Garrod estaba sorprendido por la serenidad de la voz de su esposa.
—No, siempre que me lleves contigo.
—Eso es imposible —dijo, inflexible—. Tendré que trabajar y viajar durante todo…
—Comprendo que yo sería un estorbo… si fuera en persona.
Esther sonrió y extendió una mano.
—Pero ¿de qué otra…?
La voz de Garrod se quebró al ver que Esther estaba ofreciéndole una de las cajitas que contenían ojos de repuesto.
A fin de cuentas, no iba a estar solo.
El avión de Garrod despegó a primera hora de la mañana, girando y planeando en el claro aunque turbulento aire de Portston, y se elevó hacia el este.
—Esta mañana hemos de volar bajo —le recordó Lou Nash por el intercomunicador—. Las líneas comerciales siguen estando prohibidas para nosotros.
—Ya lo ha mencionado otras veces, Lou —dijo sosegadamente Garrod, recordando la multa que el tribunal de tráfico aéreo les había impuesto por aquel alocado vuelo a Macon hacía una eternidad—. No se preocupe por eso.
—Esto de volar a baja altura y lentamente le está costando dinero.
—Ya lo he dicho, no se preocupe.
Garrod sonrió, consciente de que la preocupación de Nash no estaba relacionada con los costes del vuelo, sino con el hecho de que no podía dar rienda suelta al elegante proyectil. Se acomodó en el asiento y contempló el mundo en miniatura que flotaba abajo. Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que los discos oculares de Esther, colocados en el soporte plástico de su solapa, estaban por debajo del nivel de la ventanilla. Desprendió el dispositivo, que contenía una grabadora, y lo situó en el borde inferior de la ventanilla, con los vigilantes círculos negros hacia fuera. «Disfruta de la vista», pensó.
—¡Hay otro! —exclamó bruscamente la excitada voz de Nash en los altavoces ocultos.
—¿Otro qué?
Garrod contempló un panorama de montañas color canela salpicadas de arbustos y atravesadas por una solitaria autopista. No vio nada anormal.
—Están rociando los cultivos a unos seiscientos metros de altitud.
La inexperta vista de Garrod aún no había encontrado algo que se pareciera a otro avión.
—Pero si aquí no hay cultivos…
—Eso es lo curioso. He visto tres de estos trastos en el último mes.
El avión se inclinó hacia la derecha, aumentando la vista desde ese lado, y de repente Garrod descubrió un diminuto crucifijo que relucía muy por debajo, siguiendo el mismo rumbo que ellos y dejando un rastro, una nube blanca que parecía ser humo. Mientras la contemplaba, la nube desapareció súbitamente.
—Acaba de localizarnos —dijo Nash—. Siempre dejan de rociar cuando te ven.
—Seiscientos metros es una altura excesiva para rociar los cultivos, no es cierto? ¿Cuál es la altitud normal?
—Prácticamente en la superficie. Es otro detalle curioso. —Alguien debe de estar haciendo pruebas con el equipo, simplemente.
—Pero…
—Lou —dijo Garrod con voz severa—, hay excesivos controles automáticos en este avión…, y eso significa que usted está ahí sentado, completamente solo y sin nada en que ocupar su mente. ¿Querrá hacer el favor de pilotar el aparato usted mismo, o hacer un crucigrama.
Nash murmuró algo apenas audible y mantuvo un silencio que duró el resto del vuelo. Garrod, que había acortado sus horas de sueño nocturno para estar a punto para el viaje, dormitó, bebió café y dormitó de nuevo hasta que el videófono empotrado en el mamparo delantero sonó reclamando su atención. Aceptó la llamada y se encontró ante las aguileñas facciones de Manston, su director de relaciones públicas.
—Buenos días, Alban —dijo Manston, con su acento neutral—. Has visto algún noticiario o periódico de la mañana?
—No, no he tenido tiempo.
—Has vuelto a salir en los titulares.
—¿Cómo?
Garrod se irguió.
—De acuerdo con todas las noticias sensacionalistas que he visto, estás en ruta hacia Augusta y muy confiado en poder determinar quién fue el asesino del senador Wescott tras examinar los restos del automóvil.
—¿Qué?
—Hay alusiones para todos los gustos en el sentido de que tienes una nueva técnica para lograr imágenes de muestras de vidrio lento fragmentado o fundido.
—¡Pero eso es una locura! Informé a Pobjoy que no había… —Garrod respiró para calmarse—. Charles, ¿hiciste alguna declaración a la prensa ayer por la noche?
Manston se arregló la corbata azul con lunares y puso cara de pena.
—¡Por favor! —dijo.
—Entonces debe de haber sido Pobjoy.
—¿Quieres que haga público algún tipo de réplica?
—No. No le prestes atención. Lo resolveré con Pobjoy cuando le vea. Gracias por llamar, Charles.
Garrod dio por terminada la conversación. Se recostó en el asiento e intentó poner la mente en blanco para dormirse otra vez, pero una brizna de inquietud se agitaba en sus pensamientos, igual que una resplandeciente serpiente retorciéndose en la superficie de una charca. El último año con Esther le había hecho volverse muy sensible a ciertas cosas, y en ese momento tenía la firme sensación de ser manipulado, de que otra persona le estaba utilizando. Las declaraciones de Pobjoy a la prensa no eran una simple imprudencia, eran una flagrante contradicción de la esencia de la única conversación que había mantenido con Garrod. No había dado la impresión de ser un hombre capaz de actuar sin un motivo bien pensado. Mas ¿qué esperaba conseguir?
El mediodía era claro y luminoso cuando el avión de Garrod aterrizó en la pista de un aeropuerto próximo a Augusta. Mientras el aparato se deslizaba en la zona de recepción del aeropuerto privado, Garrod miró a través de las ventanillas y vio el ya familiar grupito de reporteros y camarógrafos. Algunos de ellos llevaban hojas de retardita, pero los demás como reflejo de las luchas que se estaban produciendo entre las secciones del sindicato de reporteros gráficos sostenían en sus manos el equipo fotográfico convencional. En el último instante Garrod se acordó de coger los discos oculares de Esther y asegurarlos a su solapa. Al salir del avión, los periodistas se precipitaron hacia la pista, pero fueron frenados por un fuerte contingente de policía uniformada. La alta y fornida figura de Miller Pobjoy se destacó con su traje de seda azul medianoche.
—Lamento que haya tanta gente —dijo tranquilamente, mientras estrechaba la mano de Garrod—. Le sacaremos de aquí en seguida. —Hizo una señal con la mano, apareció un automóvil junto al avión y en cuestión de segundos Garrod estuvo dentro y dirigiéndose hacia las puertas del aeropuerto—. Supongo que ya estará acostumbrado a que le traten como a una celebridad.
—No soy tan célebre —replicó rápidamente Garrod—. ¿Qué pretendían comunicando ese disparate a la prensa ayer por la noche?
—¿Disparate, señor Garrod?
Pobjoy parecía sorprendido.
—Sí… eso de la confianza en poder determinar quién fue el asesino con nuevas técnicas de análisis.
La arrugada frente de Pobjoy recuperó la tersura y el lustre color estaño.
—¡Oh, es eso! Alguien de nuestra sección de publicidad llevó su entusiasmo demasiado lejos, supongo. Ya sabe cómo son estas cosas.
—A decir verdad, no lo sé. Mi director de publicidad despediría al primer empleado que hiciera una cosa así. Y después yo le despediría a él por haber permitido que pasara eso.
—Alguien perdió el sentido, perdió la cabeza, eso es todo. —Pobjoy se encogió de hombros—. Para el estado es muy violento que Wescott fuera asesinado aquí… La única razón de que el crimen ocurriera en Maine es que el senador nos visitaba regularmente para cazar y pescar. Todo el mundo está ansioso por colaborar.
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