—¿Cuándo ocurrió eso?
—Después de morir Miles, naturalmente.
—¿Cuándo murió Miles, Belle?
Se alteró otra vez.
—Quieres saber demasiado. Eres tan malo como los jueces… preguntas, preguntas, preguntas… —Luego se levantó, y dijo con tono implorante—: Olvidémoslo todo, y seamos sencillamente nosotros. Ahora ya sólo quedamos tú y yo, querido… y aún tenemos nuestras vidas por delante. Una mujer no es vieja a los treinta y nueve… Schultzie decía que yo era la cosa más joven que nunca había visto; y aquel viejo carnero había visto muchas, puedes creerlo… Seriamos tan felices. Nosotros…
No pude soportarlo más.
—Tengo que irme, Belle.
—¿Cómo, cariño? Si es temprano… y tenemos toda la noche por delante. Me figuraba…
—No me importa lo que te hayas figurado. Ahora tengo que irme.
—Oh, cariño, ¡qué lástima! ¿Cuándo volveré a verte? ¿Mañana? Estoy ocupadísima, pero anularé mis compromisos…
—No te volveré a ver, Belle. —Y me fui.
Y nunca más volví a verla.
Tan pronto como llegué a casa tomé un baño caliente, y me froté bien. Luego me senté y traté de hacer el balance de lo que había averiguado, si es que había averiguado algo. Belle parecía creer que el apellido de la abuela de Ricky comenzaba con «H», si es que las divagaciones de Belle tenían algún significado, lo cual era muy dudoso y que habían vivido en una de las ciudades del desierto de Arizona, o quizás en California. Bueno, quizá los investigadores profesionales pudieran deducir algo de todo aquello.
O quizá no pudieran deducir nada. En todo caso, sería lento y caro; tendría que esperar hasta que pudiera permitírmelo.
¿Sabia algo más que tuviera importancia?
Miles había muerto (según decía Belle) hacia 1972. Si había muerto en este condado, debería encontrar la fecha sólo con buscarla un par de horas, luego debería ser posible encontrar la pista de su testamento… si es que lo había, como Belle parecía haber querido indicar. A través del testamento podría averiguar dónde había vivido entonces Ricky, si es que los tribunales conservaban tales datos (yo no lo sabía). Si es que en definitiva ganaba algo con reducir el lapso de tiempo a veintiocho años y localizar la ciudad en que había vivido entonces. Todo ello suponiendo que tuviera sentido ir en busca de una mujer que debería tener cuarenta y un años y casi con seguridad estaría casada y con hijos.
La ruina de lo que en un tiempo había sido Belle Darkin me había turbado: empezaba a darme cuenta de lo que podían representar treinta años. No porque temiera que una Ricky ya mayor pudiera no ser buena y amable… pero, ¿se acordaría de mi? Oh, no creía que se hubiese olvidado por completo de mí, pero ¿no en probable que yo fuese para ella sencillamente una persona sin facciones, aquel a quien llamaba «Tío Danny» y que tenía un hermoso gato?
¿Quizá no estaría yo viviendo en una fantasía del pasado, lo mismo que Belle?
Pero, al fin y al cabo, intentar buscarla no podía hacer daño a nadie. Por lo menos podríamos enviarnos tarjetas de Navidad todos los años. Su marido no tendría nada que objetar al respecto.
La mañana siguiente era viernes, 4 de mayo. En vez de ir a la oficina fui a la Sala de Archivos del condado. Estaban haciendo reformas, por lo que me dijeron que volviera al cabo de un mes. Así que me fui a la oficina del Times, donde cogí tortícolis a consecuencia de usar un microexplorador. Pero lo que pude averiguar fue que si Miles había fallecido entre los doce y los treinta y seis meses después de que me hubiera metido en la heladera, no había muerto en el Condado de Los Ángeles, si las noticias necrológicas eran correctas.
Claro que no había ninguna ley que le obligara a morirse en el Condado de Los Ángeles. Uno puede morirse en cualquier parte. Todavía no han logrado reglamentar eso.
Probablemente en Sacramento hubiera archivos del estado; pensé que tendría que ir a investigar algún día. Di las gracias al bibliotecario del Times, me fui a almorzar, y finalmente volví a Muchacha de Servicio.
Había dos llamadas telefónicas y una nota, todo ello de Belle. De la nota leí hasta «Queridísimo Dan», la rompí y advertí a recepción que no aceptaran llamadas para mí de parte de la señora Schulz. De allí me fui al departamento de contabilidad y pregunté al contable si había alguna forma de comprobar la antigua propiedad de acciones retiradas de la circulación. Dijo que lo intentaría, y le di, de memoria, los números de las acciones de Muchacha de Servicio que me habían pertenecido originalmente. Para ello no fue necesario ningún alarde de memoria; al principio habíamos emitido exactamente mil acciones, de las cuales había conservado las primeras quinientas diez, y el «regalo de compromiso» a Belle procedía del principio.
Regresé a mi madriguera y encontré que McBee me estaba esperando.
—¿Dónde ha estado? —preguntó.
—Por ahí. ¿Por qué?
—Eso no es contestación suficiente. El señor Galloway ha estado hoy aquí dos veces preguntando por usted. Me vi obligado a decirle que no sabía dónde estaba.
—¡Qué tontería! Si Galloway me necesita, acabará por encontrarme. Si emplease en tratar de vender su mercancía anunciando sus verdaderos méritos la mitad del tiempo que se pasa pensando en algo nuevo, la casa se beneficiaría más.
Galloway empezaba a molestarme. Estaba encargado de las ventas, pero a mí me parecía que en realidad se ocupaba más de hacer propaganda de la agencia anunciadora que se encargaba de nuestros intereses. Pero soy persona de prejuicios; lo único que a mí me interesa es la ingeniería. Todo lo demás me parece puro papeleo, generalidades.
Conocía el motivo por el cual me buscaba Galloway, y la verdad era que me había estado haciendo el remolón. Quería vestirme en traje del 1900 y sacar fotografías. Le había dicho que podía hacerme todas las fotografías que quisiese en trajes del 1970, pero que 1900 era doce años antes de haber nacido mi padre. Contestó que nadie se daría cuenta de la diferencia, y le mandé a paseo.
Esas gentes que se dedican a fantasear para engañar al público se imaginan que nadie más que ellos sabe leer ni escribir.
—Su actitud no es correcta, señor Davis —dijo McBee.
—¿De veras? Lo siento.
—Su situación es algo rara. Está usted a cargo de mi departamento, pero tengo que prestarle a usted a los departamentos de ventas y de propaganda cuando le necesitan. Desde ahora en adelante valdrá más que utilice el reloj para registrar su entrada, como todos los demás… y valdrá más que me comunique cuando salga de la oficina durante las horas de trabajo. Haga el favor de tenerlo ~ cuenta.
Conté lentamente hasta diez.
—Mac, ¿usted utiliza el reloj registrador?
—¿Eh? Naturalmente que no. Soy el ingeniero jefe.
—Desde luego. Así lo dice encima de la puerta. Pero fijese, Mác en que yo era ingeniero jefe de este lugar antes de que usted hubiera empezado a afeitarse. ¿Es que ha creído usted en serio que voy inclinarme ante un reloj registrador?
Mac se sofocó.
—Es posible que no. Pero lo que puedo decirle es esto: si no hace, no cobrará su paga.
—¿De veras? No fue usted quien me contrató, de modo que puede despedirme.
—Mmmm… ya lo veremos. Por lo menos puedo transferirle mi departamento al de propaganda, al que usted pertenece. Si que usted pertenece a alguna parte. —Echó una ojeada a mi máquina de dibujar—. Y evidentemente usted aquí no produce nada. No me interesa tener ocupada más tiempo esa máquina tan cara. —Hizo una rápida inclinación de cabeza y dijo—: Buenas tardes.
Salí tras él. Un Chico oficinista entró rodando y colocó en 1cesta un gran sobre, pero no esperé a ver lo que era, sino que b~ furioso al café-bar de los empleados. Lo mismo que muchos otros cabezotas, Mac se figuraba que el trabajo creador podía ser efectuado por la masa. No era sorprendente que la firma no hubiera producido nada nuevo desde hacía años.
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