Orson Card - Ender el Xenócida

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Ender el Xenócida: краткое содержание, описание и аннотация

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Lusitania es único en la galaxia. Un planeta donde coexisten tres especies inteligentes: los cerdis, que evolucionaron en el mismo planeta; los humanos que llegaron como colonizadores; y la reina colmena y sus insectores, llevados por el joven Ender unos años atrás. El planeta ha sido condenado por el Consejo Estelar a causa de la descolada, el virus letal para los humanos e imprescindible para la biología de los cerdis. Jane, la inteligencia artificial aliada de Ender y nacida del nexo de ansibles que comunican la galaxia, ha salvado Lusitania interfiriendo con la Flota Estelar y creando un insondable misterio a escala galáctica. En el planeta Sendero, con una cultura derivada de la antigua China, la niña Qing-jao tiene el encargo de descubrir la causa de la desaparición de la flota estelar. Su prodigiosa inteligencia le ha de permitir lograrlo, y ello pone en peligro la existencia de Jane y la supervivencia de las tres especies inteligentes conocidas. La intervención de Ender se hace de nuevo imprescindible.
Nominado a los Premios Hugo y Locus, 1992.

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Por eso el laboratorio xenobiológico había sido trasladado desde su antiguo emplazamiento junto al río. Si los pequeninos iban a tomar parte en la investigación, el laboratorio tenía que estar cerca de la verja, y todos los campos experimentales ante ella, para que humanos y pequeninos no tuvieran la oportunidad de enfrentarse casualmente.

Cuando Miro se marchó para reunirse con Valentine, Ender pensó que a la vuelta se sorprendería por los grandes cambios que se producirían en el mundo de Lusitania. Pensaba que Miro vería a humanos y pequeninos trabajando codo con codo, dos especies conviviendo en armonía. En cambio, Miro encontraría la colonia casi igual. Con raras excepciones, los seres humanos de Lusitania no ansiaban la intimidad con otra especie.

Fue buena cosa que Ender ayudara a la reina colmena a restaurar la especie de los insectores tan lejos de Milagro. Ender pretendía ayudar a que insectores y humanos llegaran a conocerse gradualmente. En cambio, Novinha y él y su familia se habían visto obligados a mantener en secreto la existencia de los insectores en Lusitania. Si los colonos humanos no podían tratar con los pequeninos, que parecían mamíferos, no cabía duda de que la existencia de los insectores, con su aspecto de insectos, provocaría una violenta xenofobia casi de inmediato.

«Guardo demasiados secretos —pensó Ender—. Durante todos estos años he sido portavoz de los muertos, descubriendo secretos y ayudando a la gente a vivir a la luz de la verdad. Ahora ya no ansío decirle a nadie la mitad de lo que sé, porque si revelara toda la verdad habría miedo, odio, brutalidad, asesinato, guerra.»

No lejos de la verja, pero fuera de ella, se alzaban los padres-árbol, uno llamado Raíz, el otro Humano, plantados de forma que desde la verja parecía que Raíz estaba a la izquierda, y Humano a la derecha. Humano era el pequenino a quien Ender tuvo que matar ritualmente con sus propias manos, según lo requerido para sellar el tratado entre humanos y pequeninos. Entonces Humano renació en celulosa y clorofila, convertido finalmente en un macho adulto maduro, capaz de engendrar hijos.

En este momento Humano aún tenía un enorme prestigio, no sólo entre los cerdis de su tribu, sino también en muchas otras tribus. Ender sabía que estaba vivo: sin embargo, al ver el árbol, le resultaba imposible olvidar cómo había muerto Humano.

Ender no tenía ningún problema para tratar a Humano como a una persona, pues había hablado con este padre-árbol muchas veces. Lo difícil era considerar a este árbol la misma persona a la que había conocido como el pequenino llamado Humano. Ender comprendía intelectualmente que la identidad de una persona estaba compuesta de voluntad y memoria, y que voluntad y memoria habían pasado intactas del pequenino al padre-árbol. Pero la comprensión intelectual no siempre trae consigo una creencia visceral. Humano era muy extraño ahora.

Sin embargo, seguía siendo Humano, y seguía siendo amigo de Ender. El Portavoz tocó la corteza del árbol al pasar. Luego, desviándose unos pocos pasos, se acercó al otro padre-árbol llamado Raíz, y acarició también su corteza. Nunca había llegado a conocer a Raíz como pequenino: Raíz había muerto por otras manos, y este árbol era ya alto y grande antes de que Ender llegara a Lusitania. No había ningún sentido de pérdida que lo preocupara cuando hablaba con Raíz.

En la base de Raíz, entre las raíces, había muchos palos. Algunos habían sido traídos aquí; otros estaban hechos de las propias ramas de Raíz. Eran palos para hablar. Los pequeninos los usaban para marcar un ritmo en el tronco de un padre-árbol, y éste formaba y reformaba las zonas huecas de su interior para cambiar el sonido, para producir una lenta especie de habla. Ender sabía llevar el ritmo con suficiente destreza para entender palabras de los árboles.

Sin embargo, hoy no quería conversar. Que Plantador dijera a los padres-árbol que otro experimento había fracasado. Ender hablaría más tarde con Raíz y Humano. Hablaría con la reina colmena. Hablaría con Jane. Hablaría con todo el mundo. Después de toda la charla, no estaría más cerca de la resolución de ninguno de los problemas que amenazaban el futuro de Lusitania. Porque la solución de sus problemas no dependía de la conversación. Dependía del conocimiento y la acción: conocimiento que sólo otras personas podían adquirir, acciones que sólo otras personas podían ejecutar. Ender se encontraba impotente para resolver los problemas.

Todo lo que podía hacer, todo lo que había hecho desde su batalla final como niño guerrero, era escuchar y hablar. En otros momentos, en otros lugares, eso había bastado. Ahora no. Muchas clases diferentes de destrucción gravitaban sobre Lusitania, algunas de ellas puestas en movimiento por el propio Ender, y ninguna de ellas podía ser resuelta por ninguna actuación, palabra ni pensamiento de Andrew Wiggin. Como todos los otros ciudadanos de Lusitania, su futuro estaba en manos de otra gente. La diferencia entre ellos y él era que Ender conocía todo el peligro, todas las posibles consecuencias de cada fallo o error. ¿Quién estaba más maldito: el que moría sin saberlo hasta el mismo momento de su muerte, o el que contemplaba su destrucción mientras se acercaba, paso a paso, durante días, semanas y años?

Ender dejó a los padres-árbol y recorrió el resto del bien cuidado sendero hacia la colonia humana. Atravesó la verja, la puerta del laboratorio xenobiológico. El pequenino que era el mejor ayudante de Ela (se llamaba Sordo, aunque decididamente no era duro de oído) lo condujo de inmediato a la oficina de Novinha, donde Ela, Novinha, Quara y Grego estaban ya esperando. Ender alzó la bolsa que contenía el fragmento de la planta de patata.

Ender sacudió la cabeza. Novinha suspiró. Sin embargo, no parecían ni la mitad de decepcionadas de lo que Ender esperaba. Claramente tenían algo más en la cabeza.

—Supongo que era de esperar-dijo Novinha.

—Sin embargo, teníamos que intentarlo —comentó Ela.

—¿Por qué teníamos que intentarlo? —demandó Grego. El hijo menor de Novinha (y por tanto también hijo adoptivo de Ender) tenía treinta y tantos años ahora, y era un científico brillante por derecho propio; pero parecía disfrutar de su papel de abogado del diablo en todas las discusiones familiares, trataran de xenobiología o del color con el que había que pintar las paredes—. Al introducir estos nuevos cultivos sólo conseguimos enseñar a la descolada a burlar todas las estrategias de que disponemos para matarla. Si no la aniquilamos ahora, nos aniquilará a nosotros. En cuanto la descolada desaparezca, podremos cultivar patatas normales y corrientes sin todas estas tonterías.

—¡No podemos! —gritó Quara. Su vehemencia sorprendió a Ender. Quara no solía hablar ni siquiera en las mejores ocasiones: el que ahora lo hiciera con tanta convicción no era frecuente en ella—. Te digo que la descolada está viva.

—Y yo te digo que un virus es un virus —sentenció Grego.

A Ender le molestaba que Grego abogara por el exterminio de la descolada: no era propio de él pedir algo que destruiría a los pequeninos. Grego había crecido prácticamente entre los varones pequeninos, los conocía y hablaba su lenguaje mejor que nadie.

—Chicos, callaos y dejadme explicar esto a Andrew —exigió Novinha—. Ela y yo estábamos discutiendo lo que podíamos hacer si las patatas fracasaban, y me dijo…, no, explícalo tú, Ela.

—Es una idea bastante sencilla. En vez de intentar cultivar patatas que inhiban el crecimiento del virus de la descolada, tenemos que ir a por el virus mismo.

—Eso es —asintió Grego.

—Cierra el pico —ordenó Quara.

—Sé amable con todos nosotros, Grego, y haz lo que tu hermana te ha pedido tan educadamente —dijo Novinha.

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