—Santini al habla —dijo, y escuchó atentamente, desorbitando los ojos a medida que escuchaba—. ¡Mike… Big Mike… Dios mío!
Después de esto apenas dijo nada, solamente si y no, y cuando colgó el receptor sus manos estaban temblando.
Big Mike —dijo el teniente Grassioli, casi sonriendo; incluso un repentino latigazo de su úlcera, no le deprimió como de costumbre—. Alguien ha hecho un buen trabajo. —La llanta de hierro manchada de sangre estaba sobre el escritorio, delante de él, y la miró como si fuera una obra de arte—. ¿Quién lo hizo?
—Es probable que se trate de un robo con fractura que salió mal —dijo Andy, de pie al otro lado del escritorio. Consultó su cuaderno de notas, resumiendo rápidamente los detalles relevantes. Cuando terminó, el teniente Grassioli gruñó y señaló las huellas de polvo blanco en el extremo del hierro.
—¿Qué me dice de esto? ¿Alguna huella buena?
—Muy clara, teniente. El pulgar y los tres primeros dedos de la mano derecha.
—¿Alguna posibilidad de que el guardaespaldas o la chica liquidaran al viejo bastardo?
—Yo diría que una entre mil, señor. No tenían ningún motivo: O'Brien les daba de comer a los dos. Y parecían realmente afectados, no por la muerte en sí, sino por haber perdido su medio de vida.
Grassioli. dejó caer de nuevo la llanta de hierro en la bolsa y se la entregó a Andy a través del escritorio.
—Eso es bastante bueno. Tenemos un mensajero que irá a la OIC la semana próxima, de modo que envíe las huellas allí entonces y un breve informe sobre el caso. Redacte el informe detrás de la tarjeta de las huellas: sólo estamos a diez y casi hemos gastado toda nuestra ración de papel. Deberíamos acompañar las huellas de la pájara y del guardaespaldas… pero al diablo con ello, no tenemos tiempo. Archívelo, olvídese del asunto y vuelva al trabajo.
Mientras Andy tomaba una nota en su cuaderno sonó el teléfono; el teniente cogió el receptor. Andy no escuchó la conversación, y estaba a medio camino de la puerta cuando Grassioli cubrió el micrófono con la mano.
—No se marche, Rusch —dijo, y volvió a dedicar su atención al teléfono.
—Sí, señor, es cierto —dijo—. Parece indudable que alguien forzó la puerta con la intención de robar y utilizó la misma palanqueta para el asesinato. Una llanta de hierro con el extremo afilado. —Escuchó unos instantes y su rostro enrojeció—. No, señor, no lo sabemos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Sí, eso es SOBORNO. No, señor. De acuerdo, señor. Tengo a alguien trabajando en el caso, señor.
—Hijo de puta —añadió el teniente, pero sólo después de haber colgado el receptor—. Se ha portado usted como un novato en este caso, Rusch. Vuelva a ocuparse de él y procure hacerlo mejor. Entérese de cómo entró el asesino en el edificio… y si realmente existió el robo con fractura. Tome las huellas dactilares de esos dos sospechosos. Envíe un mensajero a la Oficina de Identificación Criminal con las huellas y deles prisa. Quiero un informe sobre el asesino si está fichado. Muévase.
—No sabía que Mike tuviera amigos…
—Amigos o enemigos, me importa un pepino. Pero alguien nos está presionando, exigiendo resultados. De modo que resuelva esto lo antes posible.
—¿Solo, mi teniente?
Grassioli masticó el extremo superior de su estilográfica.
—No, quiero el informe en seguida. Llévese a Kulozik —eructó dolorosamente, y abrió el cajón en busca de los comprimidos.
Los dedos del detective Kulozik eran cortos y gruesos, y daban la impresión de que habían de ser torpes; en realidad eran muy ágiles y bajo preciso control. Sujetó el pulgar derecho de Shirl con firme presión y lo hizo rodar a través del baldosín barnizado en blanco, dejando una huella limpia y clara en el interior del recuadro marcado PULGAR. Luego, uno a uno, apretó el resto de los dedos de Shirl contra el tampón entintado y el baldosín hasta que todos los recuadros estuvieron llenos.
—¿Puede decirme su nombre, señorita?
—Shirl Greene, con una e al final. —Contempló las puntas de sus dedos manchadas de negro—. ¿Esto me convierte en una delincuente, con una ficha?
—Nada de eso, señorita Greene —Kulozik escribió cuidadosamente el nombre con un pincel delgado y grasiento en el espacio correspondiente en la parte inferior del baldosín—. Esas huellas no se hacen públicas, y sólo serán utilizadas en relación con este caso. ¿Puede decirme su fecha de nacimiento?
—Doce de octubre de 1977.
—Creo que es todo lo que necesitamos, por ahora —deslizó el baldosín en una caja de plástico juntamente con el tampón entintado.
Shirl fue a lavarse la tinta de las manos, y Steve estaba guardando en un estuche el equipo de huellas cuando zumbó el llamador de la puerta.
—¿Tienes las huellas de la muchacha? —preguntó Andy cuando hubo entrado.
—Todo listo.
—Bien, lo único que falta ahora son las huellas del guardaespaldas. Está esperando abajo, en el vestíbulo. Y he descubierto una ventana en el sótano que parece haber sido forzada; será mejor que compruebes si hay alguna huella allí. El ascensorista te dirá dónde está.
—De acuerdo —dijo Steve, colgándose del hombro el estuche de las huellas.
Shirl se presentó cuando Steve se marchaba.
—Tenemos una pista, señorita Greene —le dijo Andy—. He descubierto una ventana en el sótano que ha sido forzada. Si hay huellas dactilares en el cristal o en el marco, y coinciden con las que encontramos en la llanta de hierro, será una prueba de que la persona que cometió el asesinato entró en el edificio por allí. Y compararemos las huellas de la llanta con las de la puerta interior del apartamento. ¿Le importa que me siente?
—No —dijo Shirl—, desde luego que no.
La butaca era blanda, y el susurrante acondicionador de aire convertía la estancia en una isla de bienestar en medio del sofocante calor de la ciudad. Andy se reclinó hacia atrás, notando que parte de su tensión y su fatiga se desvanecía; en aquel momento zumbó el llamador de la puerta.
—Discúlpeme —dijo Shirl, dirigiéndose hacia el vestíbulo.
Andy oyó un murmullo de voces detrás de él mientras hojeaba su cuaderno de notas. La cubierta de plástico estaba abarquillada sobre una de las páginas y algunas de las letras aparecían borrosas, de modo que Andy las repasó con su estilográfica una y otra vez, apretando con fuerza.
—¡Tienes que marcharte de aquí, asquerosa ramera! Las palabras fueron gritadas por una voz ronca, vibrando estridente como una uña rascando un cristal. Andy se puso en pie y guardó el cuaderno de notas en uno de sus bolsillos.
—¿Qué pasa ahí? —inquirió.
Shirl entró, sonrojada y furiosa, seguida por una mujer delgada de cabellos grises. La mujer se detuvo al ver a Andy y le apuntó con un dedo tembloroso.
—Mi hermano ha muerto y todavía no está enterrado, y esta ramera ya se ha liado con otro hombre…
—Soy un oficial de policía —dijo Andy, mostrando placa—. ¿Quién es usted?
La mujer se irguió, un leve movimiento que no aumentó en un solo centímetro su estatura; años enteros de mala postura y de dieta inadecuada habían redondeado sus hombros y hundido su pecho. Unos brazos esqueléticos colgaban dentro de las mangas de un vestido de confección casera, color barro, muy usado. Su rostro, cubierto ahora por una película de sudor, era más gris que blanco, la piel de un habitante de la ciudad afectado de fotofobia; el único color que aparecía en ella era el de la mugre de las calles. Cuando habló, sus labios se abrieron en una estrecha ranura, dejando salir las palabras como estampados metálicos de una prensa, para volver a cerrarse inmediatamente después de haber expulsado una pieza más de las necesarias. Sólo los ojos acuosos tenían cierto movimiento o vida, y parpadearon de rabia.
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