La mujer le adelantó.
Gavving no sabía qué pensar de todo aquello. No quería morir solo; y, desde luego, también estaba seguro de que no quería morir atravesado por aquellos miniarpones. Ella estaba muy cerca. Llegó a él por la espalda, con un miniarpón atado con su ronzal. Gavving sólo podía intentar poner entre ellos el pedazo de carne ahumada mientras la mujer echaba hacia atrás su extraña arma, mirándole a los ojos al tiempo que disparaba.
La cosa emplumada penetró en la carne caliente.
Gavving se movió a toda velocidad, empuñando el cuchillo, buscando la cuerda de la mujer…
Las palabras sonaban extrañamente, pero Gavving fue capaz de entenderlas.
—¡No, no, no, déjame vivir! ¡Tengo agua! ¡Tengo vainas surtidor! ¡Te lo suplico! Podía ser así.
—¡Quieta! —gritó—. ¡No te vuelvas! Tengo que pensarlo.
—Te obedezco.
Colgaba, atada, inmóvil.
—Tú tienes agua y yo tengo comida. ¿Qué pasa si me matas y te lo llevas todo?
—Mi espada —le contestó, enseñándole el largo cuchillo y arrojándolo. Sorprendido, Gavving alargó la mano y se las arregló para cogerlo por el mango—. Mi arco —dijo, y Gavving tuvo tiempo para clavar el cuchillo en la carne antes de que ella tirara el arma lanzadora lejos de su alcance. También lo cogió.
¿Y entonces qué? Ella estaba esperando.
—¿Qué quieres hacer?
—Unirme a ti, a tu pueblo. No hay nadie más.
Si Gavving se quedaba con sus armas y con las de ella, ¿qué podía hacer? Entre ellos no había nada más que cuarenta kilos de carne ahumada, cualquiera de los dos podría arrebatar un arma y matar al otro instantáneamente. Y Gavving tendría que dormir alguna vez… y ella seguiría esperando.
Súbitamente, Gavving pensó, ¿Por qué no? De todos modos estoy muerto. La llamó:
—Ven.
La mujer fue enrollando la cuerda mientras se acercaba. Gavving había estado agarrado a su mochila, pero ella se apretaba contra la carne ahumada sin siquiera pensar en las consecuencias que tendría en su ropa púrpura. Extrajo una vaina surtidor de uno de los doce bolsillos que hacían que su cuerpo careciera de forma, dándola una apariencia fornida. La colocó y retorció el extremo. Cuando la vaina se expandió hubo un cambio en la velocidad de la mujer. Empleó otra. Luego otra.
—¿Para qué llevas tantos? —le preguntó.
—Para mis amigos.
Para sus cadáveres. Gavving se apartó. La Tribu de Quinn estaba formada tan sólo por un grupo que se hallaba alrededor de…
—La Mano del Controlador —dijo su enemigo. Le costaba trabajo comprender la extraña pronunciación—. Están atados a la Mano del Controlador. Demasiado bueno. El abanico es comestible. Eso es carne de dumbo.
—Conozco esa palabra. Controlador: el Grad la usa, pero nunca le ha dicho a nadie lo que quiere decir.
—No debisteis atacar la Mano del Controlador. Nosotras la cuidamos… …la cuidábamos.
—¿Por eso matasteis a Jiovan? ¿Por un hongo-abanico?
—Por eso, y por volver del exilio. Fuisteis expulsados por matar a un Presidente.
—Eso es nuevo para mí. Hemos estado en la Mata de Quinn durante más de cien años.
La mujer asintió con la cabeza, como si aquello no importara. Era extraño… ella era extraña. Gavving conocía a cada hombre, mujer y niño de la Mata de Quinn. Aquella ciudadana había llegado hasta él saliendo del cielo, y le era completamente desconocida. Incluso no estaba seguro de no odiarla.
—Estoy sediento —dijo.
Ella le tendió una pequeña vaina de calabaza medio llena de agua. Gavving bebió.
El grupo que formaba la Tribu Quinn parecía acercarse por minutos. Gavving tendría que habérselo imaginado.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Gavving—. Por el modo en que usas las vainas surtidor, quizá tú te manejes mejor con ellas en el cielo que nosotros. ¿Nos vas a decir lo que podemos hacer a continuación? La Mata de Dalton…
—La Mata de Dalton-Quinn —le corrigió.
—Posiblemente, vuestra mitad del árbol esté a salvo, pero debe haber sido arrastrada lejos de aquí por la marea. No soy capaz de imaginar ninguna forma de llegar hasta ella. Estamos perdidos. —De pronto, su curiosidad fue insoportable—. ¿Quién eres?
—Minya Dalton-Quinn.
—Yo soy Gavving Quinn —dijo, por segunda vez en su vida. La primera fue en el rito de iniciación hacia la madurez. Lo intentó de nuevo—. ¿Quiénes eran todos los demás? ¿Por qué intentasteis matarnos?
—Smitta era… excitable. Algunas de nosotros también lo éramos en el Pelotón de Triuno, y estabais matando la Mano.
—Pelotón de Triuno. ¿Casi todo mujeres?
—Todo mujeres. Incluso Smitta, por cortesía. Servíamos a la Mata como luchadores.
—¿Por qué querías ser combatiente?
La mujer sacudió la cabeza con brusquedad.
—No quiero hablar sobre eso. ¿Tus ciudadanos van a aceptarme o a matarme?
—No somos asesinos. —El mismo había matado a dos de ellas. En aquel momento pensó que si el Grad le había informado correctamente, en aquellas ocasiones en que el Científico les había azotado a ambos por hablar de tales cosas, entonces… entonces, la mitad del árbol de Minya, al caer alejándose de Voy, también estaba cayendo en la sequía—. Si podemos ir contigo a la mata más lejana, tú harás lo posible para que nos hagan miembros de tu tribu. Creo que es lo mejor que podemos proponer. ¿Conforme?
Ella guardó silencio, luego dijo:
—Tengo que pensarlo.
La carne y el abanico estaban pasando a gran velocidad cuando Clave arrojó una pesada cuerda. Había reservado la última vaina. Quizá otro error. Ahora tenían sólo una oportunidad… pero la extranjera morena agarró la cuerda con destreza y empezó a tirar de ella rápidamente. Bracearon contra su mutuo giro.
Gavving gritó a través del vacío.
—Esta es Minya, de la Tribu de Dalton-Quinn. Quiere unirse a nosotros.
—No os acerquéis. ¿Está armada?
—Lo estaba.
—Quiero sus armas. —Clave lanzó otra cuerda. Un bulto sorprendentemente grueso volvió con ella. Clave estudió el botín: un cuchillo tan largo como su propio brazo, como más pequeño, un manojo de miniarpones y dos armas para lanzarlos, una de madera y otra de metal.
Le gustó más la de madera. La cosa de metal parecía haber sido hecha para otro uso. De momento estaba adivinando qué era lo que tendrían que hacer, y le gustaba la idea.
—Ella intentó matarnos a todos —dijo Alfin.
—Verdad. —Clave le alargó al Grad la última vaina surtidor, con cierta mala gana—. Detén nuestro giro. Espera. ¿Ves aquella capa de corteza, lejos de nuestro alcance y que no se mueve muy deprisa? Intenta detener nuestro giro y hacer que nos acerquemos.
Alfin insistió.
—¿Qué pretendes hacer con la prisionera?
—Reclutarla, si está dispuesta a ello —contestó Clave—. Una tribu de siete ciudadanos es algo ridículo.
—Aquí no hay ningún sitio donde encerrarla.
—¿Piensas pasar aquí el resto de tu vida?
La vaina surtidor esparció gas y semillas.
—Así no vamos a llegar hasta la corteza. No hay suficiente empuje.
Alfin todavía no había acabado de preguntar. Clave le dijo:
—A no ser que hayas descubierto que te gusta caer, supongo que desearías vivir en la mata de un árbol integral Hemos hecho un prisionero que vive en una mata. Tenemos la oportunidad de ganarnos su gratitud.
—Tráela.
El estanque era una pequeña y perfecta esfera a veinte klomters de la Mano del Controlador; una gota gigante de agua que arrastraba un tallo de bruma en dirección hacia el sol. Cuando el sol brillaba tras él y lo atravesaba, como hacía en aquel momento, Minya vislumbraba unas sombras que se agitaban en su interior.
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