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Larry Niven: Los árboles integrales

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Larry Niven Los árboles integrales

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Durante largo tiempo el Estado empleó naves espaciales, cuya velocidad era menor que la de la luz, para preparar los sistemas para su colonización por el hombre. Normalmente las máquinas sembradoras viajaban en circuitos que duraban siglos y que tenían su punto de partida y de llegada en la Tierra. Normalmente las tripulaciones estaban compuestas por ciudadanos y convictos corpiscilos. Normalmente, el último control de la misión era ejercido por un cyborg informante, un verdadero déspota del Estado microcósmico que era la nave. Pero la normalidad se alteró levemente cuando penetró en el sistema de la doble estrella T 3 y le Voy’s Star. Allí se había formado una inmensa capa gaseosa en forma de anillo alrededor de una estrella neutrón y el amplio espacio que quedaba libre en el interior podía ser un lugar habitable por el hombre. A pesar de que había muy poca tierra, el Anillo de Humo había desarrollado una amplia variedad de formas de vida, la mayoría de las cuales eran comestibles y todas ellas podían volar. El Anillo de Humo se presentó como un paraíso para la mermada tripulación de y por tanto, volaron hacia él, desprendiéndose del cyborg.

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O contra otros hombres. La guerra podía ser un signo esperanzador…

¡Si pudiera saber qué era lo que habían hecho! Kendy podría perturbar el entorno de doce modos diferentes. Podía arrojarlos de su Edén y ver qué pasaba. Pero no se arriesgaría. No sabía lo suficiente.

Kendy esperó.

Uno — La Mata de Quinn

Gavving podía escuchar los crujidos de sus compañeros mientras perforaban hacia arriba. Se mantenían a lo largo de la gran pared plana del tronco. Ramas espinosas gruesas como dedos brotaban del tronco, dividiéndose interminablemente en finas hebras de arbusto, floreciendo por fin entre un follaje como de algodón verde, girando libremente para conseguir capturar cada desperdigado destello de luz solar. Algo de luz se filtraba a través suyo como un crepúsculo verde.

Gavving perforaba a través de un universo de verde algodón hilado.

Hambriento, metió la mano profundamente en la red de arbustos y arrancó un puñado de hojas. Tenían un sabor como de fibroso algodón hilado. Saciaban el hambre, pero lo que el estómago de Gavving le estaba reclamando era carne. Pese a todo, el gusto era demasiado fibroso… y el verde demasiado oscuro, incluso para ser de los bordes de la mata donde daba la luz del sol.

De cualquier modo, se lo comió y siguió avanzando.

El creciente aullido del viento le advirtió que ya estaba cerca. Un minuto después, su cabeza se abrió paso hasta el viento y la luz del sol.

La luz del sol apuñaló sus ojos, todavía enrojecidos y con dolor después del ataque de alergia que había tenido por la mañana. Siempre le atacaba los ojos y los senos nasales. Bizqueó y giró la cabeza y sorbió y esperó a poder enfocar la visión. Luego, crispándose anticipadamente, miró hacia arriba.

Gavving tenía catorce años, medidos por las pasadas del sol detrás de Voy. Hasta aquel momento, nunca antes había estado por encima de la Mata de Quinn.

El tronco iba hacia arriba y hacia abajo a partir de Voy. Parecía alejarse eternamente, un inmenso muro marrón que se estrechaba cilíndricamente hasta no ser más que una oscura línea con una suave curvatura inclinada hacia el oeste, perdiéndose en el infinito… y la punta estaba tachonada de verde. La mata lejana.

Una nube verde teñida de ocre se deslizó bajo él, esparciéndose por el cuerpo principal de la mata. Mirando hacia el este, con el viento azotando hacia adelante su largo cabello, Gavving pudo ver la rama que emergía medio klomter de desnuda madera de su vaina verde: una delgada aleta.

La cabeza de Harp apareció, y su cara volvió a sumergirse, huyendo del viento. Laython fue el siguiente, e hizo lo mismo. Gavving esperó. Sus caras volvieron a aparecer. El rostro de Harp era ancho, de recia osamenta, su fuerza brutal medio oculta por una barba dorada. La larga y oscura faz de Laython empezaba a retoñar con los primeros pelos de una barba negra. Harp le llamó:

—Podemos andar a cuatro patas rodeando el tronco a sotavento. Al este. Escaparnos del viento.

El viento soplaba siempre desde el oeste, siempre con la velocidad de un vendaval. Laython comprobó cuidadosamente con los dedos la dirección del viento.

—¡Negativo! —vociferó—. ¿Cómo vamos a cazar algo? ¡Cualquier presa vendría a favor del viento!

Harp se retorció a través del follaje para reunirse con Laython. Gavving se encogió de hombros e hizo lo mismo. Le hubiera gustado que hubiese un cortavientos… y Harp, diez años mayor que Gavving y Laython, estaba nominalmente al mando. Lo que raramente solucionaba aquellos problemas.

—No podemos atrapar nada —les dijo Harp—. Estamos aquí para proteger el tronco. Que hay sequía no significa que no pueda producirse una inundación. ¿Podría rozar el árbol un estanque?

¿Qué estanque? ¡Mira a tu alrededor! ¡No hay ninguno cerca de nosotros! ¡Harp, deberías verlo por ti mismo!

—El tronco nos impide ver lo que hay al otro lado —dijo Harp pacientemente.

El punto brillante en el cielo, el sol, vagaba a la deriva bajo el borde occidental de la mata. Y en aquella dirección no había estanques, ni nubes, ni bosques a la deriva… nada, sólo el cielo blanco teñido de azul, hendido por la blanca línea del Anillo de Humo, y en aquella línea, un desquiciante grumo que debía ser Gold.

Mirando hacia arriba, hacia afuera, no vio nada más… lejanos gallardetes de nubes con forma de remolinos tormentosos… una centelleante mancha que posiblemente era un estanque, pero que parecía incluso más lejana que la verde extremidad del árbol integral. Allí no habría inundaciones.

Gavving tenía seis años cuando llegó la última inundación. Recordaba el terror, el pánico, la frenética precipitación. La tribu se había abierto camino cavando, a lo largo de la rama, hacia el este, amontonándose en el ligero follaje, allí donde la mata terminaba en una punta de madera desnuda. Recordaba un rugido que ahogó el del viento, y cómo la masa de la rama se estremecía interminablemente. El padre de Gavving y dos aprendices de cazadores no fueron avisados a tiempo. El cielo se los llevó.

Laython empezó a rodear el tronco, en la misma dirección que el viento. Había medio emergido de entre el follaje, empujándose contra el viento con sus largos brazos. Harp le siguió. Como era costumbre, Harp había cedido. Gavving refunfuñó, pero se movió para reunirse con ellos.

Era cansado. Harp debía aborrecerlo. Usaba sandalias claveteadas, pero incluso con ellas, debía estar padeciendo. Warp tenía un buen cerebro y la lengua fácil, pero era un enano. Su torso era corto y ancho; pero la musculatura de sus brazos y piernas no tenía aguante, y los dedos de sus pies eran mera decoración. Medía menos de dos metros de alto. El Grad, en cierta ocasión, le había dicho a Gavving:

—Harp se parece a las imágenes de los Fundadores, en la bitácora. Hace mucho tiempo, todos nos parecíamos a ellos.

Harp le sonrió a Gavving, pensando que estaba fatigado.

—Tú también tendrás sandalias de clavos cuando crezcas.

Laython también sonrió, desdeñosamente, y se apresuró a ponerse en cabeza. Gavving no dijo nada. Las sandalias claveteadas sólo habrían servido para estorbarle los largos y prensiles dedos de los pies.

La noche había cortado la luz por la mitad. Con la luz del sol circunvalando la otra cara de Voy, ver resultaba más fácil. El tronco era una gigantesca muralla marrón de tres klomters de circunferencia. Gavving volvió a levantar la vista una vez más y se sintió descorazonado por lo poco que habían avanzado. Se protegió la cabeza, agachándola contra el viento, abriéndose camino desgarrando el verde algodón, hasta que escuchó un aullido de Laython.

—¡La cena!

Una temblorosa partícula negra, señalando un punto a babor en el viento.

—No puedo decir lo que es —dijo Laython.

—Está intentando desaparecer —dijo Harp—. Parece grande.

—¡Trata de dar la vuelta hacia el otro lado! ¡Vamos!

Se arrastraron rápidamente. La mota temblorosa estaba muy cerca. Era grande y delgada y movía el primer tallo. La gran aleta traslúcida se ensanchaba por la velocidad, como si intentase llegar al claro del tronco. El tenue torso giraba lentamente.

La cabeza quedó a la vista. Dos ojos brillantes tras el pico, separados por ciento veinte grados.

—Pájaro espada —decidió Harp. Y dejó de moverse.

Laython preguntó:

—Harp, ¿qué vamos a hacer?

—Nadie en su sano juicio iría detrás de un pájaro espada.

—¡Sigue siendo carne! ¡Y, por lo lejos que está, también debe estar hambriento!

Harp bufó.

—¿Quién lo dice? ¿El Grad? El Grad está lleno de teorías, pero nunca ha salido a cazar.

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