Bob Shaw - Otros días, otros ojos

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Otros días, otros ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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El “vidrio lento” es un cristal que absorbe poco a poco la luz de los sucesos que ocurren delante de él, los cuales resultan visibles meses o años después.
A partir de esta idea, Bob Shaw construye una excelente y a la vez original novela. La profética visión de lo que podría ser un invento de estas características y la problemática social de su uso, desde el crimen casi perfecto hasta la verificación por parte de la justicia al cabo de cinco años— hacen de esta novela una obra maestra de ciencia ficción en el mas puro sentido de la palabra.

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A Garrod le pareció extrañamente inaceptable la actitud del hombre de color, pero decidió olvidar el asunto. En el trayecto hacia el centro de Augusta se enteró de que los otros miembros del equipo de expertos eran un agente del FBI llamado Gilchrist y un oficial encargado de investigaciones militares designado temporalmente por el ejército para ocuparse del caso. Este último resultó ser el coronel John Mannheim, uno de los pocos hombres de la institución militar con que Garrod podía tomarse una copa tranquilamente. Mannheim era además —y el pensamiento hizo que el corazón de Garrod diera un ligero vuelco— el jefe inmediato de la preciosidad de rasgos coreanos y labios plateados que, sin mover un dedo, había destrozado la cordura de Garrod durante un día. Abrió la boca para preguntar si el coronel venía acompañado de algún miembro de la secretaría, pero entonces recordó la grabadora de visión y sonido que llevaba en la solapa. Su mano se alzó instintivamente hacia el liso plástico.

—Un artefacto poco normal el que lleva ahí —dijo Pobjoy, sonriente—. ¿Es una cámara?

—Algo así.

—¿Adónde nos dirigimos?

—Al hotel.

—Ah. Creía que iríamos directamente a la jefatura de policía. —Antes quiero que se refresque y coma algo. —Pobjoy volvió a sonreír—. Un hombre no rinde al máximo con el estómago vacío, ¿no cree?

Garrod meneó la cabeza con aire de duda mientras experimentaba de nuevo la sensación de estar manipulado.

Dispondremos de instrumental de laboratorio y taller?

—Todo está dispuesto, señor Garrod. En cuanto conozca a los otros miembros del equipo, y coma, nos desplazaremos a Bingham para que vean ustedes mismos el escenario del crimen.

—¿De qué servirá eso?

—Es difícil explicar lo útil que es siempre… pero se trata del punto de partida natural de todas las investigaciones de homicidios. —Pobjoy se puso a examinar la calle por la que pasaban—. Es útil, sabe usted, para tener la mejor imagen posible del crimen. Los ángulos y posiciones relativas… Aquí está el hotel. ¿Le gustaría echar un trago antes de comer?

Otro grupo de periodistas aguardaba en la acera junto al hotel, y de nuevo fueron contenidos por un todavía más numeroso contingente policial. Pobjoy saludó a los reporteros de un modo amistoso mientras urgía a Garrod a que entrara rápidamente en el vestíbulo.

—No es preciso que se registre —dijo Pobjoy—. Me. he preocupado de todos los detalles y su equipaje llegará ahora mismo.

Cruzaron una sección pródiga y lujosamente alfombrada, subieron tres pisos en el ascensor y recorrieron una corta distancia hasta una amplia habitación color verde claro y muy soleada que daba la impresión de haber sido usada para reuniones del Club Rotario. En esta ocasión había una sola mesa con veinte sillas. Se había preparado un bar en un rincón, y diversos hombres, con aspecto de políticos y funcionarios de policía, conversaban en pequeños grupos. Garrod distinguió inmediatamente a John Mannheim, que parecía un poco incómodo con su traje civil.

Pobjoy ofreció a Garrod un combinado de vodka y fue presentándole a los reunidos. El único nombre que retuvo Garrod fue el de Horace Gilchrist, el experto forense del FBI, que era un individuo con piel color de arena, cabello corto que crecía hacia delante y una expresión de tenacidad propia de la persona que tiene mal oído y está resuelta a no perder palabra. Garrod iba ya por su segunda bebida fuerte y una atmósfera de irrealidad dominaba sus sentidos cuando habló con Mannheim. Garrod llevó aparte al coronel.

—¿Qué sucede aquí, John? Me siento como si estuviera participando en una charada.

—Pero si es precisamente eso, Al…

—¿Qué quieres decir?

Una festiva expresión apareció en la rubicunda cara de pescador de Mannheim.

—Nada.

—Algo tiene en mente.

—Al, usted sabe igual que yo que los asesinatos no se resuelven a este nivel…

—La comida está servida, caballeros —anunció— Pobjoy, haciendo sonar su vaso con una cuchara—. Siéntense, por favor.

Garrod se encontró justo enfrente de John Mannheim en la larga mesa, pero demasiado lejos para sostener una conversación discreta. Siguió intentando llamar la atención del coronel, mas éste no cesaba de beber y hablar con los hombres que le flanqueaban. Durante la comida, Garrod respondió a ocasionales preguntas de sus compañeros de mesa y se esforzó en ocultar su impaciencia con el método que se seguía. Estaba revolviendo el café, malhumorado, cuando reparó en que una mujer había entrado en la sala y se había inclinado junto a Mannheim para susurrarle algo. Garrod levantó la mirada y sintió que su garganta se secaba al reconocer aquel cabello negro, muy negro, y aquellos labios pintados de color plata. Era Jane Wason.

En ese instante, Jane alzó los ojos y los fijó en Garrod con tanta franqueza que éste creyó que le estaban arrebatando la fuerza corporal. La seriedad profesional del hermoso rostro se dulcificó un instante, y luego Jane se marchó apresuradamente de la mesa. Garrod la siguió con la mirada, henchido de la jubilosa certidumbre de que había estremecido a Jane Wason tanto como ella le había estremecido a él.

Pasó un minuto entero antes de que recordara que los ojos de Esther estaban ajustados a su solapa, y su mano se alzó de nuevo de un modo reflejo para tapar los sensibles discos vítreos.

Después de comer Garrod se refrescó, se cambió de ropa y se reunió con el resto de hombres —Mannheim, Gilchrist y Pobjoy— para desplazarse a Bingham y examinar el escenario del crimen. El ambiente dentro del automóvil fue de somnolencia después de una buena comida, y hablaron muy poco mientras se abrían paso entre el flujo del tráfico que iba hacia el norte. Garrod seguía pensando en Jane Wason; veía su cara como una brillante imagen consecutiva. Habrían recorrido unos cinco kilómetros, cuando Garrod asimiló el hecho de que no dejaban de cruzarse con cuadrillas de operarios que estaban sustituyendo las hojas de iluminación de vidrio lento suspendidas sobre la carretera.

—¿Qué ocurre?

Dio una palmada en la amplia rodilla de Pobjoy y señaló con un gesto de la cabeza a uno de los camiones de mantenimiento.

—¡Oh, eso! —Pobjoy hizo una mueca—. En Augusta tenemos una organización local francamente activa de la Liga por la Defensa de la Intimidad. Algunas noches salen con sus coches, con las capotas abiertas, y disparan contra las placas de iluminación con escopetas de perdigones.

—Pero eso sólo ennegrecerá el vidrio durante algunas horas, hasta que la luz lo atraviese de nuevo.

—No. En cuanto el material está agujereado o agrietado se considera que es estructuralmente inseguro y debe ser cambiado. Es una ordenanza municipal.

—Debe de costarle una fortuna al ayuntamiento.

—No sólo a este ayuntamiento… Se trata del nuevo deporte nacional. Y sé que no necesito decirle que la gente ya no compra ventanoramas.

—Lo cierto es que he desatendido el negocio durante el último año —reconoció Garrod—, por lo que no estoy al corriente del estado de las ventas.

—Yo le pondré al corriente. Los fanáticos de la Liga arrojan ladrillos a las ventanoramas. Los tipos más sutiles las ennegrecen con regeneradores, y los orgullosos propietarios se quedan con las ventanas negras.

—¿Qué tipo de personas hay en esta Liga por la Defensa de la Intimidad?

—Eso es lo curioso. No se puede afirmar que un grupo o subdivisión especial apoye a la Liga. Tenemos maestros de escuela, oficinistas, taxistas, universitarios… toda clase de categorías.

Garrod se recostó en el mullido tapizado y miró pensativo a lo lejos. En aquella excursión estaba aprendiendo cosas sobre el mundo que seguía existiendo, forcejeando y cambiando al otro lado de las ventanas de su biblioteca. Manston tenía razón al afirmar que la corriente de opinión pública estaba volviéndose en contra de la retardita; sin embargo, era obvio que él mismo subestimaba la velocidad y potencia creciente de la reacción.

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