Al meterme en la cama extendí la mano y cogí el montón de diarios de la semana. Ahora que era un ciudadano substancial, el Times me llegaba cada mañana por tubo. No lo leía mucho, porque cuando tenía la cabeza saturada de algún problema de ingeniería, que era lo que acostumbraba a suceder, las necesidades diarias que uno encontraba en las noticias no hacían sino perturbarme, bien aburriéndome o, peor aún, por ser lo bastante interesante, distrayéndome de mi propio trabajo.
No obstante, nunca tiraba un diario sin antes haber por lo menos echado una ojeada a los titulares y revisado las columnas de estadísticas vitales, esto último no por los nacimientos, muertes y matrimonios, sino sencillamente por las «salidas», gentes que salían del sueño frío. Tenía la intuición de que algún día vería el nombre de alguien a quien había conocido antes, y entonces le iría a saludar y ver si podía serle útil en algo. Claro está que las posibilidades eran escasas, pero continuaba haciéndolo y me producía una sensación de satisfacción.
Creo que de un modo subconsciente pensaba en todos los demás Durmientes como en «parientes» míos, algo así como cualquiera que haya hecho el servicio militar con uno es un compañero, por lo menos lo bastante para ofrecerle una bebida.
No había gran cosa en los diarios, excepto sobre la nave que aún faltaba entre aquí y Marte, y eso no era precisamente una noticia sino precisamente una triste falta de noticias. Tampoco encontré ningún antiguo amigo entre los Durmientes recientemente despertados. De modo que me acosté y esperé que se apagase la luz.
A eso de las tres de la madrugada me senté de repente, completamente despierto. Se encendió la luz, haciéndome parpadear. Acababa de tener un sueño muy extraño, no del todo una pesadilla, pero casi, el haber dejado de encontrar a la pequeña Ricky en las estadísticas vitales.
Sabía que no había sido así. Pero a pesar de ello cuando eché una ojeada y vi que aún estaba allí toda la pila de los diarios de la semana, me sentí aliviado.
Los volví a arrastrar hasta la cama y comencé a leer de nuevo las estadísticas vitales. Esta vez leí todas las categorías; nacimientos, muertes, matrimonios, divorcios, adopciones, cambios de nombre, depósitos y salidas, pues se me ocurrió que quizá mientras miraba la columna bajo el único encabezamiento en que estaba interesado, mi vista había captado el nombre de Ricky sin percibirlo conscientemente; a lo mejor Ricky se había casado o tenido un niño, o algo así.
Casi se me escapó lo que debió ser la causa de mi perturbador sueño. Estaba en el Times del 2 de mayo de 2001, entre las salidas del martes publicadas en el diario del miércoles: «Santuario de Riverside… F. V. Heinecke».
Heinecke era el nombre de la abuela de Ricky… lo sabia… estaba seguro de ello. No sabía cómo era que lo sabía. Pero tenía la sensación de que había estado metido en mi cabeza y de que no había salido a la superficie hasta que lo había vuelto a leer. Probablemente lo había visto o se lo había oído a Ricky o a Miles, o incluso era posible que hubiera conocido a la buena señora en Sandia. Sea como fuere, el caso era que al leer aquel nombre en el Times había encajado en una olvidada información almacenada en mi cerebro, y era entonces cuando lo había sabido.
Pero me faltaba aún probarlo. Tenía que asegurarme de que «F. V. Heinecke» quería decir realmente «Federica Virginia Heinecke».
Estaba temblando de excitación, ansia y miedo. A pesar de las nuevas costumbres ya bien establecidas, intenté cerrar mis ropas con cremallera en lugar de juntar los bordes, y me armé un lío al vestirme. Pero pocos minutos más tarde estaba ya en la entrada, donde se encontraba el teléfono, ya que en mi habitación no había aparato, pues de lo contrario lo hubiese utilizado; lo que tenía era sencillamente una extensión del teléfono de la casa. Y luego tuve que volver corriendo porque descubrí que me había olvidado mi tarjeta de crédito telefónico; la verdad es que estaba desatinado.
Cuando ya la tuve conmigo, temblaba de tal manera que apenas si pude meterla por la hendidura. Pero lo conseguí al fin y marqué «Servicio».
—¿Qué circuito desea?
—Ah… quiero el Santuario de Riverside. Está en el distrito de Riverside.
—Busco… tengo… circuito libre. Estamos llamando.
La pantalla se encendió al fin y un hombre me miró malhumorado.
—Se ha debido equivocar de línea. Aquí es el Santuario Riverside, y estamos cerrados por toda la noche.
Dije:
—No corte, por favor. Si es el Santuario Riverside, es precisamente lo que busco.
—Bueno, ¿qué desea a estas horas?
—Tienen ustedes ahí a un cliente, F. V. Heinecke, una salida reciente. Deseo saber…
El hombre meneó la cabeza.
—No damos información por teléfono acerca de nuestros clientes. Y desde luego en absoluto a medianoche. Valdrá más que llame después de las diez, o mejor aún que venga.
—Ya iré, ya iré. Pero quiero saber solamente una cosa. ¿Qué significan las iniciales F. V.?
—Ya le he dicho…
—¿Quiere hacer el favor de escucharme? No es que me esté entremetiendo; yo también soy un durmiente. De Sawtelle. He salido hace poco. De modo que ya conozco todo eso de la «relación confidencial» y lo que es correcto. Pero ustedes ya han publicado en el diario el nombre de este cliente. Usted y yo sabemos que los santuarios siempre dan a los diarios el nombre completo de los clientes depositados y salidos… pero los diarios los reducen a las iniciales para ahorrar espacio, ¿no es cierto?
Lo pensó un momento.
—Podría ser así.
—Entonces, ¿qué hay de malo en decirme qué significan las iniciales F. V.?
Todavía vaciló unos instantes.
—Supongo que ninguno, si eso es todo lo que desea. Es todo cuanto voy a decirle. Aguarde.
Salió de la pantalla, estuvo ausente un rato, que a mí me pareció una hora, y regresó con una tarjeta en la mano.
—Hay poca luz —dijo mirándola—. Francisca, no Federica. Federica Virginia.
Mis oídos zumbaron y casi me desmayé.
—¡Gracias a Dios!
—¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias. Gracias, de todo corazón. Sí. Me encuentro bien.
—Bueno. Imagino que no hay nada malo en decirle otra cosa más. Quizá le ahorre un viaje. Ella ya se ha ido.
Pude haber ahorrado tiempo tomando un taxi para ir a Riverside, pero me perjudicaba la falta de efectivo. Yo vivía en West Hollywood; el banco más cercano que permaneciese abierto toda la noche estaba en la ciudad, en el Gran Círculo de los Caminos. De modo que primero fui a la ciudad en los Caminos y al banco en busca de dinero. Una ventaja que hasta entonces no había apreciado era el sistema de talonario de cheques universal; con una sola central cibernética de banco para toda la ciudad y un código radiactivo en mi talonario de cheques conseguí efectivo tan rápidamente como lo hubiera podido obtener de mi propio banco frente a Muchacha de Servicio, Inc.
Luego tomé el exprés para Riverside. Cuando llegué al Santuario, estaba amaneciendo.
Allí no había nadie más que el técnico nocturno con quien había estado hablando y su mujer, que era la enfermera de noche. Pienso que no causé buena impresión. No me había afeitado, tenía los ojos fuera de las órbitas probablemente me olía el aliento, y no había preparado una serie de mentiras plausibles.
No obstante, la señora Larrigan, la enfermera de noche, se mostró dispuesta a colaborar. Sacó una fotografía del archivador y dijo:
—¿Es ésta su prima, señor Davis?
Era Ricky. No había duda alguna. ¡Era Ricky! Oh, no la Ricky que yo había conocido tiempo atrás pues allí no había una niña, sino una joven madura de unos veinte años o algo más, con el peinado de una persona mayor y una cara muy bonita. Estaba sonriendo.
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