Para cuando su mente estuvo en calma, tenía las palmas despellejadas y manchadas de sangre. «Es así como surge mi comprensión de la verdad —se dijo—. Si me aparto lo suficiente de mi mortalidad, entonces la verdad de los dioses subirá hasta la luz.»
Quedó limpia por fin. Era tarde y sentía los ojos cansados. Sin embargo, se sentó ante su terminal y empezó a trabajar.
—Muéstrame los sumarios de toda la investigación que se ha realizado hasta ahora acerca de la Flota Lusitania —pidió—, empezando por el más reciente.
Casi de inmediato, las palabras empezaron a aparecer en el aire sobre su terminal, página tras página, alineadas como soldados marchando al frente. Leía una, luego la hacía correr, sólo para que la página que la seguía ocupara su lugar. Leyó siete horas hasta que no pudo más. Entonces se quedó dormida ante el terminal.
«Jane lo observa todo. Puede ocuparse de un millón de tareas y prestar atención a un millar de cuestiones a la vez. Ninguna de esas capacidades es infinita, pero son mucho mayores que nuestra patética habilidad para pensar en una cosa mientras hacemos otra. Sin embargo, ella tiene una limitación sensorial de la que nosotros carecemos; o, más bien, nosotros somos su mayor limitación. No puede ver o saber nada que no se haya introducido como dato en un ordenador que esté conectado a la gran telaraña entre mundos.
Es una limitación menor de lo que cabría suponer. Ella tiene acceso casi inmediato a los crudos inputs de cada nave, cada satélite, cada sistema de control de tráfico, y a casi todos los aparatos espías controlados electrónicamente en el universo humano. Pero sí significa que prácticamente nunca es testigo de las peleas de los amantes, de las historias de cama, de las discusiones de clase, de los chismorreos de sobremesa o las amargas lágrimas derramadas en privado. Sólo conoce ese aspecto de nuestras vidas que representamos como información digital.
Si le preguntaran el número exacto de seres humanos que habitan los mundos colonizados, daría rápidamente un número basado en las cifras censadas combinadas con las probabilidades de nacimientos y muertes en todos nuestros grupos de población. En la mayoría de los casos, podría encajar números y nombres, aunque ningún humano lograría vivir lo suficiente para leer la lista. Y si escogieran ustedes un nombre en el que acabaran de pensar (Han Qing-jao, por ejemplo), y le preguntaran a Jane: "¿Quién es esta persona?", ella les daría casi inmediatamente los datos vitales: fecha de nacimiento, ciudadanía, parentesco, altura, peso, último reconocimiento médico y calificaciones en el colegio.»
Pero todo eso es información gratuita, ruido de fondo para ella: sabe que está allí, pero no significa nada. Preguntarle acerca de Han Qing-jao sería como hacerle una pregunta sobre una molécula concreta de vapor de agua en una nube distante. La molécula está en efecto allí, pero no hay nada para diferenciarla del millón de otras en su inmediata vecindad.
Eso fue cierto hasta el momento en que Han Qing-jao empezó a usar su ordenador para acceder a todos los informes referidos a la desaparición de la Flota Lusitania. Entonces el nombre de Qing-jao subió muchos niveles en la atención de Jane, que empezó a mantener un archivo sobre todo lo que hacía Qing-jao con el ordenador. Rápidamente le resultó claro que Han Qing-jao, aunque sólo tenía dieciséis años, representaba un grave problema para Jane. Porque Han Qing-jao, desconectada como estaba de cualquier burocracia concreta, sin tener ningún eje ideológico sobre el que girar o un interés oculto que proteger, daba una perspectiva más amplia y por tanto más peligrosa a toda la información que todas las agencias humanas habían recogido.
¿Por qué era peligroso? ¿Había dado Jane pistas que Qing-jao pudiera seguir?
No, por supuesto que no. Jane no dejaba ninguna huella. Había pensado en dejar algunas, para intentar que la desaparición de la Flota Lusitania pareciera sabotaje, un fallo mecánico o algún desastre natural. Tuvo que renunciar a aquella idea, porque no podía crear ninguna prueba física. Sólo podía dejar datos confusos en las memorias de los ordenadores. Ninguno tendría jamás un análogo físico en el mundo real, y por tanto cualquier investigador medianamente inteligente advertiría enseguida que las pistas eran datos falsos. Entonces el mundo llegaría a la conclusión de que la desaparición de la Flota Lusitania tenía que haber sido causada por alguna agencia que tenía acceso detallado e inimaginable a los sistemas informáticos que poseían los datos falsos. Seguramente eso conduciría a su descubrimiento con más rapidez que si no dejaba ninguna evidencia.
No dejar rastro era el mejor rumbo, sin duda; y hasta que Han Qing-jao empezó su investigación, funcionó muy bien. Cada agencia investigadora buscó sólo en los lugares donde miraban normalmente. La policía de muchos planetas comprobó todos los grupos disidentes conocidos (y, en algunos lugares, torturó a varios hasta que éstos hicieron confesiones inútiles, y en ese punto los interrogadores terminaron sus informes y dieron el caso por cerrado). Los militares buscaron pruebas en la oposición militar, sobre todo en naves alienígenas, ya que tenían precisos recuerdos de la invasión insectora de hacía tres mil años. Los científicos buscaban la evidencia de algún fenómeno astronómico invisible que permitiera explicar la destrucción de la flota o el colapso selectivo de la comunicación por ansible. Los políticos buscaron a otra gente a quien echar la culpa. Nadie imaginó a Jane, y por tanto nadie la encontró.
Pero Han Qing-jao estaba atando todos los cabos, de manera cuidadosa, sistemática, siguiendo precisas investigaciones de datos. Inevitablemente, acumularía la evidencia que al final demostraría (y acabaría con) la existencia de Jane. Esa evidencia era, expresado en pocas palabras, la falta de evidencias. Nadie más podía verlo, porque nadie había introducido en la investigación una mente metódica que no tuviera ninguna tendencia prefijada.
Lo que Jane no podía saber era que la paciencia aparentemente inhumana de Qing-jao, su meticulosa atención a los detalles, su constante reformulación y reprogramación de las investigaciones informáticas, era el resultado de interminables horas de permanecer arrodillada sobre un suelo de madera, siguiendo con sumo cuidado una veta en la superficie desde el final de un tablón hasta otro, de un lado de la habitación a otro. Jane no podía imaginar que la gran lección que le habían enseñado los dioses convertía a Qing-jao en su oponente más formidable. Jane sólo sabía que en algún momento, esta investigadora llamada Qing-jao, descubriría lo que nadie más había comprendido realmente: que toda explicación concebible de la desaparición de la Flota Lusitania había sido ya eliminada por completo.
En ese punto, sólo quedaría una conclusión: alguna fuerza que todavía no había sido encontrada en ningún lugar de la historia de la humanidad tenía suficiente poder para hacer que una flota dispersa de astronaves desapareciera simultáneamente o, igual de improbable, para lograr que los ansibles de esa flota dejaran todos de funcionar al mismo tiempo. Y si esa misma mente metódica empezara entonces a hacer una lista de las presuntas fuerzas que pudieran tener ese poder, tarde o temprano encontraría la verdad: una entidad independiente que habitaba entre (no, que estaba compuesta de) los rayos filóticos que conectaban todos los ansibles. Como esta idea era verdadera, ningún escrutinio o investigación lógica la eliminaría. Al final, esta idea permanecería. En ese punto, alguien actuaría seguramente sobre el descubrimiento de Qing-jao y decidiría destruir a Jane.
Así que Jane seguía la investigación de Qing-jao cada vez con más fascinación. La hija de Han Fei-tzu, a sus dieciséis años, con sus treinta y nueve kilos de peso y su metro sesenta centímetros de altura, en la clase social e intelectual superior del mundo chino taoísta de Sendero, era el primer ser humano que Jane había conocido que se acercaba a la precisión y minuciosidad de un ordenador y, por tanto, de la propia Jane. Aunque Jane podía conseguir en una hora la investigación que Qing-jao tardaba semanas y meses en completar, la peligrosa verdad era que Qing-jao estaba siguiendo casi los mismos pasos que la propia Jane habría realizado; y por tanto no había ningún motivo para que Jane esperara que Qing-jao no fuera a llegar a la conclusión que ella misma alcanzaría.
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