemigo diciéndole a una madre que su hijo es hermoso. El doctor Twitchell me hizo sentar y pronto permitió que le invitase a una copa. La mayor debilidad de aquella gloriosa ruina era su vanidad. Yo había empleado parte de los cuatro días transcurridos antes de que consiguiese hacer amistad con él en aprenderme de memoria todo lo que sobre él había en la biblioteca de la universidad, de modo que sabía los trabajos que había escrito, dónde los había presentado, qué títulos profesionales y honoríficos tenía y qué libros había escrito. Había intentado leer uno de estos últimos, pero me había perdido ya al llegar a la página nueve, si bien conseguí adquirir allí algo de la jerga.
Le hice saber que yo también era un seguidor de las ciencias; en aquel preciso momento estaba investigando para escribir un libro:
Genios Olvidados.
— ¿De qué va a tratar?
Admití con cierto reparo que me parecía adecuado comenzar el libro con una relación popular de su vida y sus trabajos… siempre y cuando estuviese dispuesto a abandonar un poco su bien conocida costumbre de evadir toda publicidad. Naturalmente, tendría que obtener de él mismo buena parte del material que necesitaba.
Dijo que pensaba que era necedad y que no haría tal cosa. Pero le hice observar que tenía ciertos deberes para con la posterioridad y accedió a reconsiderarlo. Al día siguiente sencillamente dio por sentado que yo iba a escribir su biografía, no solamente un capítulo sino todo un libro. A partir de aquel momento habló y habló y habló, y yo fui tomando notas… verdaderas notas. No intenté engañarle haciendo trampas, pues a veces me pedía que le leyese lo que había escrito.
Pero no habló para nada del viaje por el tiempo.
Por fin, dije:
—Doctor, ¿no es cierto que de no haber sido por cierto coronel que estuvo destinado aquí no le hubiese sido a usted difícil conseguir el Premio Nobel?
Durante tres minutos estuvo echando maldiciones con magnífico estilo:
—¿Quién le habló a usted de eso?
—Ah, doctor, cuando estaba haciendo investigaciones para el Departamento de Defensa… ¿ya lo he mencionado, verdad?
—No.
—Pues bien, cuando estaba allí, oí toda esa historia de boca de un joven, Ph. D., que trabajaba en otra sección. Había leído el informe, y dijo que era evidente que usted sería el hombre más famoso de la física contemporánea… si le hubiesen permitido publicar su trabajo.
—Hum… Eso es cierto.
—Pero deduje que estaba clasificado… por orden de ese coronel, ah… coronel Plushbottom.
—Thrushbotham, Thrushbotham… amigo. Un gordo, fatuo, flatulento, besapiés, necio, incapaz de encontrar su propio sombrero aunque lo tuviese clavado en la cabeza. Y así debería haber sido.
—Parece una lástima muy grande.
—¿Qué es una gran lástima, señor mío? ¿Que Thrushbotham fuese un mentecato? Eso era culpa de la naturaleza, no mía.
—Parece una lástima que el mundo sea privado de esa historia. Tengo entendido que no le permiten a usted hablar de ella.
—¿Quién se lo ha dicho? ¡Yo hablo de lo que me da la gana!
—Eso fue lo que yo entendí, señor… según mi amigo del Departamento de Defensa.
—Hum…
Eso fue todo lo que le saqué aquella noche. Le costó una semana decidirse a enseñarme su laboratorio.
La mayor parte del edificio era entonces utilizada por otros investigadores, pero su laboratorio del tiempo era cosa a la que no había renunciado nunca, si bien entonces no lo usaba; se amparaba en su caridad de clasificado y se negaba a que nadie más lo tocase, y tampoco había permitido que desmontasen los aparatos. Cuando me hizo entrar, aquel lugar olía como una cripta que no hubiese sido abierta desde hacía años.
Había bebido lo suficiente para que no le importase nada, pero no demasiado para no estar equilibrado. Su capacidad de bebida era considerable. Me dio una conferencia sobre las matemáticas de la teoría del tiempo y del desplazamiento temporal (no lo llamaba «viaje por el tiempo»), pero me advirtió que no tomase notas. No hubiese servido de nada que las hubiese tomado, pues acostumbraba a comenzar un párrafo con un «Es por lo tanto evidente…» y proseguir hablando de materias que podían haber sido obvias para él y para Dios, pero para nadie más.
Cuando se hubo sosegado algo, dije:
—Por lo que me dijo mi amigo deduje que lo único que no había usted conseguido fue calibrarlo. Que no le era a usted posible conocer exactamente la magnitud exacta del desplazamiento temporal.
—¿Cómo? ¡Estupideces! Joven… si no se puede medir, no es ciencia: —Murmuró unos instantes como una caldereta y prosiguió—: Mire, se lo voy a enseñar.
Se volvió y comenzó a hacer ajustes. Todo lo que se veía de su instalación era lo que él llamaba la «plataforma del locus temporal»: una sencilla plataforma con una jaula en derredor, y un tablero de control que podría haber servido para unas plantas de presión o para una cámara de bajas presiones. Estoy casi seguro de que hubiese podido averiguar cómo manejar los controles si me hubiese dejado solo para examinarlos, pero había advertido con dureza que me mantuviese alejado de ellos. Podía ver un registrador de Brown de ocho puntos, con interruptores muy macizos operados con solenoides, y una docena más de componentes igualmente familiares, pero que no significaban nada sin los diagramas del circuito.
—¿Tiene cambio en el bolsillo? —me preguntó.
Metí la mano en mi bolsillo y saqué un puñado de monedas. Les echó una ojeada y escogió dos piezas de cinco dólares, nuevas de cuño. Aquellos hexágonos de plástico verde que acababan de ser puestos en circulación aquel año. Me habría gustado más que hubiese escogido piezas de dos y medio, pues no andaba muy bien de fondos.
—¿Tiene usted un cuchillo?
—Sí, señor.
—Grabe sus iniciales en una de ellas.
Así lo hice. Entonces me las hizo poner en el escenario, una junto a otra:
—Observe el instante exacto. He calibrado el desplazamiento para exactamente una semana, más o menos seis segundos.
Miré mi reloj. El doctor Twitchell dijo:
—Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡ahora!
Alcé la vista de mi reloj. Las monedas habían desaparecido. tuve que pretender que los ojos se me salían de la cabeza. Chuck había hablado de una demostración semejante, pero verla en re dad era otra cosa.
El doctor Twitchell dijo animadamente:
—Volveremos dentro de una semana a contar desde esta noche esperaremos que reaparezca una de ellas. En cuanto a la otra ¿usted mismo las vio a las dos en la plataforma? ¿Usted mismo puso allí?
—Sí, señor.
—¿Dónde estaba yo?
—Junto al tablero de control, señor.
Había estado a por lo menos cinco metros de la parte II próxima de la jaula y no se había acercado a ella desde entonces.
—Muy bien. Venga aquí. —Así lo hice; él se metió la mano su bolsillo—. Aquí tiene una de sus piezas. Tendrá la otra dentro una semana. —Y me entregó una moneda verde de cinco dólar sobre ella estaban grabadas mis iniciales.
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