—Desde luego, señor Briggs, eso será bastante fácil —dijo el Juez Santini, y tosió nerviosamente detrás de su mano. Nunca le habían gustado estas sesiones en el edificio del Empire State. Como Juez, no debía ser visto aquí demasiado a menudo con aquellas personas. Además, la ascensión resultaba penosa, y tenía que pensar en su corazón. Particularmente con el calor que hacía. Bebió un sorbo de agua del vaso que tenía ante él, y se ajustó las gafas a fin de poder leer mejor.
—Este es el resumen del informe —continuó—. Big Mike murió instantáneamente a consecuencia de un golpe en la cabeza, propinado con una llanta de hierro con la punta afilada que fue utilizada también para forzar la puerta del apartamento. Las huellas encontradas en una ventana del sótano forzada con la misma llanta coinciden con las de la puerta y las de la propia llanta, de modo que todo parece indicar que el asesino penetró en el edificio por allí. Las huellas son de una persona desconocida, puesto que no figuran en el archivo de la oficina de Investigación Criminal. Tampoco figuran allí las huellas del guardaespaldas de O'Brien ni las de su amiguita, que fueron los que encontraron el cadáver.
—¿Quién diablos cree que lo ha hecho? —preguntó uno de los oyentes, detrás del humo de su cigarro.
—La opinión oficial es… bueno, muerte accidental, podríamos decir. Ellos creen que alguien entró a robar en el apartamento, que Mike le sorprendió, y que en la lucha que siguió resultó asesinado.
Dos hombres empezaron a formular preguntas, pero se callaron inmediatamente cuando el señor Briggs tomó la palabra. Tenía el aspecto de un perro de presa con sus ojos negros y adustos, sus párpados inferiores caldos y los pliegues en sus mejillas. La enorme papada aumentaba aquella impresión.
—¿Qué robaron en el apartamento?
Santini se encogió de hombros.
—Nada, al parecer. La chica afirma que no falta nada, y tiene motivos para saberlo. El dormitorio estaba completamente revuelto, pero todo parece indicar que el ladrón fue sorprendido antes de terminar el trabajo y luego huyó presa de pánico. Es verosímil.
El señor Briggs sopesó aquello, pero no formuló más preguntas. Algunos de los otros lo hicieron, y Santini les contó lo que se sabía. Finalmente, el señor Briggs les silenció a todos alzando un dedo.
—Parece ser que la muerte se produjo de un modo accidental, en cuyo caso no tiene importancia para nosotros. Necesitamos a alguien que se encargue del trabajo de Mike… ¿Qué pasa, Juez? —inquirió, frunciendo el ceño ante la interrupción.
Santini estaba sudando. Deseaba terminar con el asunto para poder marcharse a su casa, era la una y pico de la madrugada y estaba cansado. No estaba ya acostumbrado a trasnochar. Pero había un hecho que debía mencionar, podía ser importante, y si más tarde se hacía público y se enteraban de que lo había sabido y no había dicho nada… Era preferible exponerlo en seguida.
—Hay algo más que debo decirles. Tal vez signifique algo, tal vez no, pero creo que debemos tener toda la información delante de nosotros antes de…
—Déjese de preámbulos, Juez —le interrumpió secamente el señor Briggs.
—Sí, desde luego. Se trata de una señal que había en la ventana. Todas las ventanas del sótano tiene una capa de polvo, y ninguna de las otras había sido tocada. Pero en la ventana forzada y a través de la cual se supone que el asesino penetró en el edificio, había un dibujo trazado en el polvo. Un corazón.
—¿Y qué diablos se supone que significa? —gruñó uno de los oyentes.
—Nada para usted, Schlacter, dado que es un norteamericano de ascendencia alemana. Que conste que no estoy afirmando que signifique algo, puede tratarse de una simple coincidencia, un simple capricho, cualquier cosa. Pero a efectos de información, me permito recordarles que, en italiano, un corazón es un cuore .
La atmósfera de la habitación cambió inmediatamente, cargándose de electricidad. Algunos de los hombres se incorporaron a medias de sus asientos, y todos se removieron en ellos. El único que no se movió fue el señor Briggs, aunque sus ojos se estrecharon.
—Cuore —dijo lentamente—. No creo que tenga suficientes agallas para tratar de introducirse en la ciudad.
—Tiene un negocio floreciente en Newark. La última vez que vino aquí salió escaldado, y no querrá repetir la experiencia.
—Es posible. Pero he oído decir que está medio chiflado. A causa del L.S.D. Podría hacer cualquier cosa…
El señor Briggs tosió, e inmediatamente se restableció el silencio.
—No podemos pasar por alto este detallo —dijo—, tanto si Cuore está tratando de introducirse en nuestra zona como si alguien intenta provocar conflictos atribuyéndole la responsabilidad a él; en cualquier caso, tenemos que descubrirlo. Juez, encárguese de que la policía siga adelante con la investigación.
Santini sonrió, pero sus manos estaban fuertemente entrelazadas debajo de la mesa.
—No digo que no, vaya esto por delante, no digo que no se pueda hacer, pero resultará muy difícil. La policía no tiene personal suficiente para una investigación a fondo. Si trato de presionarles, querrán saber los motivos. Me harían falta algunas buenas respuestas. Puedo conseguir que algunas personas trabajen en el caso, efectuar algunas llamadas, pero no creo estar en condiciones de ejercer la presión suficiente.
— Usted no estará en condiciones de ejercer la presión suficiente, Juez —dijo el señor Briggs con su voz más tranquila. Ahora, las manos de Santini estaban temblando—. Pero yo nunca le pido a un hombre que realice lo imposible. Me ocuparé personalmente de este asunto. Hay un par de personas a las que puedo recurrir en busca de ayuda. Quiero saber exactamente lo que está ocurriendo aquí.
A través de la abierta ventana penetraban el calor y el hedor, el sonido de la ciudad, un rugido compuesto de múltiples voces que ascendía y caía con la martilleante persistencia de olas rompiéndose sobre una playa; un estruendo interminable. Destacando súbitamente contra aquel fondo de ruido llegó el sonido de cristales rotos y un fragor metálico; se alzaron voces gritando, y en el mismo instante resonó un prolongado alarido.
—¿Qué? ¿Qué pasa…? —gruñó Solomon Kahn, removiéndose en la cama y frotándose los ojos. Los holgazanes nunca se callaban, nunca le dejaban a uno descabezar un sueño. Se levantó y se acercó a la ventana, pero no pudo ver nada. Todavía estaban gritando. ¿Qué podía haber causado el ruido? ¿Otra escalera de incendios desplomándose? Ocurría con bastante frecuencia, e incluso lo daban por TV si las desgracias personales permitían ofrecer un espectáculo horripilante. No, probablemente no, sólo unos chiquillos rompiendo ventanas otra vez o algo por el estilo. El sol estaba bajo detrás de los edificios, pero el aire era todavía cálido y hediondo.
—Un tiempo asqueroso —murmuró, mientras se dirigía al fregadero. Incluso las tablas del suelo ardían bajo las plantas de sus descalzos pies. Se humedeció el sudoroso rostro con un poco de agua, y luego conectó el canal Música y Hora Exacta en el televisor. Un ritmo de jazz llenó la habitación, y la pantalla indicó 18:47 con 6:47 p.m. debajo en números más pequeños para todos los imbéciles que se habían arrastrado por la vida sin lograr aprenderse el reloj de veinticuatro horas. Eran casi las siete y Andy estaba hoy de servicio, lo cual significaba que debió quedar libre a las seis, aunque en la policía nunca se cumplía el horario. De todos modos, podía empezar ya a preparar la cena.
—Para esto me dio el Ejército una excelente educación como mecánico de aviación —dijo, dando unos golpecitos a la estufa—. La mejor inversión que hicieron nunca—. La estufa había surgido a la vida como un hornillo de gas, que Sol había convertido en hornillo eléctrico cuando los suministros de gas empezaron a fallar. Cuando el suministro de electricidad se hizo demasiado errático —y caro— para cocinar, había instalado un tanque a presión con un mechero variable que quemaba cualquier líquido inflamable. Había funcionado satisfactoriamente durante varios años, consumiendo petróleo, metanol, acetona y otros muchos combustibles, fallando únicamente con la gasolina de aviación, que había proyectado un chorro de llama de un metro de longitud, chamuscando la pared antes de que consiguiera encontrar la solución al problema. Su adaptación final había sido la más sencilla… y la más deprimente. Había practicado un agujero en la parte posterior del horno, instalando una chimenea que salía al exterior a través de otro agujero practicado en la pared de ladrillo. Cuando se encendía un combustible sólido sobre la rejilla en el interior del horno, una abertura en el aislamiento encima de él permitía que saliera el calor hasta el hornillo propiamente dicho.
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