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Robert Heinlein: Puerta al verano

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Heinlein: Puerta al verano» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 1986, ISBN: 84-270-1051-6, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Heinlein Puerta al verano

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En el avanzado planeta Tierra ya no es necesario matar a un enemigo para deshacerse de él. Sólo hace falta un “largo sueño”, un proceso que le mantiene congelado el tiempo preciso: un mes, un año, un siglo... Ésta es la historia de una víctima del “largo sueño”, un hombre que despierta en el futuro, pero que, sin embargo, descubrirá que es posible volver al pasado para cumplir su venganza. Una extraordinaria novela sobre el tema del viaje en el tiempo escrita por uno de los autores más galardonados de todos los tiempos, ganador de cuatro permios Hugo.

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Acababa de guardar la última pieza, el armazón del sillón de ruedas, en la maleta del coche, y había bajado la tapa todo lo posible, cuando oí que Pet empezaba a maullar. Maldije el tiempo que había tardado en desmenuzar a Frank, y me apresuré a dar la vuelta al garaje y entrar en el patio trasero. Entonces comenzó el jaleo.

Me había prometido a mí mismo que iba a disfrutar de cada segundo del triunfo de Pet. Pero no lo pude ver. La puerta trasera estaba abierta, pero, si bien podía oir ruido de carreras, golpes, caídas, el terrible grito de guerra de Pet, y los chillidos de Belle, nunca tuvieron la delicadeza de presentarse ante mi campo de visión. De modo que me acerqué a la puerta de persianas, esperando ver algo de la carnicería.

¡Pero aquella maldita persiana estaba cerrada! Era lo único que no había seguido el programa. Metí frenéticamente la mano en mi bolsillo, me rompí una uña intentando abrir el cortaplumas, y con él conseguí abrirla justo a tiempo para apartarme de en medio en el mismo instante en que Pet chocaba contra la persiana como un motociclista de circo que salta a través de una barrera.

Me caí sobre un rosal. No sé si Belle y Miles intentaron seguirle. Lo dudo; en su lugar no me hubiese arriesgado. Pero estaba demasiado ocupado desenredándome para poderlo ver.

Una vez me hube levantado me quedé detrás de los matorrales y di la vuelta hacia un lado de la casa; quería apartarme de aquella puerta abierta y de la luz que salía de ella. Luego se trataba solamente de esperar a que Pet se tranquilizase. Lo que es entonces no lo iba a tocar, y desde luego no le iba a levantar.

Pero cada vez que pasaba junto a mí, intentando encontrar una entrada y lanzando su desafío, le llamaba en voz baja:

—Pet, ven aquí Pet. Cálmate, chico. Todo va bien.

Sabía que yo estaba allí y por dos veces me miró, por lo demás no me hizo ningún caso. Los gatos, cada cosa a su tiempo; en aquel momento le ocupaban negocios urgentes y no tenía tiempo de hace cariños a su papá. Pero yo sabia que se me acercaría en cuanto si emoción se hubiese calmado.

Mientras estaba allí acurrucado esperando, oí correr el agua en sus cuartos de baño, y adiviné que habían ido a lavarse, dejándome en la sala de estar. Se me ocurrió entonces una idea horrible: ¿qué sucedería si entraba y cortaba el cuello de mi propio cuerpo indefenso? Pero me contuve; mi curiosidad no llegaba a tanto y e suicidio es un experimento demasiado definitivo, incluso cuando la circunstancias son, desde un punto de vista matemático, intrigantes

Pero nunca lo he acabado de resolver.

Además, por ninguna razón quería entrar. A lo mejor me encontraba con Miles —y no quería comunicación ninguna con un muerto.

Pet finalmente se detuvo frente a mí, a un metro de distancia.

—¿Mrrrourr? —dijo, queriendo decir—: Volvamos y echémoslo a la calle. Tú les das por arriba y yo por abajo.

—No muchacho. La función ha terminado.

—¡Auuu, mauuu!…

—Es hora de irse a casa, Pet. Ven con Danny.

Se sentó y empezó a lavarse. Cuando alzó la vista yo extendí los brazos y saltó a ellos.

—¿Miauuu? (¿Dónde diablos estabas tú cuando empezó el jaleo?)

Le llevé al coche y le dejé en el sitio del conductor, que era todo lo que quedaba libre. Olfateó la chatarra que había en su lugar de costumbre y miró en derredor disgustado.

—Tendrás que sentarte encima de mí —dije— No seas exigente.

Encendí las luces del coche y emprendimos la marcha por la calle. Luego volví hacia el Este y me encaminé hacia Big Bear y el Campamento de las Muchachas Exploradoras. Durante los diez primeros minutos tiré lo suficiente de Frank como para permitir que Pet volviese a su lugar de costumbre, lo cual nos iba mejor a los dos. Unos cuantos kilómetros más tarde, cuando hube despejado el suelo, me detuve y metí las notas y los dibujos en un desguace de la carretera. El armazón de la silla de ruedas no me lo quité de encima hasta que llegamos a las montañas, donde lo tiré a un arroyo profundo, produciendo un bonito efecto sonoro.

A eso de las tres de la madrugada me detuve en un parque automóvil al lado de la carretera, un poco más allá del desvío para el campamento de Muchachas Exploradoras, y pagué excesivamente por una cabina. Pet casi se puso a discutir, sacando la cabeza y haciendo comentarios cuando salió el dueño.

—¿A qué hora —le pregunté— llega el correo de la mañana de Los Ángeles?

—El helicóptero llega a las siete trece, puntualmente.

—Magnifico. Hará el favor de llamarme a las siete, ¿verdad?

—Si es usted capaz de dormir hasta las siete, es que es usted más hombre que yo. Pero lo anotaré.

A las ocho Pet y yo ya habíamos desayunado, y yo me había duchado y afeitado. Miré a Pet a la luz del día y llegué a la conclusión de que había salido de la batalla ileso, salvo quizá con uno o dos rasguños. Registramos nuestra salida y avancé por la carretera particular del campamento. El camión del Tío Sam apareció justamente por delante de nosotros; llegué a la conclusión de que aquel día estaba de suerte.

Nunca había visto tantas niñas juntas. Se revolvían como gatitos y en sus uniformes verdes parecían todas iguales. Aquéllas frente a quienes pasaba querían mirar a Pet, pero la mayoría no hicieron sino lanzar una mirada un poco vergonzosa y no se acercaron. Me dirigí a una cabina que llevaba la indicación de «Cuartel General», donde hablé a otra exploradora que sin lugar a dudas no era una niña.

Tenía razón para sospechar de mi; hombres desconocidos que piden permiso para visitar a niñas pequeñas que se están precisamente convirtiendo en muchachas mayores deben parecer siempre sospechosos.

Expliqué que era el tío de la niña, de nombre Daniel B. Davis, y que tenía para ella un mensaje que afectaba a la familia. Me respondió que los visitantes que no fuesen padres eran solamente permitidos cuando iban acompañados de los padres y las horas de visita no eran sino a partir de las cuatro.

—No quiero visitar a Federica, pero tengo que darle este mensaje. Es un caso de urgencia.

—En tal caso, puede usted escribirlo, y yo se lo daré en cuanto termine los juegos de rítmica.

Puse cara de preocupación (y estaba en realidad preocupado) y dije:

—No quiero hacer eso. Será mucho más prudente que se lo diga personalmente a la niña.

—¿Desgracia de familia?

—No precisamente. Dificultades en la familia, eso sí. Lo siento señora, pero no tengo libertad para decírselo a nadie más. Se refiere a la madre de mi sobrina.

Se estaba ablandando, pero seguía sin decidirse. Entonces Pe intervino en la discusión. Lo había estado llevando en mis brazos su trasero apoyado en el izquierdo, y aguantando su pecho con la mano derecha; no había querido dejarlo en el automóvil y sabía que Ricky lo habría querido ver. Pet tolera que le lleven así durante un rato, pero ya se estaba aburriendo.

—¿Krruarr?

La señora le miró y dijo:

—Éste sí que es un chico guapo. Tengo uno en casa que podría haber salido de la misma camada.

Entonces dije con solemnidad:

—Es el gato de Federica. Tuve que traerle conmigo porque… pues, porque era necesario. No había nadie para cuidarse de él.

—¡Pobrecito!

Le acarició debajo de la barbilla tal como debe hacerse, afortunadamente, y Pet lo aceptó, también afortunadamente, estirando el cuello, cerrando los ojos, y poniendo cara de indecorosamente complacido. A veces se porta muy mal con los extraños, si no le son simpáticos.

El guardián de la juventud me hizo sentar junto a una mesa bajo los árboles, en el exterior del cuartel general. Era lo bastante lejos como para permitir una visita privada, pero todavía bajo su vigilante mirada. Le di las gracias y esperé.

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