«Sin embargo, ¿podría consentir la destrucción de los pequeninos? ¿Podría permitir otro xenocidio?»
Recogió otro de los tallos rotos de patata con sus hojas manchadas. Tenía que llevarlo a Novinha, por supuesto, para que lo examinara, o lo haría Ela, y confirmarían lo que ya era obvio. Otro fracaso. Metió el tallo de patata en una bolsa esterilizada.
—Portavoz.
Era Plantador, el ayudante de Ender y su amigo más íntimo entre los cerdis. Plantador era el hijo del pequenino llamado Humano, a quien Ender había llevado a la «tercera vida», la etapa árbol del ciclo de vida pequenino. Ender alzó la bolsa de plástico transparente para que Plantador viera las hojas de su interior.
—Muertas del todo, Portavoz —dijo Plantador, sin ninguna emoción discernible.
Eso fue al principio lo más desconcertante de trabajar con los pequeninos: no mostraban emociones de forma que los humanos pudieran interpretar fácilmente. Era una de las mayores barreras para que la mayoría de los colonos los aceptaran. Los cerdis no se mostraban simpáticos o tiernos. Eran simplemente extraños.
—Lo intentaremos de nuevo —dijo Ender—. Creo que nos estamos acercando.
—Tu esposa te requiere —dijo Plantador.
La palabra «esposa», incluso traducida a un lenguaje humano como el stark, estaba tan cargada de tensión para un pequenino que le resultaba difícil pronunciarla de modo natural. Plantador casi apretó los dientes al decirla. Sin embargo, la idea de tener esposa era tan poderosa para los pequeninos que, aunque podían llamar a Novinha por su nombre cuando le hablaban directamente, al hablar con su marido sólo se referían a ella por su título.
—Iba a ir a verla de todas formas —dijo Ender—. ¿Quieres medir y registrar estas patatas, por favor?
Plantador saltó para enderezarse. «Como una palomita de maíz», pensó Ender. Aunque su cara pareció inexpresiva para los ojos humanos, el salto vertical mostraba su deleite. A Plantador le encantaba trabajar con el equipo electrónico, porque las máquinas le fascinaban y porque eso añadía grandeza a su posición entre los otros machos pequeninos. Plantador empezó inmediatamente a sacar la cámara y su ordenador de la bolsa que siempre llevaba consigo.
—Cuando acabes, prepara por favor esta sección aislada para quemarla —pidió Ender.
—Sí sí —respondió Plantador—. Sí sí sí.
Ender suspiró. Los pequeninos se molestaban cuando los humanos les decían cosas que ya sabían. Plantador conocía la rutina que debía ejecutar cuando la descolada se había adaptado a una nueva cosecha: el virus «educado» tenía que ser destruido mientras estaba aún aislado. No tenía sentido dejar que toda la comunidad de virus de la descolada se beneficiara de lo que había aprendido un cultivo. Así que Ender no tendría que habérselo recordado. Sin embargo, era así como los seres humanos satisfacían su sentido de la responsabilidad: comprobando una y otra vez, aunque sabían que era innecesario.
Plantador estaba tan atareado que apenas advirtió que Ender se marchaba. Cuando Ender llegó al cobertizo al final del campo, se desnudó, puso sus ropas en la caja de purificación, y luego ejecutó la danza purificadora: las manos arriba, los brazos rotando, trazar un círculo, agacharse y volverse a poner de pie, para que la combinación de radiación y gases que llenaban el cobertizo alcanzaran todas las partes de su cuerpo. Inspiró profundamente por la nariz y la boca, y luego tosió, como siempre, porque los gases apenas alcanzaban los límites de la tolerancia humana. Tres minutos completos con los ojos ardiendo y los pulmones abrasados, agitando los brazos, agachándose y poniéndose en pie: «Nuestro ritual de obediencia a la descolada todopoderosa. Así nos humillamos ante la dueña indiscutida de la vida en este planeta. Finalmente, se terminó. Ya me he asado lo suficiente», pensó.
Mientras el aire fresco entraba por fin en el cobertizo, sacó sus ropas de la caja y se las puso, todavía calientes. En cuanto dejara el cobertizo, éste se calentaría hasta que su superficie entera estuviera muy por encima de la tolerancia demostrada al calor por el virus de la descolada. Nada podía vivir en ese cobertizo durante el último paso de la purificación. La siguiente vez que alguien entrara en él, estaría absolutamente estéril.
Sin embargo, Ender no podía dejar de pensar que, de algún modo, el virus encontraría una forma de abrirse paso, si no a través del cobertizo, entonces por la leve barrera disruptiva que rodeaba la zona de cultivos experimentales como una muralla invisible. Oficialmente, ninguna molécula mayor que un centenar de átomos podía atravesar esa barrera sin ser rota. Las verjas a cada lado de la barrera impedían que los humanos y los cerdis se perdieran en aquella zona fatal, pero Ender imaginaba a menudo lo que sucedería si alguien atravesaba el campo disruptor. Todas las células de su cuerpo morirían al instante mientras los ácidos nucleicos se descomponían. Tal vez el cuerpo se mantuviera unido físicamente. Pero, en su imaginación, Ender siempre lo veía desmoronándose hasta quedar reducido a polvo al otro lado de la barrera, convirtiéndose en humo bajo la brisa antes de poder golpear el suelo.
Lo que incomodaba más a Ender de la barrera disruptora era que estaba basada en el mismo principio que el Ingenio D.M. Diseñado para ser usado contra astronaves y misiles, fue Ender quien lo volvió contra el planeta natal de los insectores cuando comandó la flota humana tres mil años atrás. Además, se trataba de la misma arma que el Congreso Estelar había enviado ahora camino de Lusitania. Según Jane, el Congreso ya había intentado enviar la orden para usarlo. La había bloqueado cortando las comunicaciones ansibles entre la flota y el resto de la humanidad, pero no había manera de saber si algún capitán agotado, lleno de pánico porque su ansible no funcionaba, podría aún dirigirlo contra Lusitania cuando llegara.
Era impensable, pero lo habían hecho: el Congreso había enviado la orden de destruir un mundo. De cometer xenocidio. ¿Había escrito Ender en vano la Reina Colmena? ¿Habían olvidado ya?
Pero para ellos no era «ya». Para la mayoría de la gente habían transcurrido tres mil años. Y aunque Ender había escrito la Vida de Humano, no se la creía ampliamente todavía. No había sido abrazada por la gente hasta el grado de que el Congreso no se atreviera a actuar contra los pequeninos.
¿Por qué habían decidido hacerlo? Probablemente por el mismo propósito que la barrera disruptora de los xenobiólogos: para aislar una peligrosa infección a fin de que no se extendiera a la población más amplia. El Congreso estaba probablemente preocupado por contener la plaga de la revuelta planetaria. Pero cuando la flota llegara aquí, con o sin órdenes, podrían usar el Pequeño Doctor como solución definitiva al problema de la descolada: si no había ningún planeta Lusitania, no habría ningún virus mutable medio inteligente que tuviera la oportunidad de aniquilar a la humanidad y todas sus obras.
No había mucha distancia entre los campos experimentales y la nueva estación de xenobiología. El sendero rodeaba una colina baja, sorteaba el borde del bosque que era padre, madre y cementerio viviente para esta tribu de pequeninos, y luego llegaba hasta la puerta norte de la verja que rodeaba la colonia humana.
La verja resultaba dolorosa para Ender. Ya no había motivos para que existiera, ahora que la política de contacto mínimo entre humanos y pequeninos había sido rota, y ambas especies atravesaban libremente la puerta. Cuando Ender llegó a Lusitania, la verja estaba cargada con un campo que provocaba un dolor insoportable a quien la cruzara. Durante la lucha por ganar el derecho a comunicarse libremente con los pequeninos, el mayor de los hijos adoptivos de Ender, Miro, había quedado atrapado en el campo durante varios minutos, lo que le causó una lesión cerebral irreversible. Sin embargo, la experiencia de Miro era sólo la expresión más dolorosa e inmediata de lo que la verja hacía a las almas de los humanos rodeados por ella. La psicobarrera fue desconectada hacía treinta años. Durante todo este tiempo, no había existido ningún motivo para que se irguiera ninguna barrera entre humanos y pequeninos; sin embargo la verja permanecía. Los colonos humanos de Lusitania lo querían así. Deseaban que la frontera entre humanos y pequeninos siguiera siendo inexpugnable.
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