Robert Heinlein - Puerta al verano

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En el avanzado planeta Tierra ya no es necesario matar a un enemigo para deshacerse de él. Sólo hace falta un “largo sueño”, un proceso que le mantiene congelado el tiempo preciso: un mes, un año, un siglo...
Ésta es la historia de una víctima del “largo sueño”, un hombre que despierta en el futuro, pero que, sin embargo, descubrirá que es posible volver al pasado para cumplir su venganza.
Una extraordinaria novela sobre el tema del viaje en el tiempo escrita por uno de los autores más galardonados de todos los tiempos, ganador de cuatro permios Hugo.

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Así lo hicimos y hablamos de otras cosas, especialmente de mujeres. Chuck tenía una teoría de que las mujeres eran muy semejantes a las máquinas, pero por completo impredecibles lógicamente. Para probar su teoría dibujó con cerveza unos esquemas sobre la mesa.

Algo más tarde dije de repente:

—Si realmente existiese el viajar por el tiempo, yo ya sé lo que haría.

—¿Eh? ¿De qué estás hablando?

—Me refiero a mi problema. Mira, Chuck, llegué hasta aquí, llegué hasta «ahora», quiero decir, gracias a una especie de viaje por el tiempo primitivo. Pero la dificultad es que no puedo regresar. Todas las cosas que me preocupan sucedieron hace treinta años. Volvería y averiguaría la verdad… si existiese algo semejante al verdadero viaje por el tiempo.

Chuck se quedó mirándome:

—¡Pues sí que existe!

—¿Qué?

Se calmó instantáneamente:

—No debía haber dicho eso.

Respondí:

—Quizá no, pero ya lo has dicho. Y ahora valdrá más que me expliques lo que has querido decir antes de que te vacíe este vaso e la cabeza.

—Olvídate, Dan. Me escurrí.

—¡Habla!

—Eso es precisamente lo que no puedo hacer. —Miró en rededor. No había nadie cerca de nosotros—. Está clasificado.

—¿Clasificado, el viajar por el tiempo? Pero… ¿y por que?.

—¡Hombre! ¿Es que no has trabajado nunca para el Gobierno Si pudiesen clasificarían hasta el sexo. No es necesario que exista una razón; se trata de una política. Pero está clasificado, y yo estoy ligado por ello. De modo que déjalo correr.

—Mira… Deja de decir tonterías, Chuck; eso es muy importan para mí. Terriblemente importante —dije—. Me lo puedes decir mi. Yo tenía una categoría «Q». Y nunca me la suspendieron. L único que ocurre es que ya no estoy con el Gobierno.

—¿Qué es la categoría «Q»?

Se lo expliqué y acabó por asentir:

—Quieres decir, una situación «Alfa». Debes haber sido algo serio, muchacho; yo solamente llegué a ser «Beta».

—Entonces, ¿por qué no me lo puedes decir?

—¿Eh? Ya lo sabes. Prescindiendo de tu categoría, no esta calificado con la requerida «Necesidad de Saberlo».

—¡Cómo que no! «Necesidad de Saberlo» es precisamente lo que más tengo.

Pero no quería variar de criterio, hasta que dije, molesto.

—No creo que exista tal cosa. Creo que lo que te ocurrió fue que te tragaste un eructo.

Me miró solemnemente durante un momento, y luego dijo

—Danny.

—¿Eh?

—Te lo voy a decir. Pero recuerda tu categoría «Alfa» chico. Ti lo voy a decir porque no puede hacer ningún daño, y quiero que ti des cuenta de que no te serviría de nada en tu problema. Es e~ realidad viajar por el tiempo, pero no es práctico. No puede utilizarlo.

—¿Por qué no?

—Déjame hablar ¿quieres? Nunca acabaron de perfeccionarlo, no es ni tan sólo teóricamente posible que lo consigan nunca. No tiene ningún valor práctico, ni siquiera para investigación. Se trata sencillamente de un producto secundario de Gravicero, y es por eso que lo clasificaron.

—Pero, ¡diablos!, la Gravicero está desclasificada…

—¿Y eso qué tiene que ver? Si lo otro fuese comercial, quizá sí que lo soltasen. Pero cállate.

Me temo que no me callé, pero valdrá más que esto lo cuente como si efectivamente me hubiese callado. Durante el último año de Chuck en la Universidad de Colorado, es decir, de Boulder, había ganado dinero suplementario como ayudante de laboratorio. Tenían un gran laboratorio criogénico y al principio había trabajado allí. Pero la universidad disfrutaba de un suculento contrato de defensa relacionado con la teoría de Edimburgo sobre el campo, y habían construido un gran laboratorio nuevo de física en las montañas de los alrededores de la ciudad. A Chuck lo destinaron allí, bajo el profesor Twitchell, el doctor Hubert Twitchell, al que poco le faltó para obtener el Premio Nobel, y que se lo tomó tan mal.

Twitchell pensó que si polarizaba alrededor de otro eje podría invertir el campo gravitatorio en lugar de solamente nivelarlo, pero no ocurrió nada. Luego conectó lo que había hecho en dirección inversa, hacia el contador, y se quedó asombrado de los resultados. Naturalmente, nunca me los enseñó. Puso dos dólares de plata en la jaula de ensayos, todavía usaban dinero sólido por allí en aquellos tiempos, después de hacérmelos marcar. Oprimió el botón del solenoide, y desaparecieron.

—Pues bien, eso no es gran cosa —prosiguió Chuck—. Lo que debía haber hecho entonces era hacerlos volver a aparecer bajo la nariz de uno de los niños que se prestan a subir al escenario. Pero él pareció satisfecho con el resultado, y yo también lo estuve; me pagaban por horas.

»Una semana después desapareció una de aquellas ruedas de carro. Solamente una. Pero antes, una tarde, mientras estaba limpiando el laboratorio después de que él se hubiese ido a su casa, apareció un conejo de indias en la jaula. No pertenecía al laboratorio de biología. Contaron los suyos y vieron que no les faltaba ninguno, si bien siempre es difícil asegurarlo cuando se trata de conejos de indias, de modo que me lo llevé a casa y me lo quedé.

»Después de aquel dólar de plata solitario volvió, Twitchell se puso tan frenético que dejó de afeitarse. La vez siguiente utilizó dos conejos de indias del laboratorio de biología. Uno de ellos me pareció un antiguo conocido, pero no lo vi mucho rato, porque el profesor oprimió el botón y los dos desaparecieron.

»Cuando uno de ellos volvió al cabo de diez días, el que no se parecía al mío, Twitchell tuvo la seguridad de que había dado en el clavo. Entonces vino el Comandante en jefe Presidente del departamento de defensa, un coronel del tipo de los de butaca, que a su vi había sido profesor de botánica. Un tipo muy militar… a Twitchel no le gustaba nada. El coronel me hizo jurar el secreto más absoluto, mucho más solemne que el juramento correspondiente a nuestra «categoría». Parecía creer que había encontrado lo más sensacional en logística militar desde que Cesar inventó el papel carbónico. Su idea era que sería posible enviar divisiones hacia delante hacia atrás a una batalla que ya estuviese perdida, o a punto perderla, y ganarla. El enemigo nunca se daría cuenta de qué era que había ocurrido. Estaba completamente loco, como es natural, y no consiguió nunca la estrella que perseguía. Pero la clasificación de «Críticamente Secreto» que te dio ha quedado desde entonces, subsiste, según creo, hasta la fecha. Nunca he leído nada sobre ello.

—Quizá tenga alguna utilidad militar —argúí—, me parece, fuese posible disponer la manera de llevar una división de soldados cada vez. No; espera un momento. Ya veo la objeción; se necesitarían dos divisiones, una para ir hacia delante, y la otra para ir hacia atrás. Se perdería por completo una división… Me imagino que sería más práctico tener una división en el lugar y al tiempo oportuno desde un principio.

—Tienes razón, pero tus argumentos son erróneos. No es necesario utilizar dos divisiones, ni dos conejos de indias, ni dos cosas nada. Lo único que tienes que hacer es equilibrar las masas. Podría utilizar una división y un montón de piedras que pesase lo mismo Es una cuestión de acción y reacción, corolario de la Tercera Ley c Newton. —Y comenzó de nuevo a dibujar con las chorreaduras de cerveza—. MV igual a mv… la fórmula básica de las naves cohete La fórmula análoga para el viaje por el tiempo es MT igual a mt.

—Sigo sin ver la objeción. Las piedras son baratas.

—Usa la cabeza, Danny. En el caso de una nave cohete es posible apuntarla. ¿Pero en qué dirección está la semana pasada? Apunta hacia allá… inténtalo. No tienes ni la más remota idea de cuál de las masas va hacia delante y cuál hacia atrás. No hay manera d orientar los dispositivos.

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