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Larry Niven: Los árboles integrales

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Larry Niven Los árboles integrales

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Durante largo tiempo el Estado empleó naves espaciales, cuya velocidad era menor que la de la luz, para preparar los sistemas para su colonización por el hombre. Normalmente las máquinas sembradoras viajaban en circuitos que duraban siglos y que tenían su punto de partida y de llegada en la Tierra. Normalmente las tripulaciones estaban compuestas por ciudadanos y convictos corpiscilos. Normalmente, el último control de la misión era ejercido por un cyborg informante, un verdadero déspota del Estado microcósmico que era la nave. Pero la normalidad se alteró levemente cuando penetró en el sistema de la doble estrella T 3 y le Voy’s Star. Allí se había formado una inmensa capa gaseosa en forma de anillo alrededor de una estrella neutrón y el amplio espacio que quedaba libre en el interior podía ser un lugar habitable por el hombre. A pesar de que había muy poca tierra, el Anillo de Humo había desarrollado una amplia variedad de formas de vida, la mayoría de las cuales eran comestibles y todas ellas podían volar. El Anillo de Humo se presentó como un paraíso para la mermada tripulación de y por tanto, volaron hacia él, desprendiéndose del cyborg.

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La lenta rotación del pájaro espada dejó a la vista lo que había sido el tercer ojo. Pero lo que mostraba era un largo, irregular, velloso y verde remiendo. Laython gritó:

—¡Lanilla! ¡Tiene una herida en la cabeza infectada de lanilla! ¡Esa cosa está herida, Harp!

—No es un pavo herido, chico. Es un pájaro espada herido.

Laython tenía vez y media el tamaño de Harp, y además era el hijo del Presidente. No era fácil disciplinarle. Apretó los largos y fuertes dedos sobre el hombro de Harp.

—¡Lo perderemos si nos quedamos aquí discutiendo! ¡Yo digo que vayamos a Gold! —Y se puso de pie.

El viento le golpeó. Sujetó en los arbustos un puño y los dedos de los pies, estabilizándose, y empezó a hacer señas con el brazo libre.

—¡Hola! ¡Pájaro espada! ¡Carne, copsik, carne!

Harp emitió un sonido de disgusto.

Era casi seguro que el animal le vería si no dejaba de agitar la brillante blusa escarlata. Gavving pensó: Lo perderemos y el peligro habrá pasado. Pero no quería aparentar cobardía en el transcurso de su primera partida de caza.

Tomó de la espalda la cuerda corrediza. Socavó el follaje para poder clavar una escarpia en la sólida madera y amarró en ella la cuerda. El centro estaba anudado a su cintura. Nadie se arriesgaba a perder la cuerda. Si la conservaba, un cazador que cayera hacia el cielo todavía podría encontrar apoyo en alguna parte.

La criatura no les había visto. Laython juró. Se apresuró a anclar su propia cuerda. El fin de la operación era arpearla: dura madera del afilado final de la rama. Laython hizo girar el arpeo alrededor de la cabeza, gritando y abriéndolo.

El pájaro espada debía haberle visto, u oído. Se volvió repentinamente, con la boca abierta, la cola triangular revoloteando como si intentase abrirse camino hacia estribor, hacia su lado del tronco. ¡Hambriento, sí! Gavving nunca había considerado que una criatura pudiera verle a él como su carne hasta aquel momento. Harp se puso ceñudo.

—Va a maniobrar. Si tenemos suerte, podría llegar a chocar con el tronco.

El pájaro espada parecía hacerse más grande a cada segundo que pasaba: más grande que un hombre, más grande que una choza… todo boca y alas y cola. La cola era una membrana traslúcida encerrada en una V de huesos espinosos de bordes dentados. ¿Cómo había llegado tan lejos? Los pájaros espada se alimentaban de criaturas que devoraban en los bosques a la deriva, y había muy pocos, y siempre estaban muy cerca de Voy. Muy poco de todo. La criatura está muy flaca, pensó Gavving; y ahí está la suave costra verdosa sobre el ojo. La lanilla era una planta verde, parásita, que crecía en un animal hasta que el animal moría. También atacaba a los humanos. Todo el mundo la padecía antes o después, algunos incluso más de una vez. Pero los humanos tenían bastante sentido común como para estar a la sombra hasta que la lanilla blanqueaba y moría.

Laython podía estar en lo cierto. Una cabeza herida, un sentido de la dirección enloquecido… y era carne, un montón de carne tan grande como la gran choza de los solteros. Debía estar famélico… y se volvió para enfrentarse a ellos.

Una boca aislada les alcanzó: un campo elíptico, en expansión, lleno de dientes.

Laython enrolló la cuerda con una prisa frenética. Gavving vio cómo le adelantaba volando la cuerda de Harp, y cómo le arrancaba de la parálisis, haciéndole lanzar su propia arma.

El pájaro espada latigueó a su alrededor, imposiblemente rápido, tronchando el arpón de Gavving como si fuera de caramelo. Harp lanzó un alarido. Gavving se quedó congelado por un momento; luego, enterró los pies en la maleza mientras daba un tirón de la cuerda. Lo he enganchado.

La criatura no intentó escapar; seguía revoloteando hacia ellos.

El arpeo de Harp le desolló el costado, dio un tirón, intentando enganchar a la bestia, y falló de nuevo. Enrolló la cuerda para otro intento.

Gavving estaba a horcajadas entre el ramaje y el algodón, hundiendo los dedos de los pies profundamente, asiendo con las manos el mortífero asidero de la cuerda. Con los ojos fijos en el pájaro espada, continuó comportándose como si esperase contactar con la bestia asesina.

—Harp, ¿dónde debo herirla? —gritó.

—En las órbitas de los ojos, supongo.

La bestia estaba confundida. Tenía los costados arañados por el tronco que se extendía sobre sus cabezas, estaba terriblemente cercana. El tronco se estremeció. Gavving aulló de terror. Laython aulló de rabia, lanzando el arpeo por encima de la cabeza.

Rozó el costado del pájaro espada. Laython tiró de la cuerda con fuerza y clavó la púa de dura madera en la carne, profundamente.

La cola del pájaro espada se paralizó. Quizá estaba considerando otras opciones, mirándoles con los dos ojos sanos mientras el viento lo empujaba hacia el oeste.

La cuerda de Laython se tensó. Y la de Gavving. Las ramas espinosas desgarraron los inadaptados dedos de los pies de Gavving. Y la inmensa bestia le arrastró hacia el cielo.

Sintió la garganta atenazada, pero pudo escuchar el chillido de Laython. Laython también había sido arrastrado.

Los dedos de Gavving todavía llevaban clavados los arbustos espinosos. Miró hacia abajo, hacia la almohadillada protección de la mata, preguntándose hasta dónde sería llevado y tirado. Pero su cuerda aún estaba anclada… y el viento era más fuerte que la marea; podría llevarle más allá de la mata, más allá de la rama, cada vez más lejos. Pero en vez de eso se arrastró a lo largo de la cuerda, alejándose del predador.

Laython no se había rendido. Había preparado de nuevo su arpeo y esperaba.

El pájaro espada decidió. Su cuerpo chasqueó en una curva. La cola dentada latigueó forzadamente hacia la cuerda de Gavving. El pájaro espada aleteó violentamente, dirigiéndose hacia el oeste. La cuerda de Laython se tensó; los arbustos se desgarraron y la cuerda quedó libre. Gavving intentó cogerla pero la perdió.

Podría haberse retirado hasta ponerse a salvo, pero siguió vigilando.

Laython se equilibraba con el arpeo dispuesto, moviendo la otra mano en círculo preparando su cuerpo para dar la vuelta, mientras el predador aleteaba hacia él. El hombre era casi la única criatura del Anillo de Humo que no tenía alas.

El cuerpo del pájaro espada se arqueó en forma de U. Golpeó con la cola a Laython casi antes de que éste pudiera mover el arpeo. La boca de la bestia se abrió y se cerró cuatro veces, y Laython desapareció. La boca siguió actuando, intentando librarse del arpón que Gavving le había clavado en la garganta, mientras el viento se la llevaba hacia el este.

La choza del Científico era como cualquier otra choza de la Tribu de Quinn: vivientes arbustos espinosos trabajados como el mimbre de una cesta. Era más grande que algunas, pero no daba sensación de lujo. La techumbre y las paredes estaban constituidas por un amasijo de chismes pegados a la urdimbre; y plumas de pavo y rojos penachos teñidos con tinta, útiles de enseñanza, útiles científicos, y reliquias de antes del tiempo en que los hombres abandonaran las estrellas.

El Científico entró en la choza como si fuera un ciego. Tenía los brazos llenos de sangre de las manos a los codos. Se los había arañado con la brazada de maleza, y hablaba entre dientes:

—Malditos, malditos berbiquís. En cuanto se ponen a excavar, no hay manera de pararlos. —Levantó la vista—. ¿Grad?

—Hola. ¿Con quién hablabas? ¿Estás hablando solo?

—Sí. —Se restregó los brazos airadamente, y tiró el manojo de follaje lejos de él—. La muerte de Martal. Un berbiquí se puso a excavar en ella. Posiblemente, yo mismo la maté, cuando se los extraje, pero hubiera muerto de todos modos… no puedes dejar huevos de berbiquí. ¿Has oído algo de la expedición?

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