Harry Harrison - ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!

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¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!: краткое содержание, описание и аннотация

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Lunes, 9 de agosto de 1999. El siglo está en sus postrimerías. Nueva York posee una población de 35 millones de seres humanos. Viven hacinados en las casas, en los cementerios de coches que en otro tiempo fueron aparcamientos, en los viejos barcos anclados a orillas del Hudson, en los depósitos militares cerrados hace tiempo... y algunos ni siquiera tienen un techo donde guarecerse y viven simplemente en las calles. El petróleo se ha agotado, los vegetales se están agotando, la carne es un artículo de súper lujo, la gente vive a base de galletas y sucedáneos extraídos del mar, el agua está racionada, y cualquier accidente puede romper este precario equilibrio. Y en Nueva York vive el policía Andrew Rusch, cuyo trabajo es investigar los crímenes que se producen diariamente en la ciudad, pero también cargar contra las muchedumbres que simplemente piden comida y agua.
Peor en ese miserable mundo, que puede ser el nuestro dentro de muy pocos años, en el que todo escasea excepto la necesidad, ni siquiera la policía tiene efectivos suficientes para llevar a cabo su trabajo.

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—Incluso las cenizas hieden a pescado —se lamentó mientras recogía la delgada capa de polvorienta ceniza del día anterior. Luego la arrojó por la ventana en forma de nube gris, e inmediatamente llegó a sus oídos el grito de queja procedente de la ventana del piso inferior.

—¿No te gusta eso? —gritó a su vez—. Diles a tus asquerosos hijos que no pongan el televisor a todo volumen la noche entera, y tal vez decida no tirar las cenizas por la ventana.

Aquel desahogo le relajó, y canturreó al compás de la Suite de «Cascanueces» que había reemplazado a la anónima composición de jazz… hasta que una serie de crujidos reemplazaron a su vez a la música y el sonido se apagó. Maldiciendo entre dientes, se acercó al aparato y golpeó uno de sus lados con el puño. Esto no tuvo el menor efecto. Los crujidos continuaron hasta que, de mala gana, Sol desconectó el aparato. Todavía murmuraba furiosamente cuando se inclinó para encender la estufa.

Colocó tres grasientas pastillas de carbón-de-mar, de color gris, sobre la rejilla, y alargó la mano hacia la estantería para coger su maltrecho encendedor Zippo. Un buen encendedor, comprado en el PX… ¿cuándo? Hacia unos cincuenta años. Desde luego, la mayoría de las piezas habían sido reemplazadas desde entonces, pero ya no se fabricaban encendedores como éste. De hecho, no se fabricaban ya encendedores de ninguna clase. El carbón-de-mar chisporroteó y prendió, ardiendo con una pequeña llama azul. Hedía —a pescado—, lo mismo que sus manos, y se dirigió al fregadero para lavárselas. Se suponía que aquel «carbón» estaba fabricado con desechos de celulosa procedentes de las cubas de fermentación de la fábrica de alcohol, secados y empapados con aceite de plancton de baja graduación para que no dejara de arder. Pero se rumoreaba que en realidad era fabricado con tripas de pescado secadas y prensadas, y Sol prefería esta versión, verdadera o no, a la oficial.

Su huerta en miniatura medraba en la jardinera de la ventana. Arrancó los últimos tallos de salvia y los colocó sobre la mesa para que se secaran, y luego levantó la hoja de plástico para comprobar si medraban las cebollas. Estaban creciendo muy bien, y pronto podría ponerlas en conserva. Cuando fue a lavarse las manos en el fregadero, contempló burlonamente su barba en el espejo.

—Necesita una poda, Sol —le dijo a su imagen—. Pero la luz casi ha desaparecido, de modo que puede esperar hasta mañana. Sin embargo, no te perjudicaría peinarla antes de vestirte para la cena.

Pasó un peine a través de su barba unas cuantas veces, y luego sacó un pantalón corto del armario. La prenda había sido originalmente un pantalón caqui del Ejército, cortado y remendado tantas veces en el transcurso de los años que se había convertido en algo que no recordaba en absoluto su procedencia. Acababa de ponérselo cuando alguien llamó a la puerta.

—Sí —gritó—. ¿Quién es?

—Electrónica Alcover's —fue la apagada respuesta.

—Empezaba a creer que te habías muerto o que se había incendiado tu tienda —dijo Sol, abriendo la puerta—. Sólo han pasado dos semanas desde que dijiste que arreglarías rápidamente este aparato… cobrándome la reparación por adelantado.

—Son cosas de la electrónica —dijo el recién llegado tranquilamente, dejando sobre la mesa su caja de herramientas del tamaño de una maleta—. Ese viejo aparato tiene un tubo quemado y varias piezas gastadas. ¿Qué podía hacer? Ya no fabrican ese tubo, y si lo fabricaran no podría comprarlo, ya que tendría que haberlo pedido con mucha antelación. —Sus manos estaban ocupadas mientras hablaba, transportando el televisor a la mesa y empezando a desatornillar la tapa trasera—. De modo que, ¿cómo podía reparar el aparato? Tuve que acudir a los desguazadores de radios de la Calle Greenwich y pasar un par de horas rebuscando. No encontré el tubo, de modo que compré un par de transistores e improvisé un circuito que hará el mismo trabajo. No ha sido fácil, se lo aseguro.

—Mi corazón sangra por ti —dijo Sol, contemplando suspicazmente cómo el obrero sacaba la tapa del aparato y extraía un tubo.

—Quemado —dijo el hombre, mirando el tubo con el ceño fruncido antes de introducirlo en su caja de herramientas. De la bandeja superior sacó un rectángulo de plástico delgado al cual habían sido pegadas varias piezas pequeñas, y empezó a insertarlo en el circuito del televisor—. Todo es un tapaagujeros —dijo—. Hay que desnudar a un santo para vestir a otro. Tengo que aprovechar incluso la soldadura de los aparatos desguazados. Menos mal que en este país hay un par de miles de millones de aparatos, y la mayoría de los más recientes tienen circuitos muy sólidos… —Encendió el aparato, y un chorro de música inundó la habitación—. Esto serán cuatro dólares por mano de obra.

—¡Estafador! —dijo Sol—. Ya te pagué treinta y cinco dólares…

—Aquello era por el material, la mano de obra es aparte. Si quiere disfrutar los pequeños lujos de la vida, tiene que estar dispuesto a pagar por ellos.

—Necesito reparaciones, no filosofía —dijo Sol, entregándole el dinero—. Eres un ladrón.

—Prefiero pensar en mi como en un saqueador de tumbas electrónicas —dijo el hombre, embolsándose los billetes—. Si quiere conocer verdaderos ladrones, venga a ver lo que les pago a los desguazadores de aparatos. —Se colgó al hombro la caja de herramientas, y se marchó.

Eran casi las ocho. Sólo unos minutos después de el reparador terminó su trabajo, una llave giró en la cerradura y entró Andy, cansado y acalorado.

—Tienes un aspecto realmente decaído —dijo Sol.

—El mismo que tendrías tú si hubieras pasado el día que he pasado yo. ¿No puedes encender una luz? Aquí no se ve nada… —se arrastró hasta la silla situada junto a la ventana y se dejó caer en ella.

Sol encendió la pequeña bombilla amarilla que colgaba en el centro de la habitación, y luego se dirigió hacia el refrigerador.

—Esta noche no hay Gibsons, estoy racionando el vermouth hasta que pueda elaborar un poco más. Tengo el cilantro, y la raíz de lirio de Florencia y lo demás, pero quiero secar un poco de salvia, ya que sin ella no sabe a nada. —Sacó del refrigerador una jarra escarchada y cerró la puerta—. Pero he puesto a refrescar agua con un poco de alcohol para que te entumezca la lengua y no notes el sabor del agua. Te aplacará los nervios, también.

—¡Vamos a verlo! —Andy sorbió la bebida y logró esbozar una especie de sonrisa—. Siento que tengas que pagarlo tú, pero he pasado un día de perros… y lo que me espera. —olfateó el aire—. ¿Qué es lo que se cuece en la estufa?

—Un experimento en economía doméstica… y era gratis presentando la cartilla de Beneficencia. Es posible que no te hayas dado cuenta, pero nuestro presupuesto para alimentación ha quedado hecho añicos desde la última subida de precios. —Abrió un bote y le mostró a Andy la sustancia granular de color oscura que contenía—. Es un nuevo ingrediente milagroso suministrado por nuestro benévolo Gobierno y llamado ener-G. El nombre, al menos, es asquerosamente original… Contiene vitaminas, minerales, proteínas, hidratos de carbono…

—¿Todo, excepto sabor?

—No hay que ser demasiado exigente… Lo he mezclado a la harina de avena. No creo que sea una mala idea, porque estoy empezando a aborrecer la harina de avena. Este ener-G es el producto de la más reciente maravilla de la ciencia, el plancton de ballena.

—¿El qué?

Sé que nunca has abierto un libro pero… ¿no ves nunca la televisión? Dieron un programa de una hora sobre el terna. Un submarino atómico acondicionado especialmente navega por el mar igual que una ballena absorbiendo plancton, el conjunto de organismos vegetales y animales microscópicos que te sorprenderá saber que alimentan a las poderosas ballenas. A las tres únicas ballenas que quedan. Las formas de vida más diminutas alimentando a las mayores… tiene que haber una moraleja en alguna parte. Bien, el submarino absorbe el plancton, prensándolo para escurrir el agua y convertirlo en pequeños bloques, que quedan almacenados hasta que el submarino se llena y puede regresar y ser descargado. Entonces, los bloques de plancton son manipulados y se convierten en ener-G.

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