—Podríamos poner ampliadores de sudor —continuaba Vincent—. Sobacos, cuello.
—No importa —dije yo, todavía contemplando a Ingrid. La pantalla se dividió y una digitactriz apareció delante de un dígito-aeroplano, rezumando aceite de bebé.
—¿Qué tal un enganche de sonido direccional para los pasos y endorfinas? —prosiguió Vincent—. Jurará que estuvo bailando con Gene Kelly.
Me bebí el resto de la crè me de menthe y le tendí la botella vacía. Luego regresé a mi habitación y despedacé Historias de Filadelfia durante dos días más, intentando pensar en un buen motivo para que Jimmy Stewart se quedara con Katharine Hepburn y cantara «En algún lugar del arco iris» sin ser despedido, y fingí que necesitaba uno.
A Mayer no le importaría, y probablemente al estirado de su jefe tampoco. Y ya nadie veía vivacciones. Si el argumento no tenía sentido, los hackólitos que hicieran el remake ya se ocuparían del tema. De todas formas harían un remake del remake. Que también estaba en la lista.
Lo recuperé. Alta sociedad. Bing Crosby y Grace Kelly. Frank Sinatra haciendo de Jimmy Stewart. Avancé hasta la última mitad, buscando inspiración, pero estaba aún más repleta de SA. Y era un musical. Volví a Historias y lo intenté de nuevo.
Imposible. Jimmy Stewart tenía que estar borracho en la escena de la piscina para decirle a Katharine Hepburn que la quería. Katharine tenía que estar borracha para que su prometido la rechazara y para que ella misma se diera cuenta de que todavía amaba a Cary Grant.
Pasé de esa escena y volví a la anterior. Era igual de horrible. Había que cortar demasiado, y la mayor parte era la voz pastosa de Jimmy Stewart. Rebobiné hasta el principio de la escena y subí el volumen, para poder doblar su diálogo.
—Todavía la ama, ¿verdad? —decía Jimmy Stewart, inclinándose beligerante hacia Cary Grant.
—Mudo —dije, y vi cómo Cary Grant, imperturbable, decía algo, sin que su cara revelara nada.
—Insuficiente —dijo el comp—. Se precisan datos adicionales para que coincida.
—Sí. —Aumenté de nuevo el sonido.
—Liz dice que la ama —dijo Jimmy Stewart.
Rebobiné al principio de la escena y la congelé para pillar el número del fotograma, y la repetí otra vez.
—Todavía la ama, ¿verdad? —dijo Jimmy Stewart—. Liz dice que la ama.
Apagué la pantalla, y accedí a Heada.
—Necesito que averigües dónde está Alis.
—¿Por qué? —preguntó ella, recelosa.
—Creo que le he encontrado una profesora de baile. Necesito su horario de clases.
—Lo siento. No lo sé.
—Venga, tú lo sabes todo. ¿Qué ha pasado con aquello de «Creo que deberías ayudarla»?
—¿Qué pasó con «No me juego el cuello por nadie»?
—Ya te lo he dicho, le he encontrado una profesora de baile. Una anciana dé Palo Alto. Fue corista. Apareció en El valle del arco iris y Funny Lady en los setenta.
Ella aún desconfiaba, pero al final cedió.
Alis asistía a Cinematografía 101, gráficos básicos, y a una clase de historia del cine: El Musical 1939-1980. Estaba a la salida de Burbank.
Cogí los deslizadores y una botella de ginebra Enemigo público, y salí a buscarla. La clase estaba en un viejo estudio que la UCLA había comprado cuando se construyeron los deslizadores, en el primer piso.
Entorné la puerta y me asomé. El profe, que se parecía a Michael Caine en Educando a Rita, una película con demasiadas SA, estaba de pie delante de un anticuado monitor apagado con un mando a distancia, manteniendo a raya a un grupito de estudiantes, la mayoría hackólitos que engrosaban su curriculum, algunas Marilyns, y Alis.
—Contrariamente a la creencia popular, la revolución de los gráficos por ordenador no acabó con el musical —decía el profe—. El musical la espichó él solito. —Aquí hizo una pausa para que la clase se riera—, en 1965.
Se volvió hacia el monitor, que no era más grande que mis pantallas, y pulsó el remoto. Tras él aparecieron unos vaqueros saltando en una estación de tren. Oklahoma.
—Los musicales, con sus argumentos forzados, sus irreales secuencias de canciones y bailes, y finales felices simplistas, ya no reflejaban el mundo del público.
Miré a Alis, preguntándome cómo se estaría tomando esto. No lo hacía. Contemplaba a los vaqueros, con aquella expresión intensa y concentrada, y sus labios se movían, contando los segundos, memorizando los pasos.
—… lo cual explica por qué el musical, al contrario que el cine negro y el de terror, no fuera revivido a pesar de la disponibilidad de estrellas como Judy Garland y Gene Kelly. El musical es irrelevante. No tiene nada que decir al público moderno. Por ejemplo, Melodías de Broadway 1940…
Retrocedí hasta los escalones irregulares y me senté allí, dándole a la ginebra y esperando a que terminara. Lo hizo, por fin, y las alumnos salieron. Un trío de caras comentando un rumor sobre que la Disney iba a contratar cuerpos presentes para Gran Hotel, un par de hackólitos, el profe sorbiendo copo escaleras abajo, otro hackólito.
Acabé la ginebra. Nadie más salió, y me pregunté si era posible que hubiera pasado por alto a Alis. Fui a ver. Los escalones se habían vuelto más y más irregulares en el tiempo que había permanecido allí sentado. Resbalé una vez y me agarré al pasamanos, y luego me quedé de pie durante un minuto, escuchando. Dentro de la habitación se produjo un golpe seco y un castañeteo, y oí una débil música. ¿El conserje?
Abrí la puerta y me apoyé contra ella.
Alis, con un vestido celeste con polisón y un sombrero de flores, bailaba en medio de la habitación, con un parasol azul apoyado en el hombro. Una canción surgía del monitor del comp, y Alis zapateaba al compás de una fila de chicas con polisones y sombrillas que bailaban en el monitor tras ella.
No reconocí la película. ¿ Carrusel, tal vez? ¿Las chicas de Harvey? Las chicas fueron sustituidas por chicos que alzaban las piernas, ataviados con hongos y sombreros de paja, y Alis se detuvo, respirando agitadamente, y sacó el mando a distancia de su botín. Rebobinó, volvió a guardar el mando en su zapato, y apoyó el parasol contra el hombro. Las chicas volvieron a aparecer y Alis se apoyó en un pie e hizo un giro.
Había amontonado los pupitres en filas a cada lado de la habitación, pero seguía sin haber suficiente espacio. Cuando dio la segunda vuelta, su mano estirada chocó contra ellos y estuvo a punto de derribarlos. Cogió de nuevo el mando, rebobinó, y me descubrió. Apagó la pantalla y retrocedió un paso.
—¿Qué quieres?
Agité un dedo ante ella.
—Darte un consejito. «No desees lo que no puedes tener.» Michael J. Fox, Tres herederas. Escena de bar, fiesta, club nocturno, tres botellas de champán. Bueno, ahora ya no. Aquí el menda ha hecho su trabajo. Todo por el desagüe.
Extendí los brazos para dar énfasis a mis palabras, como James Masón en Ha nacido una estrella, y volqué las sillas.
—Vas ciego —dijo ella.
—«Ni hablar» —sonreí—. Gary Cooper en Buffalo Bill. —Avancé hacia ella—. Ciego no. Curda, mamado, torrija, soplado. En una palabra, borracho como una cuba. Es una tradición de Hollywood. ¿Sabes en cuántas películas se bebe? En todas. Excepto las que ya he manipulado. Amarga victoria, Ciudadano Kane, El truhán y su prenda. Westerns, películas de gángsters, melodramas. En todas. Todas. Incluso Melodías de Broadway 1940. ¿Sabes por qué Fred pudo bailar el Beguine con Eleanor? Porque George Murphy estaba demasiado borracho para continuar. Olvida el baile —dije, haciendo otro ademán que casi la golpeó—. Lo que necesitas es una copa.
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